Se puso la
chaqueta, tras descolgarla de la percha, dejada adrede fuera
del armario para mantenerla a salvo de las arrugas. Hacía
tiempo que el ropero se había convertido en un pozo
sin fondo donde las prendas luchaban por hacerse un hueco.
Apuró el café y dejó la taza sobre la
mesita; si estuviera allí Silvia le habría regañado,
pero hacía mucho tiempo que ella se había marchado
y Luis no se preocupaba demasiado por el cuidado de la casa.
Esa fue una de sus primeras pérdidas, el abandono de
la mujer que le había acompañado durante más
de diez años. Después fueron los amigos los
que evitaban su compañía, con excusas cada vez
más absurdas. Un día la asistenta también
se marchó, y desde entonces gustaba de mantener la
casa en penumbra, así no veía el polvo que se
iba acumulando en los muebles.
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EL
LIBRO |
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Pasaba días
enteros sin hablar con nadie; sobre todo los fines de semana,
que los dedicaba por entero a la lectura del libro. Silvia
decía que era la causa de su cambio de humor; desde
que llegó a sus manos aquel antiguo ejemplar de tapas
de cuero y folios amarillentos, pasaba horas y horas enfrascado
en su lectura, acompañado de su inseparable taza de
café.
Se le agrió el carácter, nunca le apetecía
salir, ni estar con los amigos, ni siquiera hacer el amor
con Silvia, sólo era feliz cuando tenía el extraño
libro entre sus manos. Jamás dejaba que nadie lo tocara,
ni comentó cuál era su contenido, lo custodiaba
como si fuera una joya, una obra de arte que pudiera deshacerse
con un simple roce.
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Empezaba
a descuidar su trabajo de editor, cada vez le costaba más
concentrarse en cualquier lectura que no fuera la de aquellas
frases imposibles. Las palabras no iban en línea recta,
sino que formaban figuras de todo tipo, espirales concéntricas,
hexágonos y otras figuras geométricas. Las frases
parecían incongruentes, pero no tardó en encontrarles
sentido, una vez que conseguía ponerlas en línea
recta, sólo había que leer las palabras de derecha
a izquierda. De esta forma el texto adquiría significado.
Le costó un poco más averiguar que las páginas
seguían un orden irregular, a la primera página
le seguía la once, a la segunda la veintidós,
a la tercera la treinta y tres; y así sucesivamente
hasta la nueve, que le correspondería la noventa y
nueve. A la diez ya le correspondería la doce, pues
la once ya estaba asignada, a la doce la veintitrés,
y así hasta las trescientas páginas que componían
la obra.
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Para hacer
más fácil la lectura, fue copiando en el ordenador
el contenido íntegro del libro, primero obtenía
las frases en forma lineal, después colocaba las palabras
de izquierda a derecha para darles sentido. Era un arduo trabajo
y como no podía concentrarse en otras tareas pidió
unos días de vacaciones a la empresa. Lo amenazaron
con despedirlo si seguía en aquella actitud, finalmente
aceptaron. En una semana consiguió tener una reproducción
íntegra de cada hoja; por último, dio el orden
antes referido a las páginas.
Guardó cuidadosamente el archivo y lo mandó
a imprimir. Necesitaba tomar el aire. Acababa de amanecer,
llevaba siete noches sin dormir, por sus venas galopaba la
cafeína, acelerando su pulso.
Deleitó con placer el cigarrillo, no estaba de moda
fumar, más bien era un vicio socialmente deleznable,
que a él le satisfacía y le calmaba. Pensó
con nostalgia en Silvia, tendría que hablar con ella,
ahora que había terminado aquel libro quería
recuperar su vida. Volver a abrir las ventanas, subir persianas,
correr cortinas. Así lo hizo, y un estallido de luz
inundó la estancia, dejando al descubierto la percha
y la taza vacía sobre la mesita, compañeras
de sus noches de insomnio.
Estaba deseando leer aquellas páginas, que con tanto
trabajo había descifrado, pero necesitaba alejarse
por un momento, por eso dejó la impresora trabajando
mientras salía a dar un paseo. La mañana era
fresca, se arrebujó en la chaqueta, aquella vieja cazadora
de pana, compañera de fatigas durante tantos años.
Encendió otro cigarrillo, se sentía orgulloso,
durante muchos días se había dedicado a montar
un rompecabezas, un puzzle a primera vista imposible, pero
que él había sido capaz de descifrar. Para poder
componerlo tuvo que leer todas las páginas, sin embargo,
evitó enfrascarse en el contenido. Sólo eran
piezas que encajar para obtener el fruto prohibido que gozaría
leyendo en su totalidad, sentado en el sillón de orejas,
envuelto en una densa nube de humo.
Iba tan ensimismado en sus pensamientos que cruzó la
calle sin mirar, el coche venía a una velocidad excesiva,
antes de saltar por los aires pudo ver la cara de sorpresa
del joven conductor. El grito quedó ahogado en su garganta.
Silvia se encontraba arreglando las macetas de su balcón,
le gustaban los geranios; cultivaba de muchos colores, desde
el rosa pálido hasta el rojo sangre, pasaba horas regándolos,
abonándolos, incluso hablaba con ellos. Sonó
el timbre de la puerta, se sobresaltó, la maceta que
sostenía entre las manos cayó estrellándose
sobre las losas de la terraza.
La noticia la había dejado trastornada, Luis seguía
siendo su marido, ella no había perdido la esperanza
de recuperarlo. Se marchó porque quería darle
una lección, pasaba muchas horas concentrado en su
trabajo; ella se sentía triste, abandonada. Acabada
de cumplir cuarenta años, no tener hijos era su gran
frustración y Luis no parecía entenderlo. Volvía
a pisar las antiguas baldosas de aquel apartamento, todo estaba
mucho más sucio que cuando se marchó, pero con
el mismo aspecto, congelado en el tiempo. Miró el ordenador,
sobre la bandeja de la impresora se acumulaban las hojas,
allí se encontraba el último trabajo de su marido.
Cogió el taco de folios y los ojeó distraídamente,
algo llamó su atención. Empezó a examinarlos,
primero con curiosidad luego con ansia. Era una biografía.
La vida de Luis estaba plasmaba en aquellas páginas,
un escalofrío recorrió su espalda al leer la
última hoja. ¿Cómo pudo describir su
muerte con tanta exactitud?
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Este relato de
la escritora Felisa Moreno Ortega está incluido en
su libro Trece Cuentos Inquietantes, publicado por la Editorial
Hipálage |
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