—¿Qué
miras?
—Tus ojos.
—¿Mi ojos?
—Los luceros que tiemblan
en la oscuridad de tu rostro.
—¿De qué color son
que no puedo verlos?
—Del color de los silencios.
—¿Acaso tiene color el silencio?
—El color de tus ojos
callados e inmensos.
—¿Y son hermosos?
—Más que un crepúsculo
bordado en oro.
—¿Tus palabras serán mentira?
—Si no me crees,
contempla mi mirada herida.
—¿Son grandes mis ojos?
—Tan grandiosos como el amor
que por mis versos asomo.
—¿Te burlas o me halagas?
—Te digo lo que siento,
y cuanto mi pasión ama.
—¿Tanto te dicen mis ojos?
—Tanto, que cuando me hablan
olvido lamentos y enojos.
—¿No te habrás cegado
mirando el sol de la tarde?
—Tan solo observo
cómo tus ojos arden.
—¿Cómo han de arder
si los siento helados?
—Habrá sofocado su fuego
mi desesperado llanto.
—¿Quizá es que hoy
cansados están mis ojos?
—No preguntes, afirma,
cansados han de estar
de ser tan hermosos.
—Y ahora dime, ¿y si mañana
no desearan volverte a ver?
—No digas eso, insufribles ojos,
que aún la noche es larga
y en ella puedo perecer.