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Se apreciaba en el ambiente cierto aire de esperanza contenida.

Humo azulado de cigarrillos alzándose como columnas hacia la fría oscuridad del elevado techo, finas hebras de aromático incienso ardiendo uniéndose elegantemente a las del tabaco, en un compás siniestro, esotérico, maldito y seductor. Dos hombres frente a frente, separados por la densa cortina de humo, miraban sus cartas, sin hacer gesto alguno, delatadora conciencia del resultado.

RELATOS ESCOGIDOS:
LA CARTA - parte I

media naranja, medio limón
Diehn, en una silla, resignado el destino que le deparaba su carta, mirada baja, sombría, pero con cierto atisbo de esperanza, tal vez viendo la poca luz que nadie más podía ver. Procuraba permanecer impasible, ajeno, abstraído de su suerte, fatal augurio de la posibilidad. Frente a él, el Hombre Misterioso, sin nombre, pero muy elegante y seductor, el cabello peinado hacia atrás, perfumado, atrayente y majestuoso. Sus ojos, grises como la lluvia, presentaban pequeños ríos de oscuridad, como nubarrones delgados en un cielo triste y decadente.

Diehn, cada vez más nervioso pero guardando aquella vaga e imprecisa seguridad de que todo acabaría saliendo bien, un pequeño rescoldo aún ardiente de lo humano que quedaba en él, sentía correr por su espalda, como un largo y delgado gusano, un fino reguero de sudor, frío y alarmante. No debía mostrarse inquieto, ni contento.

Nada. En las cartas, cualquier pista conduce a la derrota.

- No se apure, doctor Diehn -dijo el Hombre Misterioso con voz melodiosa, grave, firme y seductora. De haber tenido presencia física, su sonido habría sido como el humo del incienso, el cual ardía lentamente en un pequeño pebetero cercano lleno de arena y cenizas, muestra del pasado y de horas muertas-. No se apure. Solo es un juego.

Alzando la vista, Diehn miró a los grises y negros ojos del hombre elegante.

-Un juego en el que el resultado es algo más que una medalla y unas palmaditas en la espalda. Creo que tengo derecho a estar preocupado.
-Claro que tiene todo el derecho, doctor, como tantos otros a lo largo de la historia. Desde que alcanza mi memoria, jamás nadie se ha mostrado impasible ante mí. Todos me temían. Unos salían corriendo antes que repartiera las cartas, qué buenos tiempos… -sus sensuales labios esbozaron lo que, en otra persona, habría sido una sonrisa, pero que en aquella pálida y cerúlea carne parecía una mueca de desdén-. Pero otros, señor Diehn, otros jugaban, como usted. Gente valiente, gente que intenta solucionar sus problemas, o los de los que ama. Sí, gente honrada…

-No entiendo que honradez puede tener jugarse el alma a la mayor carta. Pero lo que está claro, para usted y para mí, es que la recompensa supera con creces cualquier vacilación o temor que pueda tener ahora mismo.

-Un deseo...

-...el que quiera – terminó de decir Diehn, colocando la carta que tenía entre los dedos boca abajo, en la mesa de caoba.

El Hombre Misterioso alargó la mano, cogió su cigarrillo y dio una larga y profunda calada, para después soltar el aire muy lentamente, como si disfrutase de aquella placentera sensación. Diehn hizo otro tanto, mientras que el incienso eclipsaba el amargo olor del tabaco, del mal y la enfermedad que se respiraba en la pequeña estancia subterránea, donde dos hombres jugaban a las cartas.

Los dedos del doctor vacilaban sobre la madera. ¡Tac! ¡Tac! ¡Tac! Se ajustó las gafas, empañadas por el ambiente viciado. Carraspeó. Cada vez hacía más calor, y las paredes, repletas de tapices, muebles llenos de libros y varias figuras humanoides, de aspecto grotesco y satírico, que miraban fijamente al doctor, gritando en silencio las palabras que tanto dolor y tanta desesperación le habían causado, parecían estrecharse inexorablemente.

