Acabados
los postres, los niños y sus papás continuaron
la sabrosa tertulia que habían tenido mientras almorzaban
en la bonita casa de su cortijo… De pronto los dos niños
se miraron y se fueron a jugar, después las dos niñas;
Gerardo y Chelo continuaron sentados a la mesa.
—¡Qué delicia de niños tenemos!
—exclamó Gerardo.
—¡Sí, cuando se portan bien! —replicó
Chelo—. Tú tienes que bregar con ellos menos
tiempo que yo.
—Tienes razón, querida.
»¡Bueno!, me pondré a tocar la guitarra
hasta que llegue la hora de marcharme al trabajo; si es que
no necesitas ayuda, claro…
—No te preocupes, querido. Descansa tocando tu guitarra.
Escucharla animará mi trabajo de recoger la mesa y
lavar los platos. Además me ayudará María;
es una empleada de hogar competente, la quiero mucho.
—Sí, es una más en nuestra familia. —Eran
las cinco de la tarde. Gerardo besó a su mujer y fue
a la sala de estar a tocar la guitarra flamenca. |
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Las notas que arrancaba a las cuerdas hacían brotar
del instrumento una música que tenía garra,
fuerza: eran notas fuertes y dramáticas unas, suaves
y melancólicas otras.
Chelo y María escuchaban con agrado mientras trabajaban.
Él la besó de nuevo y se marchó a trabajar.
Las dos mujeres continuaron con su tarea doméstica.
Cuando terminaron, Chelo dijo a María:
—Ya son las siete y media, ¡ahora me toca a mí!
La empleada de hogar sonrió, contenta de que Chelo
se entregara a lo que tanto le gustaba, aunque le podía
dedicar poco tiempo: tocar el violín. A María
le gustaba cómo Chelo interpretaba las partituras:
la música escrita por otros; pero le gustaba más
aún la música que su mejor amiga y jefa se inventaba
sobre la marcha, pues entonces se transformaba, la música
brotaba de su corazón y hacía salir de las cuerdas
una melodía conmovedora.
Puntual, Chelo terminó. Ya guardaba su violín
cuando María dejó un momento su labor de costura
y miró por una ventana algunos árboles del bosque
en el cual estaba inmerso todo el cortijo. Las ramas y las
hojas se mecían suavemente en el viento, que hacía
brotar de ellas una música suave; y ya los últimos
rayos del sol clausuraban el crepúsculo...
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Chelo salió de la
sala de estar. María evocó entonces un pequeño
claro de un bosque lejano, en el que ella tuvo una maravillosa
experiencia cuando era niña… La cara de María
pareció iluminarse y sus ojos se abrieron mucho, porque
una luz vino a su mente, un fuego a su corazón. Como
en muchas otras ocasiones, se le había ocurrido un
cuento. Unas palabras florecieron en sus labios, mientras
cerraba los ojos:
—¡Gracias, Musa!, también en nombre de
los chicos. Desde aquel día en el claro del bosque
no me has abandonado. Sigue en mi corazón, inspirándome
cuentos para contarlos a los niños…
Ya era de noche cuando Gerardo regresó del trabajo.
—¿¡Nos vamos al pueblo, cariño!?
—¡Estoy lista, querido, vámonos ya!
»¡María, ¿querrás contar
tú hoy a los chicos el cuento de antes de dormir?!
—¡Por supuesto, Chelo! ¡Que lo paséis
muy bien! —Los dos niños y las dos niñas
estaban acostados en el dormitorio de los pequeños,
cada uno bien arropado en su cama. Esperaban impacientes el
cuento de antes de dormir… El mayor, que se llamaba
Gerardo, como su padre, pidió a la empleada de hogar,
a quien consideraba como su hermana mayor:
—¡María, cuéntanos un cuento! —Ella
comenzó su relato:
—Os contaré lo que me he inventado hoy, poco
antes de entrar la noche, después de escuchar la guitarra
de vuestro padre y el violín de vuestra madre. —Los
niños se pusieron aún más cómodos,
estremeciéndose de placer ante la perspectiva de escuchar
un cuento nuevo…
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—Érase una vez un bosque en el sur de España,
que invadía los terrenos de un cortijo. La casa del
cortijo era muy parecida a la nuestra, y el bosque también
era como el nuestro. En una de sus zonas más frondosas,
un niño muy listo, de nombre Gerardo, paseaba por una
vereda estrecha. —El mayor sonrió, pues el niño
del cuento se llamaba como él.
—Gerardo no tenía ganas de ponerse a jugar con
su hermano después del almuerzo, sino de disfrutar
del otoño paseando por su vereda favorita... eran las
cinco de la tarde. Llevaba caminando una hora y se acercaba
a la linde que separaba el cortijo de su padre del de su vecino.
