La primera frase, esa que
iba a inmortalizarle, se le resistía a Cervantes jornada
tras jornada. Desolado un día, pidió para animarse
un vino a su sirvienta. Entumecidos, los dedos de su única
mano apenas pudieron sostener la copa y el líquido
se le derramó por la entrepierna. “¡Oh,
vuecencia, en qué comprometido lugar apareció
la mancha! “ exclamó la mujer, regocijada. “¿En
qué lugar, Dulcinea? ¿Acaso no te acuerdas de
su nombre?”, le preguntó, procaz, el escritor.
Los ojos se le iluminaron. Pero contra todo pronóstico
no fue a por la criada, si no a por pluma y papel. Nacía
El Quijote
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Me despierto
y el dinosaurio sigue todavía allí, invadiendo
la casi totalidad de mi pequeño apartamento. Como puedo
voy a la cocina a servirme una tila. Le pregunto una vez más:
¿Cuanto va a durar esto? El dinosaurio, por supuesto,
ni se digna responderme ni modifica su estúpida e indiferente
expresión prehistórica. Llevamos así
años, demasiados. De verdad, intento librarme de él,
pero siempre sin éxito. La fatalidad nos une. Indudablemente,
Monterroso olvidó prever una salida a esta embarazosa
situación. Sólo la tila es capaz de aliviar
el desasosiego que me produce la imaginación de un
irresponsable. |