Mi
madre tenía mano para la repostería: conseguía
aromas delicados, texturas impensables, sabores de matices
sorprendentes. Mi hermana se volvía loca con sus crepes,
sus tartas extasiaban a mi padre y a mí me pirraban
las magdalenas.
Uno de sus maravillosos postres era una tarta de queso con
rayaduras de coco por encima a la que llamaba «delicias
de coco», argumentando que aunque era una tarta, si
la probabas no podrías comerte sólo un trozo,
de ahí el plural y era cierto: sistemáticamente
devorábamos una porción y después otra,
como un ritual.
Horneó la última tarta el día de sus
bodas de plata. Tras la cena repartió su exquisita
tarta y todos repetimos, excepto mi padre, que rechazó
el segundo trozo que ella le ofrecía:
—Tengo que deciros algo.