Un
deseo, un anhelo, ocupaba a diario cada pensamiento del joven
Pedro, apenas un niño: volar. Era tal su obsesión,
que cada madrugada, cuando ni tan siquiera el gallo del corral
había entonado su canto, el pequeño daba un
salto de su cama, antes de que nadie despertase, y corría
al techo del granero. «
Si
me lanzo desde aquí, volaré»
Así que gateaba por la vieja escalera carcomida
hasta subir al tejado. Elevaba sus brazos al viento y se
concentraba, sumido en sus pensamientos, en ser pájaro.
En su mente, sus manitas iban sustituyendo dedos por plumaje
y sus brazos se volvían ligeros y alados. Su cuerpo
continuaba con la transformación y, por último,
su pecosa y traviesa carita se encogía y encogía,
hasta que el pico sobresalía. Luego se veía
a sí mismo dando un salto y agitando con fuerza sus
recién estrenadas alas, para así, al fin,
emprender el ansiado vuelo. Pero éste jamás
llegaba, y Pedro volvía a la realidad de su cuerpo
humano, al golpearse una y otra vez con el suelo, por suerte,
no muy lejano, y siendo engullido a diario, por un montón
de heno que le esperaba, y que su padre había colocado
en el lugar, a petición de su madre, pues…
los niños, no vuelan.
Tal era su necesidad de surcar el cielo, que ni en las
noches su mente descansaba. Al cerrar los ojos cada noche,
el sueño lo envolvía haciéndole sentir
ligero como una pluma. Si agudizaba su mirada, apreciaba
bajo su cuerpo la forma de las montañas y el brillo
del mar, las lomas de las colinas y el ganado que pasta,
sereno, en el valle. Hasta que el amargo despertar le hacía
sentarse de golpe en su cama, con alguna lágrima
traicionera que nublaba su vista.
Pero aquella noche algo cambió. Tuvo un sueño
en el que saltaba desde mucha más altura, la suficiente
para que, la transformación, pudiese llevarse a cabo.
La solución llegaba como un regalo envuelto en una
sonrisa. Cuanto más lo pensaba, más convencido
estaba de que resultaría; y a pesar de que su familia
no creía en él, y su padre incluso le había
dicho que debía de dejar de creer en cuentos para
niños e historias de brujas, él sentía
que debía intentarlo.
Apenas se vistió con lo necesario, corrió
con toda la rapidez que sus cortas piernas le permitían,
el corazón latiendo tan a prisa que ya parecía
estar en pleno vuelo. Y recordó el risco del río.
Alto, empinado, peligroso y poco transitado. Siguió
corriendo a pesar de la fatiga y, al fin, plantó
las rodillas en la tierra, a escasos metros del borde del
saliente sobre el río. Tan agitada era su respiración,
que las aves cercanas emprendieron el vuelo.
Despacio, con la mirada al frente, se acercó al
borde de aquel elevado saliente, hasta que notó que
sus rodillas no podían apenas sujetarle. No miraría
abajo. No todavía. Respiró hondo y comenzó
primero a visualizar en su mente, una vez más, cómo
su cuerpo realizaba la transformación. Pero esta
vez, cuando el pequeño pico apareció en su
carita, movilizó sus brazos a pesar de que no eran
alas… y saltó.
No era la sensación que él esperaba. Apenas
podía respirar, tenía miedo, no conseguía
abrir los ojos, agitaba sus alas, pero solo encontró
brazos. El ruido del agua golpeando con rabia las piedras
a pocos metros ya de él. Iba a morir. Iba a morir
sin poder mostrar a su padre que volar era posible. Llevó
sus brazos humanos al rostro y lo cubrió en un inútil
intento de protegerse y lloró.
Fue justo en ese instante que sintió un fuerte pellizco
en sus hombros y un cosquilleo intenso en el estómago,
mientras sentía cómo se elevaba. Sorprendido
abrió los ojos y vio que el agua del río se
alejaba y el cielo lo recibía con ansia. Notaba la
opresión en sus hombros y un fuerte viento a ambos
lados de su cabeza. Al mirar hacia arriba, observó
cómo un águila inmensa y majestuosa lo había
tomado entre sus garras fuertes y lo elevaba a su nido de
forma contundente. No sintió miedo. Al fin, estaba
volando.
Con cuidado, la inmensa criatura lo colocó sobre
su nido y le protegió el cuerpo con sus alas en un
gesto protector. Poco a poco, de forma lenta, el águila
comenzó a cambiar su forma ante la atónita
mirada del niño. Su gran pico curvo se reducía,
sus ojos agrandaban, su cabeza crecía y sus alas
menguaban. Su cuerpo se alargaba, y unas manos le abrazaban.
— Gracias por salvarme la vida, papá.