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Cuentos y relatos de José Enrique Serrano
 
Acabados los postres, los niños y sus papás continuaron la sabrosa tertulia que habían tenido mientras almorzaban en la bonita casa de su cortijo… De pronto los dos niños se miraron y se fueron a jugar, después las dos niñas; Gerardo y Chelo continuaron sentados a la mesa.

—¡Qué delicia de niños tenemos! —exclamó Gerardo.

—¡Sí, cuando se portan bien! —replicó Chelo—. Tú tienes que bregar con ellos menos tiempo que yo.
—Tienes razón, querida.

»¡Bueno!, me pondré a tocar la guitarra hasta que llegue la hora de marcharme al trabajo; si es que no necesitas ayuda, claro…

—No te preocupes, querido. Descansa tocando tu guitarra. Escucharla animará mi trabajo de recoger la mesa y lavar los platos. Además me ayudará María; es una empleada de hogar competente, la quiero mucho.

—Sí, es una más en nuestra familia. —Eran las cinco de la tarde. Gerardo besó a su mujer y fue a la sala de estar a tocar la guitarra flamenca.
Las notas que arrancaba a las cuerdas hacían brotar del instrumento una música que tenía garra, fuerza: eran notas fuertes y dramáticas unas, suaves y melancólicas otras.
Chelo y María escuchaban con agrado mientras trabajaban.
Él la besó de nuevo y se marchó a trabajar. Las dos mujeres continuaron con su tarea doméstica.
Cuando terminaron, Chelo dijo a María:
—Ya son las siete y media, ¡ahora me toca a mí!
La empleada de hogar sonrió, contenta de que Chelo se entregara a lo que tanto le gustaba, aunque le podía dedicar poco tiempo: tocar el violín. A María le gustaba cómo Chelo interpretaba las partituras: la música escrita por otros; pero le gustaba más aún la música que su mejor amiga y jefa se inventaba sobre la marcha, pues entonces se transformaba, la música brotaba de su corazón y hacía salir de las cuerdas una melodía conmovedora.
Puntual, Chelo terminó. Ya guardaba su violín cuando María dejó un momento su labor de costura y miró por una ventana algunos árboles del bosque en el cual estaba inmerso todo el cortijo. Las ramas y las hojas se mecían suavemente en el viento, que hacía brotar de ellas una música suave; y ya los últimos rayos del sol clausuraban el crepúsculo...
Chelo salió de la sala de estar. María evocó entonces un pequeño claro de un bosque lejano, en el que ella tuvo una maravillosa experiencia cuando era niña… La cara de María pareció iluminarse y sus ojos se abrieron mucho, porque una luz vino a su mente, un fuego a su corazón. Como en muchas otras ocasiones, se le había ocurrido un cuento. Unas palabras florecieron en sus labios, mientras cerraba los ojos:
—¡Gracias, Musa!, también en nombre de los chicos. Desde aquel día en el claro del bosque no me has abandonado. Sigue en mi corazón, inspirándome cuentos para contarlos a los niños…
Ya era de noche cuando Gerardo regresó del trabajo.
—¿¡Nos vamos al pueblo, cariño!?
—¡Estoy lista, querido, vámonos ya!
»¡María, ¿querrás contar tú hoy a los chicos el cuento de antes de dormir?!
—¡Por supuesto, Chelo! ¡Que lo paséis muy bien! —Los dos niños y las dos niñas estaban acostados en el dormitorio de los pequeños, cada uno bien arropado en su cama. Esperaban impacientes el cuento de antes de dormir… El mayor, que se llamaba Gerardo, como su padre, pidió a la empleada de hogar, a quien consideraba como su hermana mayor:
—¡María, cuéntanos un cuento! —Ella comenzó su relato:
—Os contaré lo que me he inventado hoy, poco antes de entrar la noche, después de escuchar la guitarra de vuestro padre y el violín de vuestra madre. —Los niños se pusieron aún más cómodos, estremeciéndose de placer ante la perspectiva de escuchar un cuento nuevo…
—Érase una vez un bosque en el sur de España, que invadía los terrenos de un cortijo. La casa del cortijo era muy parecida a la nuestra, y el bosque también era como el nuestro. En una de sus zonas más frondosas, un niño muy listo, de nombre Gerardo, paseaba por una vereda estrecha. —El mayor sonrió, pues el niño del cuento se llamaba como él.
—Gerardo no tenía ganas de ponerse a jugar con su hermano después del almuerzo, sino de disfrutar del otoño paseando por su vereda favorita... eran las cinco de la tarde. Llevaba caminando una hora y se acercaba a la linde que separaba el cortijo de su padre del de su vecino.
»En una zona de altos eucaliptos, el sol de la tarde se proyectaba en el suelo, moteado de sombritas de hoja. Gerardo vio algo parecido a un hombre muy brillante, que caminaba hacia él por la vereda portando un extraño objeto, tan luminoso como él mismo, cogido entre las manos y el pecho. Sonaba como una guitarra flamenca, y la belleza de la música llenó de maravilla su corazón.
»Muy asustado y todavía sobrecogido por la belleza de la música y la prodigiosa luz, Gerardo corrió a esconderse detrás de un grueso eucalipto. Desde allí observó más de cerca la luz, con forma humana, que se acercaba, despacio, a su escondite, pues el árbol que lo ocultaba estaba cerca de la vereda. Pronto se dio cuenta de que era un hombre con una guitarra, todo de luz dorada como el sol, aunque no tan intensa como para deslumbrarle.
»Cuando estaba a solo unos metros del niño, el hombre luminoso se detuvo en medio de la vereda. Su estatura y corpulencia eran las de su padre, que también se llamaba Gerardo. Parecía no darse cuenta de su presencia detrás del tronco, porque sin volver su brillante cabeza se puso a tocar otro tema.
»Una nueva melodía brotó del radiante instrumento, distinta y de mayor esplendor. Le recordaba a la que una vez escuchó tocar a su padre; pero ese extraño ser tocaba las cuerdas —rayos de luz color azul pálido— de una manera increíble, insuperable, con sones ora recios y épicos, ora suaves y floridos, pero siempre conmovedores, cautivadores.
»El misterioso guitarrista rasgueó reciamente las cuerdas y las tapó con una mano, a la manera en que suelen concluir su interpretación los que tocan ese instrumento. Entonces se volvió hacia el escondite del niño y le dijo:

