EL
CONTRATO DEL GAS
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Saqué
la cabeza del horno y miré hacia la entrada de la cocina.
–Joder.
Por supuesto, podría haber pasado del tema. Pero no
me apetecía que quien coño fuera me siguiese
dando por culo con el timbre mientras tanto. Se suponía
que era una experiencia tranquila, ¿no? Que uno ni
se enteraba.
Bien, pues si yo me enteraba, ese hijoputa también
se iba a enterar.
Salí al comedor ya un poco mareado y abrí la
puerta de entrada.
Vi a un tipo trajeado con una carpeta en la mano. Tenía
el pelo muy corto y una sonrisa de oreja a oreja tan sincera
como las disculpas de un banquero. Era más joven que
yo, aunque no lo aparentaba con ese traje y esa pinta tan
estirada.
–¿Qué? –dije.
–Buenas, señor. ¿Es usted el propietario
o el inquilino de la vivienda?
–¿Qué? –repetí.
–Verá. Me manda Amegas.
–Ajá.
–Estamos haciendo una campaña para responder
a todas las quejas que la compañía ha estado
recibiendo por el tema de las facturas del gas.
–Yo no me he quejado de nada.
–Bueno, puede que usted no, señor. Pero mucha
gente…
–Yo no –insistí.
–Muy bien –dijo él. Y se detuvo un par
de segundos a considerar cómo podía volver a
entrarme. Me fijé entonces en que llevaba una tarjeta
sujeta de una cinta azul que le colgaba del cuello. La tarjeta,
a la altura de su pecho, estaba vuelta del revés. Lo
que fuera que tenía impreso quedaba oculto. Imaginé
que debía dar la impresión de ser algo casual
y miré al tipo con más atención mientras
él se arrancaba de nuevo–. Verá, el caso
es que la compañía nos manda para asegurarnos
de que se le está cobrando lo que es justo.
–¿Ah, sí?
–Así es. –Mi duda hizo que su sonrisa,
algo desvaída un momento antes, recobrara energías–.
Podría ver alguna de sus facturas del gas.
–¿Alguna factura?
–Sí, señor. Para ver qué tipo de
servicio se le está aplicando y si puede darse el caso
de que exista algún otro modelo de contrato que le
resulte más beneficioso.
–¿Más beneficioso?
–Así es. Existen contratos ahora mismo que…
–¿Más beneficioso para qué?
–Bueno, no puedo asegurárselo hasta que no vea
su factura. Pero quizás pueda usted solicitar algún
tipo de contrato con el que pagaría menos de lo que
paga en la actualidad.
–¿Quieres decir que estoy pagando más
de lo que debería?
–Es una posibilidad. Si me deja echar un vistazo a su
factura…
–Pasa –le dije.
No tardó un segundo en atravesar la entrada. Cerré
la puerta y le señalé una silla y abrí
el cajón de la cómoda donde guardaba las facturas
atrasadas. Saqué una del gas y se la pasé.
–Lo que imaginaba –dijo.
–¿Qué imaginaba?
–El tipo de contrato que usted tiene. Es de los antiguos.
Por eso le están cobrando más de lo que pagaría
con uno de los nuevos.
–Ya.
Me miró dubitativo. Había confiado en que yo
mostrase más interés ahora, y al ver sus expectativas
frustradas le costó un poquito volver a la carga. Como
si hubiese dado un tropezón con una piedra semienterrada.
–Verá –dijo–, sé que estaría
usted interesado en hacerse un nuevo contrato que tuviese
más en cuenta su consumo real.
–Mi consumo real –dije.
–Sí.
Entonces arrugó un poco la nariz. Miró a un
lado y a otro como si oyese el zumbido de una mosca y no lograse
decidir de dónde venía.
–¿No huele usted algo?
–¿El qué?
Arrugó más la nariz. Varias veces y muy deprisa,
igual que un conejo.
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–No
sé. Huele como a…
–¿A gas?
–Sí.
–Debe de ser en casa del vecino –dije.
–Pero… –Su atención se fijó
en la entrada de la cocina–. ¿No le parece…?
–¿Qué decías del contrato?
–¿Eh? Ah, sí. Estoy seguro de que estaría
interesado…
–¿Por qué?
