GRIETAS |
La inaugural
decidió instalarse justo en uno de mis puntos erógenos
más agudos: la espalda. Al principio la confundí,
no sé por qué, con una araña muerta y
aplastada. A punto estuve de pedirle ayuda a Emilia: cariño,
¿me la quitas? Pero gracias al juego de espejos del
baño –uno grande sobre el lavabo, frente a mí,
y otro más pequeño a mis espaldas, de modo que
el primero se refleja en el segundo, y viceversa- pude percatarme
de que no se trataba de ninguna muchaspatas. |
Ni siquiera haciendo un
gran esfuerzo táctil y visual pude descubrir entonces
la naturaleza de aquella irregularidad. Pensé que era
una verruga. Acné. Poros demasiado dilatados. No me
preocupé en exceso, en todo caso. No tenía de
qué.
Pero unos quince días después, cuando por casualidad
me vi la espalda en el espejo del baño, aquella extraña
cosa seguía ahí. Volví a repasar con
mi mano derecha su textura, su consistencia. No había
dudas: se trataba de una grieta. Mi piel se había abierto,
produciendo aquel vacío turbador. Quise tranquilizarme
pensando que era una estría, de modo que compré
varias cremas que me unté con paciencia días
y días en la zona afectada. Pero ni el aspecto ni la
profundidad cambiaron un ápice.
En otro tiempo, habría sido muy difícil ocultárselo
a Emilia: apenas nos desnudábamos, ella, conocedora
excepcional de mi cuerpo, me ponía de espaldas y se
apresuraba a repasarme lenta, muy lentamente, con manos y
boca, aquello que ella llamaba mi mar, desde el cuello hasta
la cintura. |
Pero
aquellos encuentros eran cada vez más espaciados entre
sí (por no decir que se habían extinguido del
todo). De modo que no resultó ninguna proeza evitar
que Emilia se diera cuenta.
La aparición de la segunda coincidió con una
de mis crisis: la noche anterior no había podido dormir
pensando en lo mucho que me habría gustado vivir alguna
vez en Buenos Aires. Repasaba mentalmente sus calles, sus
galerías de arte, sus barrios más característicos,
sus cafés, sus bares. Me dolía ser un mexicano
viviendo en México. Me dolía no haber cometido
la locura, en mi juventud, de juntar dinero y largarme a la
Argentina. Mis recuerdos del país eran tan farsescos,
tan irreales: sacados de páginas turísticas
de internet, de postales, de testimonios de amigos que sí
habían conocido el país del tango y los asados
más sabrosos del mundo. |
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Ahora viajar
no era posible, mucho menos ir a vivir a aquel país:
Emilia tenía un trabajo bien pagado, pero muy demandante:
editora de la sección social de un periódico.
Yo era un oscuro y respetable profesor de preparatoria, empleo
que odiaba. Las mensualidades de la costosa casa que Emilia
había elegido para ambos ascendían a exorbitantes
sumas, de modo que en los próximos quince años
lo más lejos que podríamos llegar sería
la triste y fea playa que está a una hora de nuestra
ciudad.
Además, a Emilia nunca le había gustado viajar.
Los fines de semana y los escasos cinco días de vacaciones
que su empresa le daba al año prefería quedarse
en casa mirando películas de acción o comedias
románticas en la tele y comiendo alguna pizza pedida
previamente por teléfono: un merecido descanso.
Aquella mañana posterior a mi crisis me descubrí
la segunda fisura mientras me afeitaba. Era pequeña,
pero de naturaleza indiscutible. Estaba ubicada en la parte
más oculta de mi quijada, pegada al cuello. La revisé
con minuciosidad. Accidentalmente introduje mi dedo índice:
me asustó la profundidad de aquella grieta. Mi dedo
no se empapó de sangre o de pus, sino de polvo. Un
polvo escaso pero agresivo, de modo que acabé la exploración
con una alergia nefasta.
No acudí al doctor por miedo. No quería recibir
la noticia de que estaba afectado de una rarísima e
incurable enfermedad. En todo caso, las grietas no me molestaban.
Lo único que me preocupaba era cómo iba a explicar
a Emilia todo aquello si llegaba a descubrirlo.
Otra noche soñé con Marina. Era aquella tarde
de hacía muchos años en ese anodino parque.
No ocurrió nada excepcional. No celebrábamos
aniversario, ni planeábamos casarnos.
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Aún no fraguábamos
esa quimera que nunca se cumpliría: viajar juntos a
Buenos Aires. Sólo éramos ella y yo hablando
de cosas banales. Un programa de televisión, quizá.
O el mal carácter de su padre. Pero en el sueño
yo no quería estar en ningún lugar que no fuera
ése. Ni con ninguna otra persona que no fuera Marina.
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Al despertar,
no fue sólo el dolor que sobreviene a la conciencia
de la realidad; no fue sólo la terrible culpa, la urgencia
de hacerme perdonar por Emilia: las grietas me recorrían
ambos brazos, dejaban ver los huesos, las venas, los tendones.
Usé camisas de manga larga durante quince días,
hasta que las grietas alcanzaron mi rostro. A partir de entonces
dejé de ir al trabajo. Cuando llamaron preguntando
por mí aduje una enfermedad larga y contagiosa. En
cuanto a Emilia, le di la misma explicación y le dije
que me mudaría al otro cuarto. Ella no indagó
más: aceptó mi versión con una pasmosa
facilidad.
No se me podrá acusar de cobarde: libré una
larga batalla conmigo mismo por días y noches, hasta
perder el sentido del tiempo. Me obligaba a pensar sólo
en Emilia, en nuestra casa, en la sólida pareja que
éramos. Buenos Aires atacaba de pronto, sorpresiva
y poderosamente; Marina jugaba a seducirme, invitándome
a escapar, a romperme: mejor roto y no relleno de despreciable
polvo, decía.
Hasta que mis escasas fuerzas cedieron a los murmullos que
entraban por mis grietas. Esperé a escuchar la cerradura
de la puerta anunciando la llegada de Emilia. Salí
del cuarto y me precipité a sus brazos, pero ella me
apartó: ¿qué te pasa? Vengo muy cansada
para aguantar tus efusiones locas. ¿Ya mejoraste?
Sin pudor, me libré de la sábana que me cubría
y le di a conocer mi cuerpo desnudo, abierto, cientos de fisuras
rajándome, exponiendo la obscenidad de mis vísceras,
de mis enclenques huesos.
¿Ahora me entendía? ¿Me iba a perdonar?
¿Me abrazaría? Ella no dijo nada, sólo
torció el gesto con un amago de asco y fue a encerrarse
en su recámara, pasando de mí. Poco después
se le escuchaba roncar sin armonía. |
Relato de © Javier Munguía,que
lo ha seleccionado para la revista mis Repoelas.
(Toda la obra se encuentra protegida por los Derechos de
Autor)
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