»—¿Te ha gustado, Gerardo?
»El niño salió de detrás del tronco, sorprendido pero ya sin miedo.
»—Sí. ¿Cómo sabes mi nombre?
»—Tu padre piensa en ti cuando compone…
»—¡Ah! Y... ¿cómo te llamas tú?
»—Los humanos me dan muchos nombres; mi favorito es Guítar de la Tarde.
»—¡Ah, claro! Eh… ¿vives cerca de aquí o das un paseo, como yo?
»—En realidad no tengo más casa que los corazones de algunos que tocan la guitarra flamenca, no todos, y de vez en cuando paseo por su mente.
»Si alguna vez te decides a aprender, puedes llamarme cuando tengas ganas de inventar un nuevo palo, o una variante de los que ya están inventados, o simplemente mejorar en algo, como por ejemplo en dar oportunos toques en la madera de la guitarra, secos y precisos, intercalados con las notas. También puedo ayudarte a inventar letra y música de sevillanas, rocieras, etc.

»—¿Vives también en el corazón de mi padre?
»—Sí, y en el de los guitarristas que como él tienen afán de superación y gustan de innovar en su arte.
»—¿Pero cómo te metes dentro de tantos corazones?
»—Mi ser es luz de la mente y calor del corazón. Esta es una forma que he adoptado para que me veas; y si recapacitas te darás cuenta de que tus oídos no están escuchándome, como no escucharon mi guitarra…
»—¡Es cierto, no me había dado cuenta!: ¡tu música y tu voz no las oigo con mis oídos!...
»¡Aprenderé a tocar la guitarra flamenca! Confío en tu ayuda… Guítar, ¿dónde estás?
»Pensativo, Gerardo dio media vuelta para regresar a casa. Miró el reloj que le había regalado su padre y comprobó, sorprendido, que eran ya las siete y media. Pensó que Guítar se parecía a su padre, y que con él se la había pasado el tiempo en un soplo. Ya no le parecía raro que ese extraño ser desapareciera.
»Pasó de nuevo junto a una pequeña zona de rosas de distintos colores, a la izquierda de la vereda. En su enorme cortijo, sus padres gustaban de plantar bellos árboles y hermosas plantas: aquí Chelo, su madre, había plantado un macizo de rosas…
»—La mayor sonrió muy a gusto en su cama: ella se llamaba Chelo, como su madre. María prosiguió:
»—Gerardo levantó la mirada y entre la espesura vio un claro en pleno bosque cerrado, muchos metros detrás de las rosas.
»Se abrió paso entre la maleza y llegó por fin al centro del pequeño claro en medio de la fronda. La luz crepuscular hacía brillar las hojas de una encina, uno de los tres árboles del claro, cuyas sombras eran alargadas, pues el sol se ocultaba ya...
»De repente, Gerardo escuchó un violín y se giró. En dirección a su casa, vio una forma muy brillante, color azul pálido. Parecía una mujer, de estatura y medidas parecidas a las de su madre.
»La extraña dama de luz azul pálida lo miraba mientras tocaba su radiante violín. Esta vez Gerardo se dio cuenta de que sus oídos no escuchaban la música, sino que ésta sonaba en su interior. De pronto dejó de tocar, bajó el violín y se quedó mirando al niño, diciéndole en un susurro:
»—Te dedico este otro tema, Gerardo…
»Volvió a colocar el violín de luz en su cuello, colocó la dorada varita sobre las doradas cuerdas, e inició una nueva música que superó a la anterior en belleza y esplendor… El corazón del niño quedó embelesado… Cuando terminó, le preguntó:
