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relato Jerónimo García Tomás

EL CONTRATO DEL GAS




Saqué la cabeza del horno y miré hacia la entrada de la cocina.
–Joder.
Por supuesto, podría haber pasado del tema. Pero no me apetecía que quien coño fuera me siguiese dando por culo con el timbre mientras tanto. Se suponía que era una experiencia tranquila, ¿no? Que uno ni se enteraba.
Bien, pues si yo me enteraba, ese hijoputa también se iba a enterar.
Salí al comedor ya un poco mareado y abrí la puerta de entrada.
Vi a un tipo trajeado con una carpeta en la mano. Tenía el pelo muy corto y una sonrisa de oreja a oreja tan sincera como las disculpas de un banquero. Era más joven que yo, aunque no lo aparentaba con ese traje y esa pinta tan estirada.
–¿Qué? –dije.
–Buenas, señor. ¿Es usted el propietario o el inquilino de la vivienda?
–¿Qué? –repetí.
–Verá. Me manda Amegas.
–Ajá.
–Estamos haciendo una campaña para responder a todas las quejas que la compañía ha estado recibiendo por el tema de las facturas del gas.
–Yo no me he quejado de nada.
–Bueno, puede que usted no, señor. Pero mucha gente…
–Yo no –insistí.
–Muy bien –dijo él. Y se detuvo un par de segundos a considerar cómo podía volver a entrarme. Me fijé entonces en que llevaba una tarjeta sujeta de una cinta azul que le colgaba del cuello. La tarjeta, a la altura de su pecho, estaba vuelta del revés. Lo que fuera que tenía impreso quedaba oculto. Imaginé que debía dar la impresión de ser algo casual y miré al tipo con más atención mientras él se arrancaba de nuevo–. Verá, el caso es que la compañía nos manda para asegurarnos de que se le está cobrando lo que es justo.
–¿Ah, sí?
–Así es. –Mi duda hizo que su sonrisa, algo desvaída un momento antes, recobrara energías–. Podría ver alguna de sus facturas del gas.
–¿Alguna factura?
–Sí, señor. Para ver qué tipo de servicio se le está aplicando y si puede darse el caso de que exista algún otro modelo de contrato que le resulte más beneficioso.
–¿Más beneficioso?
–Así es. Existen contratos ahora mismo que…
–¿Más beneficioso para qué?
–Bueno, no puedo asegurárselo hasta que no vea su factura. Pero quizás pueda usted solicitar algún tipo de contrato con el que pagaría menos de lo que paga en la actualidad.
–¿Quieres decir que estoy pagando más de lo que debería?
–Es una posibilidad. Si me deja echar un vistazo a su factura…
–Pasa –le dije.
No tardó un segundo en atravesar la entrada. Cerré la puerta y le señalé una silla y abrí el cajón de la cómoda donde guardaba las facturas atrasadas. Saqué una del gas y se la pasé.
–Lo que imaginaba –dijo.
–¿Qué imaginaba?
–El tipo de contrato que usted tiene. Es de los antiguos. Por eso le están cobrando más de lo que pagaría con uno de los nuevos.
–Ya.
Me miró dubitativo. Había confiado en que yo mostrase más interés ahora, y al ver sus expectativas frustradas le costó un poquito volver a la carga. Como si hubiese dado un tropezón con una piedra semienterrada.
–Verá –dijo–, sé que estaría usted interesado en hacerse un nuevo contrato que tuviese más en cuenta su consumo real.
–Mi consumo real –dije.
–Sí.
Entonces arrugó un poco la nariz. Miró a un lado y a otro como si oyese el zumbido de una mosca y no lograse decidir de dónde venía.
–¿No huele usted algo?
–¿El qué?
Arrugó más la nariz. Varias veces y muy deprisa, igual que un conejo.

