EL
REENCUENTRO (I) |
Colgó el teléfono e intentó calmarse.
Le temblaba el pulso, aunque a decir verdad hacía lustros
que su pulso temblaba. En los últimos años lo
único que esperaba era tener una muerte rápida
y sobre todo no ser una carga para sus hijos. Pero esa llamada
tan inesperada como increíble, había activado
en él todos los resortes que creía ya perdidos
para siempre.
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Se
incorporó con tal agilidad que si cualquiera de sus
hijos lo hubiese visto, habría pensado que se trataba
de un doble. Se dirigió hacia el viejo arcón
donde había enterrado todos sus recuerdos más
personales. Lo hizo sin darse cuenta, pero de alguna manera
estaba enterrándose con ellos. Quizás con aquel
gesto había iniciado su propio camino hacia la tumba.
Incluso se había prometido a sí mismo no volver
a revolver nunca entre aquellos viejos manuscritos, ni abrir
ninguna de las cajas donde guardaba las pocas fotos que consiguió
salvar tras las sucesivas mudanzas y tras las incursiones
que sobre todo sus hijas habían hecho en ellas.
Levantó la tapa y lo hizo con tanto entusiasmo que
casi la lanzó contra la mecedora que había a
su espalda. Se manejaba con tanta energía que visto
por detrás bien podría haber pasado por un hombre
en su plena madurez y no por el viejecito frágil y
dependiente en el que se había convertido en los últimos
tiempos.
Al fin encontró
lo que buscaba, una vieja caja de cartón duro atada
con una cuerda. La abrió y sacó de ella una
vieja foto en blanco y negro. Una bella joven le sonreía
apoyada sobre una roca en una desierta y anónima playa.
El viento jugaba con su pelo y ella se lo apartaba en un gesto
eterno, inmortalizado para él desde un lejano pasado,
que inexplicablemente ahora retornaba a su vida.
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El corazón se le aceleró al verla, el médico
le había advertido que no debía recibir impresiones
y esta era la mayor de las que jamás hubiese podido
soñar. Su corazón latía tan acelerado
como en aquel lejano verano y lo hacía como entonces,
al son de su nombre: Lo-la, Lo-la, Lo-la. Era como el tic
tac de un reloj, del reloj de su vida, o de la que debería
haber sido su vida.
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Si
el amor tuvo nombre fue ese, el de esa mujer por la que había
perdido la razón y el sentido y que apenas en un mes
había cambiado su vida para siempre.
Se dejó caer sobre la mecedora agotado y abrumado no
tanto por el esfuerzo hecho, sino por la impresión
de esos recuerdos resucitados de golpe.
Cerró los ojos y su mente y su alma se trasladaron
sesenta años atrás. ¡Era tan joven! ¡Tenía
tantos sueños por delante, tantas ilusiones...
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