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CAFÉ NOSTALGIA

Era esa, precisamente, la única sensación maravillosa de toda la semana, del último día de la semana. Había perdido y ganado casi dos meses subiendo y bajando de San José a Guanacaste y viceversa. Había quemado, lo que se dice “todos los cartuchos” y ahora, precisamente ahora, estirado en aquella especie de hamaca de mimbre, en medio de la plazoleta de azaleas y palmas reales, bajo un sol espléndido, eclipsado solamente por el alerón de su gorro, pensaba en la vuelta a su cotidianidad, a su estupidez y a la banalidad de su existencia.

– ¿Qué hay, mister?

– ¡Que no me llames “mister,” Benito, que no me llames…!

café intenso
– Bueno, disculpe, es que por aquí, ya sabe, a todos los llamamos de la misma manera y así ahorramos inútiles nombres propios que para nada sirven, pues ustedes, tienen todos la misma cara. Descoloridos, arrubiancados y como que les falta un café calentito, para mí que todos son “mister”. Y digo yo… ¿ya terminó con sus investigaciones o está aquí tirado esperando el santo advenimiento?

– Pues,… ¡yo qué sé!... No tengo ganas de mover ni un solo músculo. Sí, amigo, ya terminé con todo eso y ahora, antes de hacer la maleta, no tengo nada mejor que sentarme por aquí y malgastar la mañana en la contemplación de lo sublime. ¿Sabes lo que es lo “sublime”?

– ¡Sabrá Dios, mister!... ¡Sabrá Dios!

El “mister” sabía perfectamente que lo sublime era el café: aromático, amargo, caliente, excitante y negro como la vida misma. Un café distinto, saboreado en aquellas latitudes verdes del país de los volcanes. Así, tirado en la hamaca de mimbre de aquella terraza luminosa, contemplando las siluetas que se desprendían de su taza en busca de no sé qué cielos. Olor, sabor, formas, color,… nostalgia.

Y como cogido en falta, se sobresaltó cuando oyó una voz diferente: – Señor… ¿le sirvo otro?

– ¡No se te ocurra, Lula! –dijo Benito, dirigiéndose a la camarera de aquella terraza–. ¡A esta gente no se le puede dar café del nuestro porque se quedan por aquí eternamente!

– Sí, Lula,… otro más. Ni caso a Benito. No tiene idea de lo que significa “sublime” y, menos aún, “eternamente”.

– Al momento –contestó la joven que tenía los ojos con más cafeína del mundo.
La gente que nace entre cafetales es aromática, tostada, pura, destilando del fruto la sonrisa, esa que sabe el secreto de su existencia entre los dos océanos más grandes.
Aquella terraza se llamaba “El Amanecer” y el “mister” tenía la debilidad de amanecerse entre una, dos o tres tazas de café todas las mañanas. Así fue durante casi dos meses pero, esta vez, era muy distinto. Esta vez sería la última amanecida. A la noche, saldría su avión y lo llevaría de vuelta a Europa. Mientras tanto, era imposible suponer cualquier otra cosa que no fuera esa “única sensación maravillosa”.
– Oiga, mister, me voy a ir ya porque me van a dar las tantas. Ah, y si no lo veo luego, que tenga usted buen viaje. Ah, y si se aburre en su tierra, vuélvase para acá que aquí siempre se necesitan buenos bebedores de café. Usted ya sabe.

– ¡Venga un abrazo, Benito!

El día se fue apagando, el silencio se mezclaba con los pasos de los hombres y mujeres que venían de los cafetales, la carretera polvorienta buscaba los atajos, la partida y ellos, los agricultores, se iban quedando a un lado y otro del camino que se iba alejando y oscureciendo poco a poco. El pequeño aeropuerto sostenía el único avión que quedaba y que lo iba a llevar de vuelta a su país de origen. Facturó una enorme maleta y una caja pesada llena de los papeles de su investigación. ¿De qué color exacto serían los labios de Lula? ¿Qué tonalidad ocre-carmín guardarían sus secretos? Los labios secos de Benito, ¿almacenarían rastrojos de antiguos amoríos? Aquel lugar y aquella gente tenían la textura de las mieles de la naturaleza.

A estas horas, las tortugas gigantes estarían abandonando la playa para adentrarse en el mar oscuro y silencioso, como ellas mismas. El Poás dormiría rodeado de su apretado manto vegetal al cuidado de millones de estrellas. Todo quedaba en su sitio como hace miles de siglos.

Asomado a los ventanales de la Terminal del aeropuerto, esperaba la llamada de la megafonía, la voz impersonal de “señores pasajeros, el vuelo… estima salir de este aeropuerto a las… diríjanse a la puerta…”.
Era el instante de no estar en ningún sitio, ni aquí ni allá.

Mañana o pasado, a estas horas, estaría en su casa recordando este trozo de vida. En su equipaje se llevaba un trabajo riguroso, inteligente y bien hecho sobre la agricultura de aquel país. Un trabajo de casi dos meses sin parar que, probablemente, iba a ser un nuevo éxito. Sin embargo, en su boca conservaría, por mucho tiempo, el sabor de los besos de aquel extraño amante de Costa Rica: el café.
Relato de María del Pino Marrero BERBEL © Derechos reservados
 


Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras