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No recuerdo ni el nombre de aquel pueblo.
Era un burgo dormido y mesetario
donde entramos a hacer un alto y descansar.
Nos dimos una vuelta por sus calles estrechas
y fuimos a parar a una plaza, en el centro,
pequeña y sombreada por árboles frondosos.
Nos sentamos en una terraza. Los gorriones
daban saltos audaces, al acecho
de las patatas fritas. Luz y sombra se unían
para trenzar extrañas filigranas.
Hacía fresco. Nada más. Nos fuimos
para continuar el viaje. Nunca he vuelto.
Y no recuerdo el nombre de aquel pueblo:
juro que no es un truco literario.
Sin embargo, ya llevo mucho tiempo
intentando dar forma a este poema.
No encuentro las palabras que den fe
de aquella paz callada, aquel sosiego
bajo la sombra. El tiempo y los recuerdos huyen,
pero hay lugares como aquel villorrio
que insisten en quedarse en la memoria
porque tal vez nos han sido otorgados
como señal. Nos salen al encuentro.
Esperan. Pasan años a veces sumergidos
en nuestros pensamientos, como en un lago turbio,
pero de pronto afloran. Y entendemos,
hasta donde podemos entender,
que aquello que está fuera del tiempo y de la muerte
se digna aparecer cuando no lo esperamos
para ofrecerse, y traza signos y nos dirige
con amable inquietud, con belleza que alerta.
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