»En una zona de altos eucaliptos, el sol de la tarde
se proyectaba en el suelo, moteado de sombritas de hoja. Gerardo
vio algo parecido a un hombre muy brillante, que caminaba
hacia él por la vereda portando un extraño objeto,
tan luminoso como él mismo, cogido entre las manos
y el pecho. Sonaba como una guitarra flamenca, y la belleza
de la música llenó de maravilla su corazón.
»Muy asustado y todavía sobrecogido por la belleza
de la música y la prodigiosa luz, Gerardo corrió
a esconderse detrás de un grueso eucalipto. Desde allí
observó más de cerca la luz, con forma humana,
que se acercaba, despacio, a su escondite, pues el árbol
que lo ocultaba estaba cerca de la vereda. Pronto se dio cuenta
de que era un hombre con una guitarra, todo de luz dorada
como el sol, aunque no tan intensa como para deslumbrarle.
»Cuando estaba a solo unos metros del niño, el
hombre luminoso se detuvo en medio de la vereda. Su estatura
y corpulencia eran las de su padre, que también se
llamaba Gerardo. Parecía no darse cuenta de su presencia
detrás del tronco, porque sin volver su brillante cabeza
se puso a tocar otro tema.
»Una nueva melodía brotó del radiante
instrumento, distinta y de mayor esplendor. Le recordaba a
la que una vez escuchó tocar a su padre; pero ese extraño
ser tocaba las cuerdas —rayos de luz color azul pálido—
de una manera increíble, insuperable, con sones ora
recios y épicos, ora suaves y floridos, pero siempre
conmovedores, cautivadores.
»El misterioso guitarrista rasgueó reciamente
las cuerdas y las tapó con una mano, a la manera en
que suelen concluir su interpretación los que tocan
ese instrumento. Entonces se volvió hacia el escondite
del niño y le dijo: |
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»—¿Te ha gustado, Gerardo?
»El niño salió de detrás del
tronco, sorprendido pero ya sin miedo.
»—Sí. ¿Cómo sabes mi nombre?
»—Tu padre piensa en ti cuando compone…
»—¡Ah! Y... ¿cómo te llamas
tú?
»—Los humanos me dan muchos nombres; mi favorito
es Guítar de la Tarde.
»—¡Ah, claro! Eh… ¿vives
cerca de aquí o das un paseo, como yo?
»—En realidad no tengo más casa que los
corazones de algunos que tocan la guitarra flamenca, no
todos, y de vez en cuando paseo por su mente.
»Si alguna vez te decides a aprender, puedes llamarme
cuando tengas ganas de inventar un nuevo palo, o una variante
de los que ya están inventados, o simplemente mejorar
en algo, como por ejemplo en dar oportunos toques en la
madera de la guitarra, secos y precisos, intercalados con
las notas. También puedo ayudarte a inventar letra
y música de sevillanas, rocieras, etc.
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»—¿Vives también en el corazón
de mi padre?
»—Sí, y en el de los guitarristas que como
él tienen afán de superación y gustan
de innovar en su arte.
»—¿Pero cómo te metes dentro de
tantos corazones?
»—Mi ser es luz de la mente y calor del corazón.
Esta es una forma que he adoptado para que me veas; y si recapacitas
te darás cuenta de que tus oídos no están
escuchándome, como no escucharon mi guitarra…
»—¡Es cierto, no me había dado cuenta!:
¡tu música y tu voz no las oigo con mis oídos!...
»¡Aprenderé a tocar la guitarra flamenca!
Confío en tu ayuda… Guítar, ¿dónde
estás?
»Pensativo, Gerardo dio media vuelta para regresar a
casa. Miró el reloj que le había regalado su
padre y comprobó, sorprendido, que eran ya las siete
y media. Pensó que Guítar se parecía
a su padre, y que con él se la había pasado
el tiempo en un soplo. Ya no le parecía raro que ese
extraño ser desapareciera.
»Pasó de nuevo junto a una pequeña zona
de rosas de distintos colores, a la izquierda de la vereda.
En su enorme cortijo, sus padres gustaban de plantar bellos
árboles y hermosas plantas: aquí Chelo, su madre,
había plantado un macizo de rosas…
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»—La
mayor sonrió muy a gusto en su cama: ella se llamaba
Chelo, como su madre. María prosiguió:
»—Gerardo levantó la mirada y entre la
espesura vio un claro en pleno bosque cerrado, muchos metros
detrás de las rosas.
»Se abrió paso entre la maleza y llegó
por fin al centro del pequeño claro en medio de la
fronda. La luz crepuscular hacía brillar las hojas
de una encina, uno de los tres árboles del claro, cuyas
sombras eran alargadas, pues el sol se ocultaba ya...
»De repente, Gerardo escuchó un violín
y se giró. En dirección a su casa, vio una forma
muy brillante, color azul pálido. Parecía una
mujer, de estatura y medidas parecidas a las de su madre.
»La extraña dama de luz azul pálida lo
miraba mientras tocaba su radiante violín. Esta vez
Gerardo se dio cuenta de que sus oídos no escuchaban
la música, sino que ésta sonaba en su interior.
De pronto dejó de tocar, bajó el violín
y se quedó mirando al niño, diciéndole
en un susurro:
»—Te dedico este otro tema, Gerardo…
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»Volvió a colocar el violín de luz en
su cuello, colocó la dorada varita sobre las doradas
cuerdas, e inició una nueva música que superó
a la anterior en belleza y esplendor… El corazón
del niño quedó embelesado… Cuando terminó,
le preguntó:
»—¿Cómo sabes mi nombre?
»—Tu madre piensa en ti cuando compone…
»—¡Ah, ya! Y ¿cómo te llaman
los humanos?
»—Me dan muchos nombres, pero el que más
me gusta es Chelian del Crepúsculo.
»—Supongo que también tú habitas
en los corazones de algunos violinistas ayudándolos
en la música que tocan e inspirándoles temas
nuevos, ¿verdad?
»—¡Veo que has hablado con Guítar
de la Tarde! —la dama de luz le sonrió—.
Sí, hago algo parecido a lo que hace Guítar.
»—Me gusta mucho su toque de guitarra. Le he dicho
que aprenderé a tocarla. También me gusta mucho
cómo tocas el violín… ¡También
aprenderé a tocarlo! ¿Me ayudarás, señora?
»—¡Por supuesto, Gerardo! Cuando aprendas,
te ayudaré a perfeccionar detalles como las notas tocadas
con los dedos en la cuerdas, y te inspiraré nuevos
temas musicales, si deseas inventártelos, componer
nueva música.
»—¡¡Sí, claro!! ¡Gracias,
Chelian!
»La hermosa dama desapareció. Gerardo no se extrañó
lo más mínimo.
»De regreso a casa, consideraba si esas visiones no
serían más que imaginaciones suyas, cuando escuchó
delante de él, cerca de su casa, la música de
otro violín. Nunca antes había escuchado ese
tema musical, era nuevo y bonito, aunque no tanto como los
de Chelian. Pero se trataba de un violín de verdad,
no se estaba imaginando música, como antes.
»Chelo dobló un recodo del camino y se encontró
con su hijo. Bajó el violín y la varita de forma
parecida a como lo hacía Chelian y le dijo:
»—¡Gerardo!, ¿qué haces? Veo
que has dado un largo paseo.
»—Y yo veo que tú paseas mientras tocas
el violín, mamá. ¡Qué bonito es!
¿Me ensañarás?
»—¡Claro que sí, cariño!
»—¿Y papá me enseñará
a tocar la guitarra?
»—¿También quieres aprender a tocar
la guitarra flamenca? Antes no querías, ¿qué
mosca te ha picado?
»—Si te lo cuento no me creerás, mamá.
»Chelo miró con mucha atención a Gerardo
y se quedó con la boca abierta…
»—Hijo… ¿has visto en el bosque a
Chelian del Crepúsculo?
»—¡¡Si!!
»—Yo también la vi una vez, hace muchos
años, en este mismo bosque. No he vuelto a verla…
»—Pero ella vive en tu corazón.
»Chelo abrazó a su hijo, y una lágrima
de alegría rodó por una de sus mejillas.
»—Es verdad, Gerardo. Creo que es ella la que
me inspira con el violín.
»—Sí, ella es... ¡y antes he visto
a Guítar de la Tarde!
»—¿Guítar de la Tarde? —Chelo
soltó a su hijo y miró sus ojos, sobrecogida.
»—Verás, mamá: Guítar es
como Chelian, solo que su luz se parece a la del sol, aunque
no deslumbra... bueno, así es como ellos se te muestran,
en realidad son fuego en el corazón y luz en la mente,
de algunos guitarristas Guítar, y de algunos violinistas
Chelian.
»—¡Magnífico, hijo! Me ocuparé
de que aprendas guitarra flamenca y violín. ¡Tus
dos musas harán de ti un gran músico!
»Gerardo abrazó a su madre y le dio un beso.
—¡Y colorín colorado, este cuento se ha
acabado!... ¡a dormir, niños! —Los cuatro
cerraron los ojos y tuvieron sueños felices. |
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Obra
con derechos de Autor original de José Enrique Serrano
Expósito. Catalogada en el registro de la Propiedad
intelectual de Safe Creative.
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