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Que los muertos entierren a los muertos.
La iglesia neorrománica donde me bautizaron
está solo a unos pasos del viejo cementerio.
Un camino asfaltado, sin árboles, sin sombra,
une el primer lugar y el último. Es muy grande
la tentación de unirlos también en el poema,
y así se anudaría un hilo de palabras
en torno a una metáfora: el camino
de la vida a la muerte es corto y es vulgar.
No falta además cierto lirismo resignado
en ese cementerio anodino, tranquilo
como la galería de casa de la abuela.
Y hay paz. Uno se siente a gusto allí,
donde tumbas y nombres con sus fechas
inspiran un discreto, decoroso estoicismo.
Pero es una paz lánguida, indecisa.
Flota como una nube, y se parece más
a una cansada tregua entre dos guerras
que al júbilo sereno,
a la gozosa calma de quien sabe
que la muerte ya ha sido derrotada.
Que los muertos entierren a los muertos.
Que los vivos recojan lo que siembren.
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