No es un buen doctor, decía la mirada de una estatua, una mujer de tres brazos y dos cabezas.

Eres un mal padre, un mal marido, decía un hombre con cabeza de serpiente y alas en lugar de brazos.

Mal marido, mal padre, peor doctor. Las voces, arremolinadas como fustas hirientes, azotaron su cabeza nuevamente, envolviendo las cosas reales, las que veía, en una espiral de oscuridad acuosa y murmullos incomprensibles. Volvió su deseo de beber de las aguas del olvido, más insistente y más acuciante que nunca. Solo un trago… Sangre, dolor y lágrimas. Su mujer, aporreada, yacía sobre una alfombra con tejidos de sombras móviles, almas en pena encerradas bajo una perdida mirada. ¡Oh, no! ¿Qué había hecho? Sólo un trago, sólo uno… Todo volvería a la normalidad. Sí, seguro que sí. El alcohol le relajaba, solo un trago…

Diehn carraspeó, sacando los fantasmas del pasado de su mente. La habitación volvió a la normalidad. Las paredes estaban en su sitio, las estatuas mantenían la pétrea mirada al frente, o hacia donde fuese que las hubieran colocado. La carta seguía boca abajo, justo entre las palmas de sus sudorosas manos.

-¿Sabe? – Soltó de repente el Hombre Misterioso, su voz hendiendo el aire como un atronador látigo-. Me parece usted un tipo franco, doctor. En muy pocas ocasiones me he topado con gente tan dejada como usted. Gente a la que todo es indiferente, que no pierde nada por intentarlo, pero que ganará su salvación, no solo espiritual, sino mental, si consigue la mayor carta. Creo que me confesaré ante usted; y que no sirva como precedente.
jugadores
-¿Una confesión? -Diehn parecía sorprendido. Por unos segundos se dio el capricho de relajarse-. He leído sobre usted en varios sitios, señor. Reconozco que la tarea de encontrar algún libro que hiciera referencia a su tradición no es cosa sencilla. De catedrático, diría yo. Pero el dinero hace maravillas, y de eso, todavía, tengo bastante. -Me halaga enormemente su interés hacia mi persona, doctor. ¿Y qué ha encontrado?

-Poca cosa, a decir verdad. Demonio, brujo, nigromante, alquimista, charlatán. Diferentes nombres en diferentes épocas –-Diehn suspiró-. Siempre me ha gustado informarme sobre aquellos con los que trato. Digamos que es... un seguro de vida -( estupendo, que ridículo y estúpido eres. No has podido ser más tonto. Con comentarios así solo confirmas las palabras de tu mujer y tus colegas). Sacudida de cabeza- . ¿Qué nombre tiene ahora?
Nuevamente aquella mueca de desdén. El sudor volvió a la espalda de Diehn. Estaba entrando en terreno prohibido, uno al que no había sido invitado a entrar y del que posiblemente no volvería a salir. ¡Pero qué diablos! Si tenía que morir, al menos encontraría algo de lucidez en la absoluta y torturadora locura que había sido su vida desde hacía tres años atrás. Un poco de realidad, por asombrosa o terrible que fuera, no le haría más daño del que ya había soportado.

-Está jugando con fuego, doctor Diehn.

-Me arriesgaré a quemarme.

-¿Quién dice que este fuego quema? -Aspiración de humo, expulsión de humo-. Hay muchos tipos de magia, doctor, pero le aseguro que una como la que va a ver hoy jamás la habría imaginado, ni aún en sus peores pesadillas.

Mal marido, mal padre, mal doctor.

Solo un trago… ¡solo uno!


Sudor por la espalda. Mano temblorosa hacia el cigarrillo, con la esperanza de que la nicotina relaje sus aguzados nervios. Calada. Sí, algo mejor. El incienso perfumaba los temores, envolvía el ambiente en un cálido manto, cálido pero que se entreveía frío, acrecentada esta sensación de peligro y horror cuanto más acogedor parecía todo, como una trampa para ratones escondida bajo montones de apetecible queso. Sigue leyendo...



Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras