Entonces,
se acercaba hasta la verja lateral del orfanato y lamía
con fruición los barrotes de hierro de aquel metal
frío y áspero que le traía recuerdos
inconcretos, sensaciones más bien, de algo que no conseguía
identificar, pero que era bastante desagradable. Luego, pegaba
su mejilla a las columnas de hierro, para amortiguar el ardor
de aquella mancha color vino que cubría su rostro en
el lado izquierdo, desde la sien hasta la mandíbula.
¿La habría abandonado su madre debido a aquella
mancha? Y volvía a lamer la verja. Así aprendió
a identificar el sabor metálico con el abandono.
Hace quince meses, una familia occidental tramitó
su adopción. Desde el orfanato, enviaron una foto
suya de perfil, del lado derecho, para que no se le viese
la mancha. Entonces, se inició un tiempo que, si
no fue gozoso, le permitió olvidar ese familiar sabor
de abandono. O eso creía.
Ahora esperaba en la estación de tren, donde había
mucho metal por el que pasar la lengua. Su familia adoptiva
se había sentido estafada. Habían buscado
una niña rusa, blanca y rubia, perfecta; pero la
mercancía les había llegado deteriorada y
sólo cabía devolverla a origen.
Irina tragaba y tragaba saliva, pero no conseguía
hacer desaparecer el sabor a abandono, ese antiguo sabor
metálico, frío y áspero, que poco a
poco se iba adueñando de todos sus sentidos.