Impresiones
de un arquero
«Nosotros
no llegamos a disparar. Nos contentamos con la intención,
con el ademán, porque toda la estética del arquero
está en el gesto».
(G. Diego)
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Si alguien
nos hubiera dicho lo cruel que resulta soñar con lo
que no se ve. Con lo perdido. Si alguien, aunque tan sólo
fuera por azar, nos advirtiera de la ausencia y sus regiones
tenues, de su palidez extraña. Si hubiéramos
sabido, antes de hoy, cómo mirar sin implicarnos, cómo
observar los objetos de nuestro alrededor sin que nos tomen,
sin que penetren con sus figuras sólidas en un desprotegido
y débil interior. Si nos hubieran advertido, en fin,
cuánto quema el fuego, mucho antes de quemarnos.
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Entonces, sólo
entonces, cuando nos rozaran los ojos de los otros, cuando
esa única y fugaz mirada que descifra el mundo se encontrara,
de modo inevitable, delante nuestro, no osaría abrasarnos.
Ni intentaría siquiera asaltar nuestro rostro, como
quien clava en él una incertidumbre o un trozo de obsesión.
Sería como estar a resguardo, revestidos de quién
sabe qué conciencia o suerte, cual poderosa esfinge
inmune a todo roce, atrincherada contra el latido que nos
arranca lo intangible.
Pero sólo hay un modo de alcanzar semejante privilegio,
de acceder a esa serena acequia donde bebemos de un violento
trago todos los dones que únicamente nos prestaría
la antigüedad; asomarnos a su fondo, aunque sea negro;
tocar sus aguas, aunque sean resbaladizas y nos manche, a
veces tanto, con su estigma líquido, con sus gotas
de humedad.
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No estaba protegida cuando
oí reírse a Ernesto. Yo había dicho no
sé qué tontería y sin embargo él
reía abiertamente. Durante unos segundos lo miré.
Y sentí de golpe que sus grandes labios habían
hundido en mí una presencia sólida, casi material.
El estómago es una de las cosas, ya se sabe, que me
delatan pronto, que me sobrecogen más. Aunque calló
enseguida para no interrumpirme, y el silencio restableciera
mis palabras, un nudo se había instalado en las paredes
de mi vientre tras reconocer en la risa de Ernesto un afecto
súbito, alguna inexplicable simpatía que desperté
sin hacer nada, apenas sin motivo.
Una extraña proporción de placer se agitó,
instantáneamente, en mí: su rostro me mostraba
una devoción sin concesiones y, al fin y al cabo, pensé,
por qué iba a hacerle frente a semejante vanidad.
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Desde ese día
esperaba verlo caminar por el pasillo, alrededor de las siete
de la tarde, con habitual exactitud. La mirada distraída,
como ausente, esquiva tal vez. Y los pasos cortos, para que
no lo oyera entrar en la sala, y acomodarse en espera de la
próxima reunión. Lo hacía adrede, con
intención calculada. Pero yo lo complacía siempre
simulando no haberlo visto. Incluso me mostraba sorprendida
al saludar. Algunas veces, sin embargo, debió notarme
una pequeña fuga hacia la infancia, un inocente y torpe
nerviosismo. Pero asimismo tales incidentes lograron transmutarse
en gesto útil, en ademán que a sus ojos me hizo
dulce, vulnerable a su compañía, quizás.
Mas, amén de esos primeros instantes, nuestros perfiles,
voluntariamente fríos, hieráticos de veras en
su actitud, no se encontraban casi nunca en el transcurso
de la reunión. Cada uno se esforzaba en mirar al otro
sin ser visto, de reojo, ocultándose tras los demás.
Cuando era Ernesto quien miraba yo agachaba enseguida la cabeza.
Cuando observaba, por el contrario, yo, era él quien
me escondía sus ojos, con discreción delicada.
En aquellos momentos, y a pesar de que varias veces, por mor
de la curiosidad o la inquietud nos cazáramos al vuelo,
no percibí sino un pequeño devaneo que solidificó,
eso sí, nuestros instintos, construyendo en el juego
un espacio feliz donde morar, como si fuéramos realmente
otros, y nuestra piel nos regalara un dominio nuevo, una segunda
oportunidad. Creo que ambos descuidamos, bajo esa nueva vestidura
toda prudencia, aun conscientes del halo de misterio que cuajaba
en atmósfera, y cuya lluvia pronto empezaría
a desatar.
Ciertos días coincidimos al final de la reunión.