»—¿Cómo sabes mi nombre?
»—Tu madre piensa en ti cuando compone…
»—¡Ah, ya! Y ¿cómo te llaman los humanos?
»—Me dan muchos nombres, pero el que más me gusta es Chelian del Crepúsculo.
»—Supongo que también tú habitas en los corazones de algunos violinistas ayudándolos en la música que tocan e inspirándoles temas nuevos, ¿verdad?
»—¡Veo que has hablado con Guítar de la Tarde! —la dama de luz le sonrió—. Sí, hago algo parecido a lo que hace Guítar.
»—Me gusta mucho su toque de guitarra. Le he dicho que aprenderé a tocarla. También me gusta mucho cómo tocas el violín… ¡También aprenderé a tocarlo! ¿Me ayudarás, señora?
»—¡Por supuesto, Gerardo! Cuando aprendas, te ayudaré a perfeccionar detalles como las notas tocadas con los dedos en la cuerdas, y te inspiraré nuevos temas musicales, si deseas inventártelos, componer nueva música.
»—¡¡Sí, claro!! ¡Gracias, Chelian!
»La hermosa dama desapareció. Gerardo no se extrañó lo más mínimo.
»De regreso a casa, consideraba si esas visiones no serían más que imaginaciones suyas, cuando escuchó delante de él, cerca de su casa, la música de otro violín. Nunca antes había escuchado ese tema musical, era nuevo y bonito, aunque no tanto como los de Chelian. Pero se trataba de un violín de verdad, no se estaba imaginando música, como antes.
»Chelo dobló un recodo del camino y se encontró con su hijo. Bajó el violín y la varita de forma parecida a como lo hacía Chelian y le dijo:
»—¡Gerardo!, ¿qué haces? Veo que has dado un largo paseo.
»—Y yo veo que tú paseas mientras tocas el violín, mamá. ¡Qué bonito es! ¿Me ensañarás?
»—¡Claro que sí, cariño!
»—¿Y papá me enseñará a tocar la guitarra?
»—¿También quieres aprender a tocar la guitarra flamenca? Antes no querías, ¿qué mosca te ha picado?
»—Si te lo cuento no me creerás, mamá.
»Chelo miró con mucha atención a Gerardo y se quedó con la boca abierta…
»—Hijo… ¿has visto en el bosque a Chelian del Crepúsculo?
»—¡¡Si!!
»—Yo también la vi una vez, hace muchos años, en este mismo bosque. No he vuelto a verla…
»—Pero ella vive en tu corazón.
»Chelo abrazó a su hijo, y una lágrima de alegría rodó por una de sus mejillas.
»—Es verdad, Gerardo. Creo que es ella la que me inspira con el violín.
»—Sí, ella es... ¡y antes he visto a Guítar de la Tarde!
»—¿Guítar de la Tarde? —Chelo soltó a su hijo y miró sus ojos, sobrecogida.
»—Verás, mamá: Guítar es como Chelian, solo que su luz se parece a la del sol, aunque no deslumbra... bueno, así es como ellos se te muestran, en realidad son fuego en el corazón y luz en la mente, de algunos guitarristas Guítar, y de algunos violinistas Chelian.
»—¡Magnífico, hijo! Me ocuparé de que aprendas guitarra flamenca y violín. ¡Tus dos musas harán de ti un gran músico!
»Gerardo abrazó a su madre y le dio un beso.
—¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado!... ¡a dormir, niños! —Los cuatro cerraron los ojos y tuvieron sueños felices.
Obra con derechos de Autor original de José Enrique Serrano Expósito. Catalogada en el registro de la Propiedad intelectual de Safe Creative.
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Página publicada por: José Antonio Hervás