–Bueno, el importe de sus facturas bajaría. Se
le empezaría a cobrar bimensualmente y el coste de
las tarifas fijas se reduciría. Usted no gasta tanto
gas como para seguir manteniendo el tipo viejo, ¿entiende?
Yo podría cambiar ahora mismo su tipo de contrato y
automáticamente comenzaría usted a beneficiarse
de las ventajas.
Mientras decía esto abrió su carpeta y extrajo
un par de hojas con un formulario impreso.
–Sus datos están ya anotados.
–¿Ah, sí?
–Lo hacemos por si acaso. De este modo, cuando hemos
de hacer un contrato nuevo en la ruta que tenemos asignada,
no perdemos tiempo redactándolo. Ya lo tenemos todo
aquí.
–Ajá.
Mi falta de entusiasmo quitó algo de vivacidad a su
mímica, pero él dejó igualmente el contrato
en la mesa y acto seguido hizo aparecer un bolígrafo
del bolsillo superior de su chaqueta. Me plantó el
bolígrafo delante.
–Si es tan amable. La compañía estará
encantada de ver resuelto el problema de su situación
actual.
–Mi situación –dije.
–Exacto –dijo.
Un vistazo superficial al documento me bastó para encontrar
lo que andaba buscando.
–Ahí dice Gasterra. –Señalé
con el índice la hoja sobre la mesa.
–Ah. –Él gesto se le descompuso ligeramente,
pero era un chico bien entrenado y enseguida salió
del bache según el manual–. ¿No le había
dicho que venía de parte de Gasterra?
–Me has dicho que venías de parte de Amegas,
la compañía que tengo contratada.
–No. Debe de haber habido un malentendido. Yo he venido
a ofrecerle un contrato con Gasterra. Un contrato que, como
usted comprobará, le resultará más beneficioso
y se ajustará mucho más a sus necesidades que
el que tiene con…
–Enséñame tu identificación –dije–.
Esa tarjetita que llevas. Dale la vuelta.
Dio la vuelta a la tarjeta para que viese el logotipo de Gasterra.
–¿Por qué llevabas la tarjeta vuelta del
revés?
–¿Qué? –me dijo. Todo inocencia–.
No sabía que la llevaba vuelta del revés.
–Te presentas aquí diciendo que eres de mi compañía
para que te deje pasar. Me haces creer que estoy cambiando
el contrato con mi propia compañía cuando en
realidad estoy contratando una nueva. Y se supone que no voy
a enterarme hasta ¿cuándo? ¿Hasta que
reciba la primera factura?
–Oiga, como ya le digo, debe de haber un error. Yo no
sé qué habrá entendido usted, pero yo
desde el principio le he dicho…
Le solté un bofetón.
No fue terriblemente fuerte, pero sí bastante fuerte.
Se le puso la mejilla roja y eso.
El chico se quedó blanco y me miró con la boca
abierta. La mandíbula se le movió un poco arriba
y abajo. Un movimiento algo tonto, porque estaba claro que
no iba a decir nada más. Cuando reaccionó, lo
primero que consiguió hacer fue llevarse el bolígrafo
que aún sostenía en la mano de vuelta al bolsillo
de la chaqueta.
Entonces le volví a abofetear. Misma mano, misma mejilla.
Esta vez sí iba a reaccionar. Estaba dispuesto a indignarse.
A cantarme las cuarenta. Antes de que pudiese hacer nada de
eso le agarré de las solapas con una mano y con la
otra le saqué el bolígrafo del bolsillo. Lo
empujé hacia atrás y me incliné sobre
la mesa.
Cuando hube firmado el contrato lo cogí y se lo pasé
junto con el bolígrafo.
Sus ojos se abrieron de par en par. Estaba más sorprendido
ahora que después de la primera bofetada. Pero sin
pensar en lo que debía o no debía hacer me cogió
ambas cosas de las manos y las apoyó en su carpeta.
Lo acompañé hasta la salida. Le puse la mano
en el hombro y le abrí la puerta y lo empujé
suave y delicadamente hasta la calle y cerré tras él.
Luego volví a la cocina.
El olor era más intenso allí. |
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Este
relato está incluido en el libro “Trama
de grises” (Ediciones Contrabando). |
Relatos seleccionados por el narrador©
Jerónimo García Tomás, para su publicación en la revista mis Repoelas:
El contrato del gas
La charca
Terrones de azúcar
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