El
mejor día en la vida de Odón Tobares
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Aquel 24 de marzo quedó
marcado en la existencia de Odón Tobares como el mejor
de sus días y después de tantos años
todavía no se explica cómo pasó, ni quiere
saberlo.
La tarde anterior fue igual a otras tantas vividas hasta entonces.
Había tenido una soberana bronca con su hijo, una más.
Toño les había salido un vago de siete suelas.
No tenía afición por el trabajo ni por el estudio,
ni mostraba interés alguno por hacer nada de provecho;
se pasaba las horas jugando a los futbolines en el bar de
la plaza.
Odón trabajaba de linotipista en “El Liberal”.
Volvía a casa cuando los demás salían.
Llevaba una vida monótona y gris, de casa al trabajo
y del trabajo a casa y cada quince días ir al estadio
a pegar cuatro gritos y, si había gol, celebrar una
alegría. Se había acostumbrado a su existencia
como los pies se acostumbran a unas botas duras, a fuerza
de rozaduras.
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Hacía
más de 20 años que estaba casado con Pura, una
mujer grande, habladora y vulgar a la que no recordaba haber
amado nunca, pero es que cuando le llegó la treintena
no conocía a ninguna otra y los hombres a esa edad
tienen que casarse y tener hijos, es ley de vida.
Así que Odón no esperaba que aquel día
fuera a ser diferente a la retahíla de días
apagados que amontonaba su vida. Al llegar el alba, salió
del trabajo con mal cuerpo, destemplado, con un enorme dolor
de cabeza y un tremendo cansancio.
Llegó a casa aturdido, le costó atinar con la
cerradura y al entrar al piso le pareció que olía
diferente, a aire fresco; no era, como de costumbre, ese olor
a fritanga y a restos de comida de la noche anterior.
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Dejó
el periódico sobre la cómoda del recibidor y
observó extrañado que la foto enmarcada de la
primera comunión del chico ya no estaba; en su lugar
se vio a sí mismo con otra mujer y una niña
sonriente con trenzas doradas y lazos blancos. Miró
alrededor por si se había confundido de piso pero no,
era su casa; el mismo papel pintado, la misma cómoda
de nogal que había heredado de su madre y la misma
lámpara con las tulipas de cristal rosa.
Entonces apareció por el pasillo una jovencita con
una media melena castaña y unos libros en el brazo
que le besó deprisa y le dijo sonriente mientras escapaba
escaleras abajo:
—¡Buenos días papá y adiós
papá, que llego tarde!
Completamente confuso se acercó hasta la cocina y se
encontró con la señora de la foto, una mujer
de ojos claros que le hablaba con naturalidad y afecto.
— Hoy te has retrasado más que otros días,
casi empezaba a preocuparme. Te he preparado tus torrijas
favoritas. ¡Anda siéntate!, que ya tienes la
leche caliente.
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Odón aproximó
la vieja silla de enea hasta la mesa. Se sentó sin
saber qué decir, esperando que alguien saliera riendo
por algún lado y le dijera que todo había sido
una buena broma, pero nadie salió; así que se
tomó un par de torrijas y el café con leche
y sin decir ni media palabra se fue a la cama.
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Enseguida
se durmió con la certidumbre de que la chica de los
libros y la mujer de las torrijas habían sido un sueño
y que al despertarse se volvería a encontrar con el
olor a fritanga y con Pura arrastrando los pies y con la ropa
llena de lamparones de grasa.
Pero cuando se despertó seguía oliendo a aire
fresco y a lavanda. Tenía la muda limpia y bien doblada
sobre la butaquita de terciopelo carmesí. En la cocina
estaba la mesa puesta para tres, con un mantelito de cuadros
verdes y blancos; al poco llegó la jovencita de los
libros a la que su madre llamó Irene y comieron los
tres y hablaron de cosas que no recordaba, pero que poco a
poco fue haciéndolas suyas.
Él no quiso preguntar por no romper el hechizo y allí
sigue al cabo de los años, disfrutando de los nietos
que Irene le ha dado. Odón se siente feliz y agradece
a la vida que aquel 24 de marzo se convirtiera en el mejor
de sus días.
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Relatos de Pilar
Aguarón Ezpeleta |
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