No demasiados, claro está. Parecería así
que fueran coincidencias, predestinaciones espontáneas
ajenas a nuestras propias intenciones. Bajábamos juntos
en el mismo ascensor. Sorteábamos los escalones de
la entrada sin hablarnos, y caminábamos, como dos desconocidos,
en busca del primer taxi. Él nunca sabrá que
mi verdadera ruta quedaba en otra dirección, totalmente
contraria a la suya, y que en el cruce donde solía
bajarme tomaba luego, a veces con desidia, un autobús
de regreso hacia mi casa. Cada noche semejante conté,
al llegar, las palabras que habíamos cruzado, y nunca
logré pasar de seis. Pero jamás existió
en mí la sensación de haber perdido el tiempo;
al contrario, creí desde entonces en otro código
o lenguaje cuyo tiempo es inasible, y cuyos verbos se escuchan
en algún lugar semejante a la noche, enredados en silencio
estricto. Ahora juraría que acaso entre sus sílabas
pequeñas amanece, de algún modo, la inmensidad.
Lo que ocurrió después ya lo imaginas. No deja
de ser simple la conclusión de un deseo cuya frontera
no se traza de antemano, y al que damos más calor para
que así desborde y aniquile. Caímos en la inocencia,
y en su trampa, habíamos frecuentado una tentación
ingenua, sin malicia, hasta que sus paredes lograron atraparnos
sin posibilidad alguna de volver atrás.
Juro que fui la primera en sorprenderme. Me había acercado
a Ernesto sin otra intención que alimentarnos la mirada,
la compañía sencilla y silenciosa, sin otro
objetivo que no fuera responder a sus instintos dulces cada
vez que acudían sobre mí. No era, desde luego,
un acoso insalvable, ni un peso del que no pudiera verme libre
con sólo hacerme indiferente a él. Quien me
acosaba, cuesta creerlo, era justamente yo. Sospeché
enseguida que el placer de aquella situación rozaba
lo imposible, y que en ese inalcanzable gesto había
un abismo cuya atracción no quise resistir. No sé
por qué esa tendencia absurda a cruzar sus puertas
sabiendo que nos vamos a perder, ni qué sentido tiene
habitar sus fondos negros con la seguridad de que en su centro
y sin piedad habremos de morir.
Correspondí a las miradas de Ernesto. Hice lo posible
porque se acercara más a mí, por quedarnos solos
con excusas convincentes, y por mostrarle, por encima de otra
cosa, mi predisposición a su interés. Todo iba
sobre ruedas. Me sentía complacida por la mutua decisión
de descubrirnos, lentamente, abocados a un universo grande
y conocido cuyo término anidaba, nervioso, en algún
lugar del interior. Giraba el mundo en torno a sus encuentros,
fugacísimos remansos donde bebí la luz y consumí
a la vez sabor amargo, y el cosmos que había tejido
alrededor de su estatura se reordenaba, extraño a leyes
u obediencia, sin que pudiera sujetarlo. Creo que en el fondo
había llegado el día en que probar los afeites
del infierno, y que su fuego se presentó en sus ojos
para hacer cumplir una sentencia: todo cazador acaba siendo,
como tú mismo dices, un arma rota que yace al borde
de la pieza, acribillado por el volumen de su propio trofeo.
De tanto perseguir al animal uno se acostumbra a sus jadeos,
da tiempo de admirar la ágil compostura de su cuerpo,
y de sentir que en cada palmo de su huida crece el placer
que se cobra al alcanzarla. Cuando al fin cae, delante nuestro,
el cazador comprende que muerte y regocijo asoman a sus ojos
sin jerarquías, y que en algún lugar que de
pronto se despierta amábamos celosamente al objeto
acorralado. Acepté sin reservas el brusco revés
que me aguardaba, y esperé con paciencia a que la vanidad
del primer día se convirtiera en lecho triste, desposeída
de sus razones y entregada a la insensatez. |
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No sabría
decirte en qué momento fui consciente de una dolorosa
contingencia: ¿y cuando Ernesto se marchara? ¿y
cuando diera fin a su misión en esta empresa y tomara
el vuelo hacia París? ¿dónde descansar
entonces el hueco de mis ojos, dónde reposar de esa
oquedad profunda que su ausencia escarbaría dentro
de mí? El, probablemente, olvidará temprano.
Un sencillo afecto muere sin traumas lejos del sitio donde
nació, sin echar de menos la simpatía que nunca
poseyó del todo, y es ese vacío en la memoria
quien fortalece su despedida. En cambio, he ahí la
diferencia, sus huellas estaban destinadas a no dejarme en
paz. Si alguien quisiera revisar nuestros gestos, enseguida
hallaría la razón: he oído decir que
la ficción es un riesgo cuyas garras más vale
no probar, y qué sus plácidas regiones son en
verdad un pantanoso río en cuyos límites no
nos es dado descanso alguno. Si la lluvia arrecia no hay linderos
que él no lleve debajo de sus brazos, mientras las
torpes manos de cualquiera apenas pueden contener otra cosa
que no sean sus propias y asustadas palmas.
La complacencia en las aguas inasibles es peligrosa, mejor
aún, es un espejo de sentidos cuya satisfacción
y tacto provee el diablo. Cómo se explica, si no, que
me llevaran sobre su lomo los aluviones, las urgentes riadas,
de mi propia y movediza imaginación. De qué
otro modo, entonces, podríamos admitir esa justicia
extraña que torna en inolvidable lo inventado, en sutil
cárcel de espumas la creación. Mi temor iba
a originarse, precisamente, en la comprobación de esta
raíz, invisible pero eficaz, desconocida pero implacable:
el Ernesto que había reído a mis palabras se
esfumaría con la levedad del humo tras un breve vuelo
hacia París; pero el que yo misma había trazado,
delineando día tras día su presencia fugaz,
construyendo solitariamente en ese oscuro espacio no sé
bien si del amor o del deseo, ése se quedaría,
perturbador o inhóspito, como un habitante más
dentro de mí. Quién sabe ahora cómo hacer
para borrar esta invención, este maldito empeño
en escapar de soledades o rutinas a través de él,
apoyándome en él, excusándome, sencillamente,
en él.
Ya ves de qué forma llegan a su fin las miradas que
se entornan hacia el sol, diminutos ícaros con pies
de plomo tentando al infinito y a su esfera perfecta. Ojalá,
pienso ahora, no hubiera dado pie a la fantasía, ni
acelerado en mí sus proyecciones tristes. Pensar en
el taxi cotidiano, su trayecto acogedor, ensombrece de pronto
mi regreso a casa, la nocturna clarividencia y el derroche
emocional al que últimamente estoy acostumbrada. Y
es natural; en quién irá a depositarse en adelante,
no acabo de saberlo bien, tanta intensidad.
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Ernesto no sabrá jamás de las íntimas
regiones que ha alumbrado en mí. Se marchará,
mañana mismo, tal como ha venido; sin ninguna sospecha,
probablemente sin ninguna intención. Sólo una
tonta suspicacia, una inocencia atroz, lo retendrá
en mis entrañas, acogido por impresiones falsas en
las cuales, sin embargo, deposité la fe. Supe pronto
que sus risas de aquel día, mientras yo hablaba en
la reunión, no eran más que una muestra de humor
simple, de circunstancias. Que su fijación en mí,
sus miradas constantes oculto tras los otros, eran la respuesta
de un hombre cuyos ojos se sentían felices de jugar,
sin otras intenciones al fondo del objeto. Nada había
dirigido únicamente a mí. Nada que no fuera
mi propio instinto de desenterrar, a sus expensas, un antiguo
gesto, de darle luz, de nuevo, a la narcisa y solitaria complacencia.
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A veces creo
que estamos hechos para la nada. Que nos obliga un destino
intransigente cuya única vía es lo difícil,
la grieta bajo los pies. Pero también que en ese hueco
o región se halla un azufre cuya esencia no es ajena;
alguien ha dicho que es humano encarnarse en lo divino, y
es en la nada, precisamente, donde uno puede transformarse
sin peligros, con plenitud. No creas por ello que las indelebles
huellas de estos días que Ernesto, a pesar suyo, va
a dejar en mí, me conmueven al punto de no reconocer
en ellas un placer más perdurable que cualquiera, una
satisfacción antigua cuyas dimensiones empobrecen otros
azares cotidianos de alrededor. Al contrario, conozco bien
el privilegio de quienes osan disparar al aire, renunciando
a la caza, para degustar en la expresión toda alegría,
como si al estirar los brazos en busca de una diana encontraran
que en la altura, en el ademán quieto y los ojos fijos,
reside un auténtico reposo que no necesita tocar la
claridad. Dicha instantánea la de aquel cazador que
tensa el músculo de su arma predilecta por el puro
placer de alimentarse así, ajeno a la pieza, ensimismado
en su gesto, obsesionado por él.
Instantáneo dolor también. Porque incluso en
el aliento que quiere ser divino siguen intactos los poros
de imperfecta humanidad, con su indefinible barro, con la
naturaleza torpe que nos llama a ser débiles, con ese
olor terrestre que no olvida fácilmente su materia
opaca. Cuando Ernesto, por fin, haya tomado el vuelo hacia
París, sobrevolará su recuerdo a lo largo del
pasillo, sobre las siete de la tarde, con puntual exactitud.
Conoceré en ese instante el peso de su ausencia y mi
memoria, las dimensiones de todo lo creado y lo real, de lo
inasible y lo cercano. Y, sentada en cualquier anónimo
rincón de esta ciudad, terminaré de relatarte,
con registro minucioso, cómo haré para dar fin
a esta intensidad inacabada que amanece entre los sueños,
dentro de mí.
Porque el arquero, aunque lo ignores, sigue admirando en sus
brazos la inagotable maestría del gesto. |
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relato
de Alicia Llarena © Derechos reservados |
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