Cuando
Shelley fue incinerado
—aún veo la lámina aquella
en un libro de historia familiar—,
ardió la zarza bíblica, el ateo
fue ave fénix, poesía en alas:
arde el ahogado,
sobre las llamas se alza el humo,
en la playa tirrena, lejos,
cerca de todo cuanto quiso.
Con un libro de Keats en el bolsillo,
con su cuerpo en el seno del mar,
el poeta fue devuelto a la superficie:
regresan con la marea sus versos
en cada relectura, o en la memoria
—depurados como el cuarzo, inútiles como la
arena—.
Son señales de humo que nos gritan
que irrumpe en nuestras vidas la muerte
y sólo queda, tras el fuego, el recuerdo,
si acaso escapa el arte a las cenizas.
Una pira fugaz es faro, y dura,
aviso a los navegantes: la obra allí
de alguien que cantara a una alondra
y fue hermano de rayas y gaviotas.
El cálido sol, la humedad de las algas
pugnan por corromperlo,
no la tarde que avienta sus cenizas
robando gloria a su romana urna.