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Hay paisajes que esperan la mirada.
La del que anduvo lejos de su casa
por caminos oscuros, tal vez claros,
pero siempre revueltos como un río
que se abraza a la forma de la tierra
y deja que sus aguas se remansen
en meandros cobrizos, hondos pozos
teñidos por las hojas de los sauces.
Uno que recorrió lentas llanuras,
apaciguadas por una luz tenue,
donde oleaban, bruscos, los maizales,
para romper contra una valla blanca,
y más allá las huertas, los manzanos,
la callada agonía de las rosas,
y una ventana abierta y un hogar
donde alguien canta o tiende la colada
y las generaciones se suceden
con mansedumbre, con fidelidad.
Por caminos oscuros, tal vez claros,
el que ni siquiera sabe su nombre
se fatiga en las tardes, se evapora
con las nubes, él mismo es una nube
herida por el viento del oeste.
El que siempre camina y nunca sabe,
nunca sabe por qué, llega a un lugar
donde siente de pronto que sus ojos
han encontrado aquello que esperaba.
Y celebran su encuentro y lo que espera
se complace ahora en ser hallado,
pues el tiempo de hallar es también tiempo
de celebrar, es tiempo consagrado
a la celebración. Y la mirada
se vierte ahora en esta paz de encinas,
de raíces y copas hechas luz,
como si la quisiera fecundar.
Porque amar con los ojos es amar
con el cuerpo y el alma, a la manera
de Dios. Dar vida a aquello que se ama.
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