Entonces, la
puerta de la habitación emitió un tenue gemido
de protesta al ser levemente empujada y permitir que asomara
tras ella una juvenil cabeza de melena incandescente y leonada.
—¿Estás despierta? —preguntó
Marta en un susurro.
—Sí, cariño —respondió Laura,
renunciando definitivamente a la dulce evasión que
le proporcionaba el sueño—. Y si no lo estuviera,
ya me habrías despertado tú.
Marta rió y empujó la puerta con decisión,
abriéndola por completo para saltar después
en pijama sobre la cama de su madre.
—¡Feliz cumpleaños, mamá! —gritó.
—¡Oh,
cielo! ¡No me lo recuerdes, por favor…! —protestó
Laura cubriéndose la cabeza con el embozo de la sábana.
—Vamos, mamá. ¿Qué son cincuenta
años? ¡Si estás estupenda!
—¡No vuelvas a repetir esa cifra! ¡Te lo
prohíbo! —Laura se había sentado en la
cama de golpe y apuntaba a su hija con un dedo amenazador
al tiempo que componía una cómica expresión
de enfado.
Marta soltó una carcajada y besó a su madre
en la mejilla:
—Venga. Levántate, que te voy a preparar un desayuno
digno de un hotel de cinco estrellas. Ya verás.
—Sí, encima tú engórdame…
—protestó Laura, aunque obedeciendo a su hija
y sentándose de mala gana en el borde de la cama para
ponerse las zapatillas.
Todavía soñolienta y con los párpados
entornados mientras trataba de habituarse a la fuerte luminosidad
que invadía la casa, se dirigió al cuarto de
baño y se lavó la cara con agua fría
para despejarse.
Ya hacía tiempo que se negaba a enfrentarse al espejo
recién levantada de la cama. Antes tenía que
refrescarse la cara para desprenderse del entumecimiento de
la noche. No quería verse los ojos hinchados por las
horas de sueño, el cabello enmarañado, la expresión
bobalicona, adormilada; se deprimiría apenas empezase
la jornada. Cincuenta años ya… casi no podía
creerlo. Había llegado a la cifra fatídica:
cambiar el cuatro por el cinco en las decenas marcaba el principio
del fin, del declive. ¡Era una cincuentona! Se encaminaba
inexorablemente hacia la vejez, hacia la decrepitud, y no
había vuelta atrás, no había forma de
detener el paso del tiempo. Con todo, ella seguía siendo
la misma que cuando tenía veinte años, seguía
sintiéndose joven, aunque también sabía
que el mundo ya no la veía así, y eso era bastante
desalentador. Había que rendirse ante la evidencia:
lo cierto era que llevaba medio siglo de vida a sus espaldas
y no le quedaba más remedio que aceptarlo.
Mientras se aplicaba una crema hidratante, se decidió
a examinar la imagen que le devolvía el espejo con
la mayor objetividad posible: su aspecto no le disgustó
del todo. Marta tenía razón: no estaba tan mal…
para su edad. Aquella coletilla le resultaba odiosa.
Cuando alguien la añadía a una amable aseveración,
le parecía que destruía por completo el efecto
del cumplido; de repente, se trasformaba en un comentario
compasivo, benevolente. «Bueno, seamos realistas —se
dijo—, tengo patas de gallo, bolsas bajo los ojos, mi
pelo ya no tiene el brillo de antes, y ya no me sirve la ropa
de hace tres temporadas; he ganado algún kilo y ya
no hay forma humana de deshacerse de él…».
—¡Mamá! ¡El desayuno está
listo! —gritó Marta desde la cocina.
Y Laura se alegró de poder poner fin a aquel implacable
análisis.
—¡Ya voy, cariño! —respondió.
Suspiró encogiéndose ligeramente de hombros
y se atusó un poco el cabello antes de salir del baño.
«¡Qué le vamos a hacer…!»,
le dijo a la mujer que la contemplaba desde el otro lado del
espejo con gesto resignado.