 
–No sé. Huele como a…
–¿A gas?
–Sí.
–Debe de ser en casa del vecino –dije.
–Pero… –Su atención se fijó en la entrada de la cocina–. ¿No le parece…?
–¿Qué decías del contrato?
–¿Eh? Ah, sí. Estoy seguro de que estaría interesado…
–¿Por qué?
–Bueno, el importe de sus facturas bajaría. Se le empezaría a cobrar bimensualmente y el coste de las tarifas fijas se reduciría. Usted no gasta tanto gas como para seguir manteniendo el tipo viejo, ¿entiende? Yo podría cambiar ahora mismo su tipo de contrato y automáticamente comenzaría usted a beneficiarse de las ventajas.
Mientras decía esto abrió su carpeta y extrajo un par de hojas con un formulario impreso.
–Sus datos están ya anotados.
–¿Ah, sí?
–Lo hacemos por si acaso. De este modo, cuando hemos de hacer un contrato nuevo en la ruta que tenemos asignada, no perdemos tiempo redactándolo. Ya lo tenemos todo aquí.
–Ajá.
Mi falta de entusiasmo quitó algo de vivacidad a su mímica, pero él dejó igualmente el contrato en la mesa y acto seguido hizo aparecer un bolígrafo del bolsillo superior de su chaqueta. Me plantó el bolígrafo delante.
–Si es tan amable. La compañía estará encantada de ver resuelto el problema de su situación actual.
–Mi situación –dije.
–Exacto –dijo.
Un vistazo superficial al documento me bastó para encontrar lo que andaba buscando.
–Ahí dice Gasterra. –Señalé con el índice la hoja sobre la mesa.
–Ah. –Él gesto se le descompuso ligeramente, pero era un chico bien entrenado y enseguida salió del bache según el manual–. ¿No le había dicho que venía de parte de Gasterra?
–Me has dicho que venías de parte de Amegas, la compañía que tengo contratada.
–No. Debe de haber habido un malentendido. Yo he venido a ofrecerle un contrato con Gasterra. Un contrato que, como usted comprobará, le resultará más beneficioso y se ajustará mucho más a sus necesidades que el que tiene con…
–Enséñame tu identificación –dije–. Esa tarjetita que llevas. Dale la vuelta.
Dio la vuelta a la tarjeta para que viese el logotipo de Gasterra.
–¿Por qué llevabas la tarjeta vuelta del revés?
–¿Qué? –me dijo. Todo inocencia–. No sabía que la llevaba vuelta del revés.
–Te presentas aquí diciendo que eres de mi compañía para que te deje pasar. Me haces creer que estoy cambiando el contrato con mi propia compañía cuando en realidad estoy contratando una nueva. Y se supone que no voy a enterarme hasta ¿cuándo? ¿Hasta que reciba la primera factura?
–Oiga, como ya le digo, debe de haber un error. Yo no sé qué habrá entendido usted, pero yo desde el principio le he dicho…
Le solté un bofetón.
No fue terriblemente fuerte, pero sí bastante fuerte. Se le puso la mejilla roja y eso.
El chico se quedó blanco y me miró con la boca abierta. La mandíbula se le movió un poco arriba y abajo. Un movimiento algo tonto, porque estaba claro que no iba a decir nada más. Cuando reaccionó, lo primero que consiguió hacer fue llevarse el bolígrafo que aún sostenía en la mano de vuelta al bolsillo de la chaqueta.
Entonces le volví a abofetear. Misma mano, misma mejilla.
Esta vez sí iba a reaccionar. Estaba dispuesto a indignarse. A cantarme las cuarenta. Antes de que pudiese hacer nada de eso le agarré de las solapas con una mano y con la otra le saqué el bolígrafo del bolsillo. Lo empujé hacia atrás y me incliné sobre la mesa.
Cuando hube firmado el contrato lo cogí y se lo pasé junto con el bolígrafo.
Sus ojos se abrieron de par en par. Estaba más sorprendido ahora que después de la primera bofetada. Pero sin pensar en lo que debía o no debía hacer me cogió ambas cosas de las manos y las apoyó en su carpeta.
Lo acompañé hasta la salida. Le puse la mano en el hombro y le abrí la puerta y lo empujé suave y delicadamente hasta la calle y cerré tras él. Luego volví a la cocina.
El olor era más intenso allí.
Este relato está incluido en el libro “Trama de grises” (Ediciones Contrabando).

Relatos seleccionados por el narrador© Jerónimo García Tomás, para su publicación en la revista mis Repoelas:




El contrato del gas


La charca


Terrones de azúcar


 


Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras