Esa
tarde Hans consideró más oportuno no acudir
al club. Afortunadamente no tenía concertada allí
ninguna cita y, con el frío que hacía, lo probable
era que todos los socios hubiesen optado por resguardarse
en sus casas. Con seguridad su fiel sirviente, siempre tan
previsor, habría encendido la chimenea con unos buenos
troncos que durarían hasta muy avanzada la noche. Le
apetecía sentarse en el sillón, junto al fuego,
y leer un buen libro o repasar sus apuntes con la buena compañía
de una copa de brandy. Con esta agradable perspectiva aceleró
el paso, sobre todo porque no llevaba paraguas, los carruajes
de alquiler parecían haber desaparecido y los primeros
copos de nieve comenzaban a blanquear las hombreras de su
abrigo. Atravesó a grandes zancadas el parque y en
el estanque se detuvo unos breves segundos, maravillado de
la indiferencia de los patos a las bajas temperaturas. Chapoteaban
en el agua, en la que hundían sus cuellos en busca
de alimento, o se perseguían los unos a los otros levantando
el vuelo unos pocos metros entre estridentes parpidos y alborotado
batir de alas. También había algunos cisnes
deslizándose en silencio y luciendo orgullosos sus
plumajes blancos y la curva de su silueta. Con su porte aristocrático
parecían despreciar a sus humildes congéneres,
ruidosos y nada distinguidos. Hans no pudo menos que pensar
que a los seres humanos igualmente les separaban idénticas
diferencias de clase y de belleza. Suspiró y de nuevo
emprendió la marcha. La nevada era ya muy intensa.
Al entrar en su casa agradeció la calidez del ambiente.
Al fondo, en la biblioteca, las llamas crepitaban vivas y
rojizas en el hogar. Se auguró una velada tranquila
y agradable. Felicitó a Björn por tenerlo todo
tan bien dispuesto mientras era ayudado a quitarse el abrigo
y la chistera y preguntó, como de costumbre, si en
su ausencia se había producido alguna novedad. |
-Hay una carta
urgente para el señor en el despacho. Por lo demás,
nada digno de mención.
-¿Una carta urgente? ¡Hum! ¿Sabes de quien
es?
-La trajo una doncella, de parte de su señora, hará
un par de horas. Pero no dijo su nombre y yo consideré
que no era de mi incumbencia preguntárselo.
¡Una carta urgente de una dama! Normalmente las urgencias
venían de su editor, pero de una mujer...
Sorprendido intentó imaginar de quien podía
ser. Sus relaciones femeninas eran escasas y sólo con
dos o tres mantenía un trato esporádico. Frunció
los labios, picado por la curiosidad.
-Sírveme un brandy –ordenó a Björn.
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UNA
CARTA URGENTE
En el 201 aniversario
del nacimiento de HC. Andersen |
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Sobre la mesa,
en efecto, encima de unos libros, vio un sobre de color rosa
pálido. Al cogerlo, un delicado perfume a violetas
lo envolvió. No necesito más para adivinar quien
era la remitente. La alegría hizo que el corazón
le saltara de gozo en el pecho. Sí, sus iniciales,
H.C.A, estaban escritas en grandes trazos limpios y seguros
en el anverso. En el reverso, con caligrafía menuda,
el nombre de ella: Jenny Lind. La suponía en Viena,
cantando el Don Giovanni. ¡Ah, de nuevo estaba en Copenhague!
Ninguna noticia podía satisfacerle más que saberla
tan cerca de él. ¡Querídisima amiga! Se
hizo con el abrecartas y comenzó a rasgar el sobre
con cuidado. Dentro, una cartulina impresa mostró su
borde marfileño. Despacio comenzó a extraerla
con los dedos índice y pulgar. Pero Hans no tuvo necesidad
de leer todo su contenido. Las cuatro primeras líneas
bastaron para que, como la hoja muerta desprendida de un árbol,
el sobre le resbalara de la mano y cayera sobre la alfombra.
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Aturdido buscó su
sillón, en el que se dejó caer pesadamente,
casi sin fuerzas. Las sienes le retumbaban. Sus pensamientos
eran ahora tristes y confusos y retrocedían hacia un
pasado lejano en el que por vez primera, emocionado, escuchó
en Estocolmo la voz de Jenny alcanzando los más altos
registros en el “Exsultate, jubilate” del Réquiem
de Mozart. Fueron presentados y desde entonces entre ambos
se fraguó una hermosa amistad que Hans cultivó
con la esperanza de que llegase a ser íntima y duradera.
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Los recuerdos,
atropellándose, acudieron a Hans durante largo rato,
hundiéndole progresivamente en la desilusión
y el pesimismo. Sumido en ellos tardó en darse cuenta
de que Björn había depositado la bandeja con el
brandy a su lado y que, servicial, le tendía el sobre
que había recogido del suelo.
-Posiblemente al señor se le haya caído –le
oyó decir.
Hans, con un gesto, lo rechazó y comunicó a
su sirviente que deseaba estar solo. Cuando Björn se
hubo ido dejó que su vista vagara perdida por la habitación,
intentando concentrarse en algo que alejara de su mente la
terrible noticia que anunciaba, de forma inesperada, la boda
de Jenny Lind. Fue durante ese recorrido visual que vio reflejada
su imagen en un gran espejo colgado de una pared. |
En él pudo contemplar su cuerpo huesudo
y largirucho, de piernas desproporcionadas; su rostro macilento
que terminaba en un mentón afilado hacia el que descendían
desde las comisuras de los labios dos profundas arrugas; la
prominente nariz, los ojos pequeños, la boca poco atractiva,
la anchísima frente por culpa de unos cabellos sin brillo
que nacían en su cabeza demasiado hacia atrás
y, sobre todo, la expresión patética de niño
desamparado que a menudo hacía reir por lo bajo, a veces
dar pena. Conteniendo las lágrimas cerró los ojos
para no seguir viendo aquel hombre de aspecto mal parecido y
ridículo que tuvo la osadía de aspirar al amor
de una mujer. Ansió dormir, morir incluso para olvidar.
Pero no pudo. Porque esa misma noche, en un arrebato de dolor,
Hans Christian Andersen estuvo escribiendo, hasta altas horas
de la madrugada, las primeras páginas de su célebre
cuento “El patito feo”. |
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Este relato
obtuvo en 2006 el Segundo premio del Concurso de relatos El
molino de la Bella Quiteria, de Munera, (Albacete) y en 2007
el Premio Álvaro Paradela de narraciones cortas de
El Ferrol (A Coruña) |
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Relatos
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