En la cocina, Marta había preparado la mesa del desayuno
con especial mimo: había cruasanes, zumo de naranja,
una humeante cafetera colocada entre las dos tazas y, junto
a la de Laura, una rosa roja. Sonrió y abrazó
a su hija con cariño.
—¡Ay, mi niña, muchas gracias! ¡No
sabes cuánto te quiero…! — exclamó,
apretujándola con fuerza entre sus brazos.
—Y yo a ti, mami —rió Marta, mientras trataba
de desasirse de aquel «abrazo de oso», como lo
llamaba su madre—. Venga, siéntate, que se enfría
el café.
El delicioso aroma a café recién hecho le permitió
a Laura olvidar por un rato la efemérides del día,
y disfrutó de los cruasanes y de la atropellada charla
de su hija adolescente que, al parecer, de pronto bebía
los vientos por un compañero de instituto llamado Sergio,
el cual —según recordaba de alguna ocasión
en que lo había visto—, llevaba tantos piercings
entre orejas, labios y cejas, que difícilmente habría
superado el detector de metales de cualquier aeropuerto. Asimismo,
un tatuaje tribal le decoraba la pierna izquierda desde el
tobillo hasta la rodilla, y lucía con orgullo una cresta
azulada sobre la cabeza, además de mostrar una obstinada
propensión a salvar el planeta de la globalización,
del calentamiento, de la desertización y
de cuantos desastres habían desencadenado sus mayores
antes de su impagable llegada a este mundo.
—¡Ah! ¡Se me olvidaba! —exclamó
Marta cuando terminaron de desayunar—. Tengo un regalo
para ti.
—¿En serio? ¿Otro, además de este
estupendo desayuno? ¡Qué bien! —dijo Laura
sonriendo ilusionada mientras empezaba a recoger la mesa de
la cocina en tanto que su hija corría a su habitación
y regresaba momentos más tarde con un paquete algo
más grande que una caja de zapatos, primorosamente
envuelto en papel dorado y adornado con un elaborado lazo
de color rojo.
Marta depositó el paquete en manos de su madre con
una sonrisa traviesa, y ésta lo examinó y lo
sopesó intrigada: era mucho más liviano de lo
que cabía esperar dado su volumen.
—¿Qué es? —Preguntó sin poder
reprimir su curiosidad—. ¿Un sombrero? ¿El
mapa de un tesoro? ¿Una pluma de avestruz?
—Frío, frío… —rió Marta,
rememorando el juego que su madre le hacía cuando ella
era niña y le escondía los regalos por todos
los rincones de la casa, diciéndole únicamente
«frío» cuando se hallaba lejos de su objetivo,
«templado» cuando se encontraba más cerca,
o «caliente» cuando lo tenía ya al alcance
de la mano, y exclamaba por fin un «¡Que te quemas!»
cuando la pequeña descubría su regalo, presa
de excitación, y entonces ambas reían alborozadas.
Laura se dirigió al salón con el paquete en
la mano, seguida por su hija y, tras sentarse en el sofá,
empezó a desatar el lazo rojo con deliberada parsimonia
mientras tarareaba una melodía de pretendido suspense.
—¡Vamos, mamá! —la acució
Marta, acomodándose impaciente a su lado.
Con una carcajada, Laura acabó de deshacer el lazo
y abrió el dorado envoltorio para descubrir una simple
caja de embalaje. Sonrió: sabía lo que había
dentro. Desde pequeña, Marta había utilizado
aquel ardid infantil para demorar el momento de descubrir
la sorpresa y dotar de mayor importancia y misterio a los
modestos regalos que ofrecía a su madre, ya fueran
sencillos trabajos escolares o pequeños detalles que
le compraba en connivencia con su padre. Y en efecto, tal
como Laura esperaba, dentro de aquella caja apareció
otra de menor tamaño también envuelta en papel
de regalo, y dentro de ésta, otra, y así, sucesivamente,
fue descubriendo todas las cajas hasta encontrarse, en la
última de todas ellas, con un sobre blanco. Miró
interrogante a su hija, que la observaba con una sonrisa en
los labios,
y rasgó el sobre con decisión. En el interior,
descubrió una tarjeta plastificada en la que aparecían
su nombre y su fotografía.
—Te he hecho socia del gimnasio que tú querías
—explicó Marta ante su gesto de extrañeza.
Y añadió—: Como siempre dices que quieres
apuntarte y nunca te decides… Ahora ya no tienes excusa.
Puedes ir hoy mismo, si quieres.
—¡Cariño…! —exclamó
Laura, gratamente sorprendida por la originalidad del obsequio—.
¡Es un regalo estupendo! ¡Justo lo que necesitaba!
Muchas gracias, mi amor.
Besó a Marta en la mejilla en señal de agradecimiento,
pero ésta insistió desconfiada:
—¿Te gusta de verdad, mamá? No estaba
segura de acertar…
—¡Claro que sí, cielo! Es un regalo genial.
Mañana mismo me compro el equipo para empezar cuanto
antes. Te lo prometo.
—Vale. Me alegro de que te guste, mami —aceptó
la joven, abrazando zalamera a su madre—, pero tendrás
que pagar tú las cuotas mensuales, ¿eh? Yo sólo
te he regalado la matrícula.
—No te preocupes —rió Laura—. Has
tenido una gran idea, mi vida, gracias.
—¡Huy! ¡Qué tarde es ya! —exclamó
Marta, levantándose de un brinco, tras consultar el
reloj del salón—. Tengo que irme. ¡No me
esperes para comer!
—Pero hija, pensaba invitarte a un restaurante…
—El sonido del agua de la ducha, que Marta acababa de
abrir en el baño, ahogó la débil protesta
de Laura.
—¡Lo siento, mami! —gritó Marta,
para hacerse oír por encima del rumor del agua—.
Es que he quedado con Sergio y unos colegas. Comemos juntas
otro día, ¿vale?
Laura no respondió. Tampoco su hija esperaba respuesta;
había cerrado la puerta del baño y tarareaba
una canción que había seleccionado previamente
en su inseparable MP3. Laura suspiró resignada tragándose
su decepción, y se dispuso a poner un poco de orden
en la casa. Bien mirado, se dijo, ¿qué importaba?
Ya no tenía edad para andar celebrando cumpleaños.
Era casi mediodía cuando el timbre del teléfono
interrumpió sus concienzudos
ejercicios de autocompasión.
—¡Felicidades, preciosa! —exclamó
Elena desde el otro lado de la línea telefónica.
—¡Vaya! ¡Gracias! Creía que este
año te habías olvidado de mí…
—¿Cómo iba a olvidarme, tonta? Es que
no quería molestarte demasiado temprano. Bueno, ¿qué
planes tienes para celebrarlo? ¿Está Marta contigo?
—¡Qué va! Hace rato que se ha ido, y no
creo que vuelva a verle el pelo en todo el día.
—¡Será descastada! —bromeó
Elena—. Al menos te habrá felicitado.
—Sí, claro… Y además me ha preparado
el desayuno y me ha hecho un regalo estupendo —explicó
Laura con orgullo.
—Bueno, menos mal… Entonces, ¿qué
te parece si comemos juntas?
—Y, sin esperar respuesta, añadió—:
Hace un día fantástico. Paso a recogerte dentro
de una hora y te invito a comer en alguna terraza del Puerto
Olímpico.
Laura apenas tuvo tiempo de responder antes de que su amiga
colgara el aparato. Elena era así: dinámica,
arrolladora… a veces, incluso un poco estresante; pero
era su mejor amiga y Laura, que la quería como a una
hermana, no podía concebir la vida sin ella.
Se conocieron en la escuela primaria y, desde entonces, no
habían vuelto a separarse. Habían crecido juntas,
compartido las primeras ilusiones y las primeras decepciones
de sus años infantiles y, con el paso del tiempo, los
momentos más dichosos y también los más
tristes.
Habían descubierto el mundo de la mano y afrontado
unidas los misterios y avatares de la vida. Y, pese a ser
muy diferentes la una de la otra y haber encaminado sus vidas
por muy distintos derroteros, su amistad se había mantenido
siempre intacta.
Elena tenía un carácter fuerte y decidido. Ya
desde sus primeros años de colegio había mostrado
un voluntarioso temperamento y gran capacidad de liderazgo.
Y, en lo concerniente a los estudios, era una buena alumna
que lograba notas excelentes sin tener que esforzarse demasiado.
Pero, sorprendentemente, algún rasgo peculiar en su
manera de ser le había permitido eludir siempre el
temido e indeseable epíteto de «empollona»
que la malicia de otros niños y niñas, menos
inclinados al estudio, solía adjudicar a quienes, como
ella, entendían que iban al colegio para aprender.
Quizás, ese respeto que le mostraban sus condiscípulos
se debía a que no encajaba en la típica imagen
de la niña tímida y callada que solía
refugiarse en los libros, sino que era abierta y comunicativa,
ocurrente y divertida, tomaba la iniciativa con frecuencia
—por no decir siempre— y era incuestionablemente
secundada por sus compañeros y compañeras de
clase, que se enorgullecían de poder contar con su
amistad y su aquiescencia.
Elena manifestaba un genuino deseo de aprender, su curiosidad
era insaciable, y abordaba cualquier tema de conversación
con tan apasionada convicción y aparente conocimiento
de causa que resultaba difícil rebatirla. Desde muy
niña tuvo una actitud firme y perseverante cuando se
enfrentaba a cualquier reto, por nimio que pareciera, lo que
le había permitido alcanzar, a lo largo de toda su
vida, cuantas metas se había propuesto sin que ningún
obstáculo la hiciera flaquear ni plantearse siquiera
la posibilidad de abandonar un proyecto; al contrario, se
crecía ante las adversidades y parecía disfrutar
doblemente venciéndolas.
Por alguna razón, con el paso de los años, entre
sus convicciones cobró especial fuerza la de no casarse
ni tener hijos nunca. Alegaba, medio en broma medio en serio,
que le horrorizaba la idea de tener a un hombre roncando en
su cama durante toda la vida, y que los niños, lejos
de ser tan tiernos y encantadores como se empeñaban
en afirmar sus madres —probablemente, con la loable
intención de persuadirse a sí mismas ante la
necesidad de tener que soportarlos durante muchos años,
decía—, no eran más que pequeños
monstruos ruidosos y egoístas, y a menudo sucios y
malolientes que, cuando por fin estuvieran medianamente educados,
abandonarían ingratos a sus sufridos progenitores sin
el menor cargo de conciencia y sin volver la vista atrás.
A Laura, las teorías de su amiga le divertían,
y de alguna manera siempre había sentido una secreta
admiración hacia ella porque era rompedora, vehemente,
osada. Nunca le había preocupado lo más mínimo
la opinión que de ella pudieran tener los demás;
no como a Laura, que sin ser mojigata —y probablemente
a causa de la fuerte influencia de su madre, una mujer excesivamente
protectora y perfeccionista— había sido siempre
mucho más tímida y de pensamiento y conducta
más conservadores.
Pese a haber tenido varias relaciones de pareja estables y
duraderas a lo largo de su vida, Elena se había mantenido
siempre fiel a sus principios y jamás ningún
hombre había conseguido doblegar su carácter
ni ponerla siquiera en la tesitura de plantearse traicionar
su ideario. Ya en su madurez —contaba la misma edad
que Laura, con pocos meses de diferencia—, disfrutaba
de su preciada soltería en un bonito y confortable
apartamento situado en una zona residencial del extrarradio
de Barcelona, donde disponía de toda clase de comodidades
y vivía absolutamente entregada a su trabajo, que le
resultaba apasionante y parecía llenar su vida por
completo. Laura no recordaba que su amiga hubiera hecho jamás
ningún comentario que indujera a pensar que pudiera
sufrir, aunque fuera ocasionalmente, el peso de la soledad
—como a menudo le ocurría a ella—, o manifestara
arrepentimiento alguno por haber renunciado a la posibilidad
de ser madre; decía que aquello del reloj biológico
de las mujeres era una soberana estupidez, y añadía
con sorna que, en todo caso, el suyo, había venido
averiado de fábrica. Sin embargo, era tan cariñosa
y comprensiva con Marta que ésta, perspicaz como cualquier
niña de su edad, solía recurrir a ella para
que terciara ante su madre cuando surgía algún
conflicto entre ambas, lo cual ocurría con frecuencia
desde que la joven entró en la pubertad, y durante
buena parte de su adolescencia; «tía Elena»,
de mente más abierta y liberal que Laura, solventaba
el asunto casi siempre en favor de la muchacha, que sabía
muy bien a quién dirigir sus protestas y lamentos.
A Laura, aquellas intromisiones de su amiga en su vida familiar
no le molestaban en absoluto, sino que incluso las agradecía
y no dudaba en consultar con ella las dificultades que se
le planteaban con la educación de su hija. Elena era
el contrapunto que necesitaba; desde una perspectiva más
distante y objetiva, la ayudaba a tomar decisiones con respecto
a Marta cuando se veía confrontada con los frecuentes
problemas de aquellos primeros años de adolescencia
en que la joven necesitaba probarse a sí misma —y
a los demás— constantemente, encontrar su lugar
en el mundo y afianzar su personalidad.
En ocasiones, esto rebasaba la capacidad de Laura, quien lejos
de poder contar con la ayuda del padre de la chica en la medida
de lo deseable, hallaba en él otro punto de fricción
que acababa por enfrentar a madre e hija, porque la consentía
y la malcriaba en exceso durante todo el tiempo que pasaban
juntos; y Laura lo comprendía, pero después
era ella quien se las veía y se las deseaba para volver
a meter a la niña en cintura y lamentaba tener que
hacer siempre el papel de «mala». No obstante,
era evidente que, a sus diecisiete años, Marta entendía
con meridiana claridad todo lo que su madre había hecho
por ella, y la adoraba. Y Laura se sentía compensada
por todos los malos momentos que había tenido que pasar
aquellos años en los que tuvo que criarla y educarla
prácticamente sola.
Se encontraba ya en el rellano de la escalera esperando el
ascensor, cuando el sonido del teléfono la obligó
a entrar de nuevo en su casa y correr al salón para
atender la llamada.
—¡Felicidades, hija! —gorjeó la voz
de su madre.
—Gracias, mamá.
—¿Qué? ¿Cómo te sientan
los cincuenta? —Laura sintió un escalofrío.
Su madre disfrutaba hurgando en las heridas, aunque fuese
en tono de broma—. Pronto me vas a alcanzar, ¿eh?
En efecto, la edad de su madre se había perdido en
algún oscuro agujero del tiempo y parecía que
nunca iba a confesar los setenta, aunque eso le supusiera
convertirse, año tras año, en una madre cada
vez más precoz…
—Oye, hija —prosiguió, tras reír
ella sola su propia gracia—, vendréis a comer
la niña y tú, ¿verdad?
—Mamá, ya te dije que no iría, y Marta
no está. Voy a comer con Elena, que me está
esperando abajo. Por la tarde me paso un ratito a veros, ¿de
acuerdo?
—Pero hija —insistió la madre, apenada—,
estas cosas deben celebrarse con la familia… tu padre
se va a llevar un disgusto.
—Dile que no se preocupe, que pasaré a tomar
el café con vosotros —respondió Laura,
armándose de paciencia ante uno de los habituales chantajes
emocionales de su madre.
—Desde luego… —se lamentó la mujer—,
hoy en día es que ya no se respeta nada, se están
perdiendo hasta las tradiciones familiares. No sé adónde
vamos a ir a parar… ¿Y Marta? ¿Cómo
es capaz de dejarte sola en un día como éste?
—Es joven, mamá. No tiene importancia…
—Está bien, hija. Tú sabrás…
Ven cuando quieras. Aquí estaremos, como siempre…
—concedió la madre, tratando de dar a su voz
el tono más lastimero posible.
—Hasta luego, mamá. Dale un beso a papá
de mi parte.
—Adiós, hija.
Colgó el aparato soltando el aire que había
estado conteniendo durante toda la conversación con
su madre. Lo último que deseaba aquel día era
pasárselo escuchando innumerables consejos no solicitados
y un rosario de reproches ante la dolorosa presencia, casi
espectral, de su padre; encogido en un rincón del sofá
observándola, ora con extrañeza, como si no
la reconociera, ora con una súbita expresión
de adoración que la enternecía, mientras ella
le sonreía con impotencia, acariciándole la
mano, sin poder hacer nada por evitar que las tinieblas se
adueñaran poco a poco de su mente y lo sumieran en
una oscuridad de la que ya nunca podría regresar.
El teléfono volvió a sonar y Laura resopló
fastidiada. Al parecer, su madre había olvidado decirle
algo.
—¿Sí? —respondió.
El desconcierto inicial se trocó en desagrado al reconocer
la voz de Javier tras un breve silencio. El padre de Marta
parecía siempre sorprendido y confuso cuando era Laura
la que contestaba al teléfono, y eso la irritaba sobremanera.
¿Qué esperaba? Sabía perfectamente que
ella también vivía en aquella casa.
—Esto… Perdona… soy yo… —balbuceó
él al fin.
Sabía de sobras de quién se trataba, y de no
haber olvidado que era domingo y la hora exacta a la que él
solía llamar a su hija, no habría cogido el
teléfono.
—¿Se puede poner Marta? —preguntó.
—No está —respondió Laura secamente.
—¡Ah…! Bueno. Ya la llamaré en otro
momento.
—Bien. —Laura colgó bruscamente, sin despedirse
ni aguardar a que él lo hiciera.
Volvió a salir de casa y, tras cerrar de nuevo la puerta
con llave, entró en el ascensor que ya se encontraba
detenido en su piso. Se echó una ojeada en el espejo
del interior y se dio cuenta de que tenía el ceño
fruncido. Respiró hondo y trató de relajarse.
La conversación con su madre la había puesto
de mal humor, y sólo le faltaba Javier para acabar
de estropearle el día… ¿Cómo era
posible que, después de diez años separados,
le siguiera perturbando oír la voz de su ex marido?
«Ni siquiera ha sido capaz de felicitarme por mi cumpleaños
—rumió con tristeza—. Quizá no se
ha acordado… Bueno, en realidad, ¿por qué
habría de hacerlo…?». Ya en la planta baja,
cerró la puerta de la cabina tras de sí, sacudió
la cabeza como si tratara de desembarazarse de aquellos ridículos
pensamientos, bajó los cuatro peldaños que la
separaban de la puerta de la calle y se dejó envolver
por aquel reconfortante y tibio sol de primavera. Vio a Elena
al otro lado de la calle, que había aprovechado la
espera para fumarse un cigarrillo junto a su coche y la saludaba
con la mano mientras tiraba la colilla al suelo; por más
que Laura lo había intentado, no había conseguido
convencerla de que dejara de fumar, pero nunca lo hacía
cuando estaba con ella porque sabía que le desagradaba.
Respondió a su saludo con alegría. Era cierto,
hacía un día espléndido. Al fin y al
cabo, no se le ocurría una forma mejor de celebrar
su cumpleaños que disfrutando de una buena comida junto
al mar y de la amena e inagotable charla de su amiga.
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