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relato de Margarita Hans Palmero

VOLAR



Un deseo, un anhelo, ocupaba a diario cada pensamiento del joven Pedro, apenas un niño: volar. Era tal su obsesión, que cada madrugada, cuando ni tan siquiera el gallo del corral había entonado su canto, el pequeño daba un salto de su cama, antes de que nadie despertase, y corría al techo del granero. «Si me lanzo desde aquí, volaré»

Así que gateaba por la vieja escalera carcomida hasta subir al tejado. Elevaba sus brazos al viento y se concentraba, sumido en sus pensamientos, en ser pájaro. En su mente, sus manitas iban sustituyendo dedos por plumaje y sus brazos se volvían ligeros y alados. Su cuerpo continuaba con la transformación y, por último, su pecosa y traviesa carita se encogía y encogía, hasta que el pico sobresalía. Luego se veía a sí mismo dando un salto y agitando con fuerza sus recién estrenadas alas, para así, al fin, emprender el ansiado vuelo. Pero éste jamás llegaba, y Pedro volvía a la realidad de su cuerpo humano, al golpearse una y otra vez con el suelo, por suerte, no muy lejano, y siendo engullido a diario, por un montón de heno que le esperaba, y que su padre había colocado en el lugar, a petición de su madre, pues… los niños, no vuelan.

Tal era su necesidad de surcar el cielo, que ni en las noches su mente descansaba. Al cerrar los ojos cada noche, el sueño lo envolvía haciéndole sentir ligero como una pluma. Si agudizaba su mirada, apreciaba bajo su cuerpo la forma de las montañas y el brillo del mar, las lomas de las colinas y el ganado que pasta, sereno, en el valle. Hasta que el amargo despertar le hacía sentarse de golpe en su cama, con alguna lágrima traicionera que nublaba su vista.

Pero aquella noche algo cambió. Tuvo un sueño en el que saltaba desde mucha más altura, la suficiente para que, la transformación, pudiese llevarse a cabo. La solución llegaba como un regalo envuelto en una sonrisa. Cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que resultaría; y a pesar de que su familia no creía en él, y su padre incluso le había dicho que debía de dejar de creer en cuentos para niños e historias de brujas, él sentía que debía intentarlo.

Apenas se vistió con lo necesario, corrió con toda la rapidez que sus cortas piernas le permitían, el corazón latiendo tan a prisa que ya parecía estar en pleno vuelo. Y recordó el risco del río. Alto, empinado, peligroso y poco transitado. Siguió corriendo a pesar de la fatiga y, al fin, plantó las rodillas en la tierra, a escasos metros del borde del saliente sobre el río. Tan agitada era su respiración, que las aves cercanas emprendieron el vuelo.

Despacio, con la mirada al frente, se acercó al borde de aquel elevado saliente, hasta que notó que sus rodillas no podían apenas sujetarle. No miraría abajo. No todavía. Respiró hondo y comenzó primero a visualizar en su mente, una vez más, cómo su cuerpo realizaba la transformación. Pero esta vez, cuando el pequeño pico apareció en su carita, movilizó sus brazos a pesar de que no eran alas… y saltó.

No era la sensación que él esperaba. Apenas podía respirar, tenía miedo, no conseguía abrir los ojos, agitaba sus alas, pero solo encontró brazos. El ruido del agua golpeando con rabia las piedras a pocos metros ya de él. Iba a morir. Iba a morir sin poder mostrar a su padre que volar era posible. Llevó sus brazos humanos al rostro y lo cubrió en un inútil intento de protegerse y lloró.

Fue justo en ese instante que sintió un fuerte pellizco en sus hombros y un cosquilleo intenso en el estómago, mientras sentía cómo se elevaba. Sorprendido abrió los ojos y vio que el agua del río se alejaba y el cielo lo recibía con ansia. Notaba la opresión en sus hombros y un fuerte viento a ambos lados de su cabeza. Al mirar hacia arriba, observó cómo un águila inmensa y majestuosa lo había tomado entre sus garras fuertes y lo elevaba a su nido de forma contundente. No sintió miedo. Al fin, estaba volando.

Con cuidado, la inmensa criatura lo colocó sobre su nido y le protegió el cuerpo con sus alas en un gesto protector. Poco a poco, de forma lenta, el águila comenzó a cambiar su forma ante la atónita mirada del niño. Su gran pico curvo se reducía, sus ojos agrandaban, su cabeza crecía y sus alas menguaban. Su cuerpo se alargaba, y unas manos le abrazaban.

— Gracias por salvarme la vida, papá.

 

Relatos seleccionados por la narradora © Margarita Hans Palmero, para su publicación en la revista mis Repoelas:


Bajo el sol de trigo verde


Como una espiga de trigo verde


Volar




 


Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras