Nadie
los vio partir ni oyó sus voces en ese fragmento
oscuro de la vigilia que amortiguara el relámpago…
Mar del Plata, algún día de 1940…
Llovizna del sur. En la rada del golfo embravecido
el pequeño lanchón cabecea violentamente sacudido
por la marejada gruesa. Sujeto al ancla y dando el frente
a la tormenta tironea encabritado. Las aguas se agitan enturbiadas
por el fondo del mar, y en lo que abarca la vista la playa
parece ribeteada de blanco por la espuma de las rompientes
que braman con monótona persistencia. Súbitamente
el viento cambia al Este y con ello arrecia la tormenta. Las
olas agrandadas lanzan ruidosamente su potencia sobre la playa.
Desapareciendo en las hondonadas de agua y emergiendo en las
crestas se acerca el segundo lanchón de aquel terceto
que se hiciera a la mar hace tres madrugadas. Desde la orilla
le arrojan las sogas de amarre y se intercambian gritos de
saludos en dialectos italianos. Mientras los hombres trabajan
entre ruido de marejada y vociferaciones, las lágrimas
se atrincheran en los ojos de las mujeres, que junto a algunos
niños amurallan su presencia empapada y que desesperadamente
buscan entre los rostros recién llegados. Tan sólo
algunas se desprenden del grupo y trémulas encaran
la pendiente de pedregullo que llega a la orilla en busca
del abrazo de aquel que han reconocido, mientras la lluvia
atormenta sus caras y sus pantorrillas desnudas. Cuando, abrazadas
a su hombre, vuelven a pasar cerca de las que aún esperan,
un silencio compasivo y miradas de respeto se animan en sus
rostros pálidos.
La noche nueva no está lejos y la tormenta parece apresurarse.
Más olas se estrellan en la restinga y las barrancas
cercanas, con ruido apagado como explosión subterránea;
después se alejan arrastrando el pedregullo con fragor
semejante al que produce el viento cuando azota una montaña.
Un relámpago enciende al pequeño pueblo encalado
y por un instante se ven recortados en negro los perfiles
de aquellas otras mujeres que ya no tienen a quien esperar,
pero que saben de la recóndita desesperación
que reconocen hoy en aquellas caras dolientes.
En la playa tres de ellas se han arrodillado e imploran al
cielo, mientras en la orilla pedregosa prácticamente
todos los hombres de aquel pueblo pescador, con serenidad
que admira, esperan que en el mar aparezca la lancha que aún
falta. Inesperadamente sobre el lomo de una onda se iza el
gallardete anhelado. Hunde la proa en las olas, desaparece
en las hondonadas de agua, reaparece luego en lo alto de las
crestas chorreando espuma y se desliza de las mesetas líquidas
cuesta abajo en los embudos; en su pequeña cubierta
barrida por las olas un tripulante de pie, firme a pesar del
balanceo, con las piernas separadas a modo de tijera y dando
la impresión de estar atornillado, lleva en las manos
una soga a modo de lazo.
Brazos, pañuelos, capas y sombreros se agitan en el
aire. Una chata remolcadora, con algunos hombres, se mete
en el mar unos trescientos metros para tratar de prestarle
ayuda. Internados en las heladas aguas que los azotan, los
pescadores de la chata sostienen en alto un cabo que intentan
hacer llegar hasta la embarcación que aún se
halla demasiado lejos. El lanchón, de pronto, describe
un semicírculo peligrosamente cerrado. Se lo ve detenerse
al ser izado sobre una cresta, se lo ve maniobrar dificultosamente
tratando de recuperar el rumbo. En él y en la playa
estalla simultáneo un clamoreo de alarma y gesticulaciones
desesperadas.
Jadea la caldera de la chata remolcadora, exigida al máximo,
mientras la confusión aumenta. En medio de tanto estrépito
y pánico sólo dos hombres parecen insensibles
a todo lo que no sea su trabajo: son los dos marinos que,
de pie en el interior de la chata, manejan los cabos casi
trágicos. Sólo se refleja su sensación
de inquietud en las rápidas y sucesivas miradas hacia
el mar para observar la lancha pescadora que seiscientos metros
más lejos, y en lucha despareja, se bate con el oleaje
que pretende detenerla.
La lancha recibe ahora el embate de las olas en posición
sesgada. Aumentan los pedidos de auxilio y las señas
desesperadas; parece que es ya imposible que la ayuda pueda
llegar a tiempo.
Un golpe de mar la toma ya sin gobierno; la inclina embarcando
agua, pero no llega a volcarla. Queda atravesada a merced
de la próxima ola que avanza con furia mientras aumenta
de tamaño con presagio de tragedia… Pero en la
cresta aparece también la chata remolcadora. Entre
nubes de espuma y humo se lanza veloz por esa pendiente de
agua tomándole una pequeña ventaja, y desde
pocos metros le arroja el cabo de amarre que manos hábiles
envuelven con rapidez en el cabrestante, y sobre el mismo
movimiento la lancha retrocede poniendo la soga en tensión
para que la tome de frente. El golpe del mar es violento.
La lancha pescadora escora peligrosamente y de su interior
se eleva un pavoroso vocerío. El maderamen cruje por
la fuerza del impacto como si fuese a quebrarse, pero el cabo
nuevo resiste bien y la barcaza queda de frente a la tormenta.
Increíblemente, por menos de un minuto se ha evitado
la tragedia. Los pedidos de auxilio de los pescadores, que
en los últimos segundos habían cedido ante horrorizados
suspiros, se transforman de improviso en aplausos, vivas y
gritos de aprobación a la labor hábil y valiente
de aquellos hombres de mar.
En la capilla escasa las oraciones se repiten, y al paso de
cada agradecido feligrés los pies de la Madona se cubren
más de flores.
Un solo murmullo abanica el aire...
Grazie... ¡In il nome di Il Pater, et Filis,
et Spíritu Sancti!
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