El
lápiz estaba mordisqueado por su extremo y Dawa lo
partió en dos. Salió del aula vacía y
caminó por las calles enlodadas y silenciosas, por
entre las casas de madera y piedra, con un libro bajo el brazo.
El cielo gris parecía querer derrumbarse de un momento
a otro y el niño apresuró el paso, aunque sabía
que nadie lo esperaba en casa, pues todos se habían
marchado ya.
Las casas comenzaron a espaciarse y empezaron a llegar los
primeros campos, abandonados, con unas sombras encima de ellos,
cerca de los aperos de labranza. Pero no se detuvo. Su casa
de adobe, pequeña y cálida, lo esperaba.
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NÚMERO
DOS |
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Dawa fue llamado así por haber nacido el primer día
de la semana, ya que su padre no tenía dinero suficiente
para que los lamas le dieran un nombre adecuado. Así
que sus otros hijos siguieron la tradición de llamarse
como el nombre del día en que habían nacido.
Nada de malo había en ello; Buda no castigaría
a su familia por una cosa así. Pero les castigó
por otra que nunca comprendieron.
Todo estaba revuelto, tal y como lo había encontrado
la noche anterior, por eso recogió las ollas, los cuencos,
la tetera. Dobló las mantas y limpió los excrementos
de los gatos. Encendió un fuego delante de la puerta
de su casa y preparó el té tal y como lo había
visto hacer cientos de veces a su madre y a su abuela, con
sal y restos de mantequilla de yak que encontró en
una olla. Y sentado en el banco de piedra, sorbiendo su té
en el cuenco de su hermano Migmar, pues el suyo estaba roto,
pensó en las sombras que había visto sobre los
campos abandonados, que eran las sombras de sus dueños,
abatidos, muertos por los guardias que entraron en el pueblo
y comenzaron a gritar y a golpear con las culatas de sus armas.
Al norte se oyó un disparo, en las montañas
que veía desde su casa, y supo que algunos de aquellos
guardias aún perseguían a los que habían
conseguido huir. El té se le estaba acabando y debía
mirar en el escondite de su abuela, debajo de su lecho, dentro
de una caja de latón: Ahí estaban. Los momos
rellenos de verdura que guardaba para el sábado, el
cumpleaños de su hija, y varias khabse, sus deliciosas
galletas. Y ahí, sentado en la cama de su abuela, siguió
oyendo los disparos, tratando de no pensar en las sombras
de encima de los campos abandonados, en las calles por donde
había pasado, para él desiertas porque había
caminado mirando al frente sin querer ver las sombras que
también había en ellas; sombras de mujeres boca
abajo, con sus trenzas deshechas y sus faldas levantadas,
impúdicas tras el paso de los guardias; las sombras
del alcalde y sus hombres, que defendieron la ciudad y perdieron;
las sombras cercanas a la escuela, sombras que eran Cicheng
y Soi’nam, sus mejores amigos. Se había agachado
y había tratado de despertarlos, pero dormían
y dormían y ahí los había dejado, en
la calle enlodada. El padre de Soi’nam sí había
tenido dinero para pagarle un buen nombre. Y los lamas le
dieron un pergamino con una hermosa caligrafía y le
dijeron que Soi’nam significaba buena suerte; pero los
lamas se habían equivocado, pues ésta lo había
abandonado.
Dawa se levantó y entró en la escuela, en su
clase, donde eran cinco alumnos y él era llamado número
dos: |
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Número dos, limpie la pizarra; número dos, recoja
las tizas que el número cuatro ha lanzado por la ventana;
número dos… En medio del silencio, extraño
y opresor, Dawa abrió su pupitre y encontró
su lápiz, mordisqueado desde aquella tarde en que dos
guardias entraron en su clase y se llevaron al maestro Cering,
cuyo nombre significa longevidad. |
pero ese nombre también estaba equivocado, pues lo
encontraron después al lado de la fuente, y no bebía,
pues estaba boca arriba y sus ojos estaban abiertos y muertos,
como los de los perros del señor Lhagba.
Los ojos de Dawa dejaron escapar unas lágrimas, pero
ya casi no le quedaban y por eso las detuvo con el dorso de
la mano. Partió en dos el lápiz y lo volvió
a dejar dentro de su pupitre, que aún continuaba siendo
el pupitre del número dos. Y antes de salir del aula
desierta, aún le pareció oír al maestro
Cering diciéndole número dos, lea del capítulo
treinta. Por esa razón se subió a la banqueta
y cogió del estante el libro y se lo llevó a
su casa de adobe, a las afueras del pueblo, dejando atrás
todas aquellas sombras.
Había acabado los momos, pero dejó varias khabse
para mañana, pues no sabía si su abuela volvería
pronto para hacer más antes del sábado, que
era el cumpleaños de su hija, que era su tía
Zhulongcuo. Se hizo más té y vio las nubes que
cubrían las montañas del norte, y supo que allí
llovía. Al este, el monasterio no dejaba escapar ningún
cántico, pues los monjes habían huido. Él
los había visto hablar con el alcalde y sus hombres,
que los protegieron mientras corrían hacia el este.
Dawa entró en la casa y se sentó en su lecho,
ahí donde había dejado el libro del maestro
Cering, cuyo nombre significa longevidad. Lo colocó
sobre sus piernas y buscó el capítulo treinta,
donde lo había dejado cuando entraron los guardias. |
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