Al abrir 
                    la puerta de la salida, el viento golpeó con fuerza 
                    el rostro de Martín y lo hizo detenerse un momento; 
                    retomó el paso y a toda velocidad continuó su 
                    frenética carrera, necesitaba alejarse de esa casa, 
                    necesitaba alejarse de aquel hombre. De la mano llevaba a 
                    su madre y unos pasos más atrás venía 
                    su hermano. Todos sabían que no quedaba mucho tiempo 
                    antes de que él los alcanzara. Tenían que escapar. 
                      
                    La madre solamente llevaba consigo unas cartas y el más 
                    profundo deseo de desaparecer. A la mitad de la desenfrenada 
                    carrera, la desesperación y la angustia hicieron que 
                    las cartas se le soltaran y se regaran en el suelo obligándolos 
                    a detenerse.  | 
                Bajo 
                    la maleza
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                 Martín 
                    comenzó desesperadamente recogerlas pero la increíble 
                    fuerza del viento, arrojaba los papeles en todas direcciones; 
                    los tres corrían en medio de una ansiedad sofocante. 
                     
                    Cuando parecía que habían reunido todas las 
                    cartas, una de ellas, quizá la más importante 
                    de todas, se negaba a regresar y entre tumbos y volteretas 
                    se fue a meter a un agujero que se encontraba escondido en 
                    medio de la maleza de aquel interminable jardín. 
                     
                    Martín se arrodilló e intentó alcanzarla 
                    con el brazo, no lo podía creer, aquel hueco de tierra 
                    era más profundo de lo que aparentaba y a pesar de 
                    intentarlo con todas sus fuerzas, sus dedos ni siquiera alcanzaban 
                    a rozar la carta. Se detuvo un instante y tomó la decisión 
                    de bajar por ella. En el momento en que se sentó a 
                    la orilla de aquella zanja escondida, su madre le tocó 
                    el hombro y con los ojos casi desorbitados le suplicó: 
                     
                    - ¡Olvídalo, ya no hay tiempo!- 
                     
                    Martín no contestó nada y empezó a deslizarse 
                    sentado, tratando de alcanzar el documento. Inmediatamente 
                    después de tocar el fondo con los pies, se inclinó, 
                    tomó la carta y se estiró para pasársela 
                    a su madre. Desde ahí abajo, alcanzaba a verla a ella, 
                    más atrás a su hermano y al fondo aquella casa 
                    de la que tanto deseaba escapar. El ambiente estaba cubierto 
                    por un color gris verdoso que presagiaba una fuerte tormenta 
                    y el viento no paraba de rugir. 
                     
                    Cuando se disponía a trepar por una de las paredes 
                    internas de aquel agujero, Martín observó a 
                    su hermano volteando en dirección a la casa y con la 
                    cara descompuesta lo escuchó gritar –   | 
               
               
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                ¡Vámonos, ya 
                    no hay tiempo, aquí viene! 
                     
                    Inesperadamente, la salida del agujero empezó a hacerse 
                    más y más pequeña, los gritos de angustia 
                    de su madre y de su hermano se empezaron a hacer distantes 
                    y un violento crujir comenzó a llenar la atmósfera. 
                    Descubrió que la tierra se lo estaba tragando. 
                     
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                La luz empezó 
                    a desvanecerse y en cuestión de segundos se encontraba 
                    en total obscuridad. Sus pies, helados por la angustia, estaban 
                    bien plantados en el fondo. Con los hombros sentía 
                    los límites laterales del agujero y el aliento que 
                    salía de su boca, rebotaba a unos centímetros 
                    de su cara. Estaba atrapado. Sepultado vivo. 
                     
                    Martín empezó a llorar. 
                     
                    Cuando pensó que nada más podía empeorar 
                    la situación, nuevamente regresó aquel crujido 
                    endemoniado de rocas rozando con rocas y lentamente sus rodillas 
                    empezaron a doblarse, instantáneamente empezó 
                    a rozar con ellas la pared frontal de esta prisión 
                    y el espacio se redujo dramáticamente. El crujir se 
                    detuvo y Martín percibió un penetrante olor 
                    a tierra mojada que cubría aquella minúscula 
                    celda. El aire parecía hacerse más denso con 
                    cada latido de su corazón y el techo comenzó 
                    a crujir una vez más. Entre lágrimas, Martín 
                    sintió como una punzada en el alma y recordó 
                    que estaba dormido, que todo era un sueño; mentalmente 
                    empezó a recrear el momento en que se había 
                    acostado la noche anterior y sin pensarlo más, estiró 
                    un brazo y removió el techo que lo cubría. Ahí 
                    frente a él, estaba el techo de su propio dormitorio 
                    mezclado con la tierra y la maleza de la entrada al agujero; 
                    estiró el otro brazo, tomó con fuerza la orilla 
                    de su sueño y se impulsó hacia arriba hasta 
                    quedar sentado justo en la línea que dividía 
                    su pesadilla de la vigilia. Sentado, con las piernas colgadas 
                    hacia la realidad y flotando en medio de su habitación, 
                    echó un vistazo a sus espaldas y observó el 
                    agujero con la maleza, miró hacia abajo y se descubrió 
                    a sí mismo acostado en una cama sencilla apenas cubierto 
                    por una sábana. No lo pensó más y saltó 
                    hacia sí mismo intentando olvidar para siempre la pesadilla 
                    en la que se encontraba. Mientras iba cayendo, una brillante 
                    luz verdosa comenzó a llenar la habitación y 
                    lentamente regresaron los sonidos. Escuchó una voz 
                    de hombre que en tono enérgico gritó: -¡Llévenselo!-. 
                    y nuevamente sintió que el alma le daba un vuelco. 
                    Empezó a entenderlo todo. Llegó hasta su propio 
                    cuerpo y por más intentos que hizo, no pudo entrar 
                    en él. De un sólo golpe se le atragantó 
                    la realidad y recordó aquella casa y su interminable 
                    jardín; recordó la habitación obscura 
                    y el viento azotando la ventana mientras él atravesaba, 
                    sin misericordia, la garganta de su amigo después de 
                    la traición; recordó a su madre suplicándole 
                    que se alejara de aquel lugar; recordó sus propias 
                    manos, llenas de esa sangre pegajosa que no se podía 
                    limpiar porque también llevaba culpa y recordó 
                    a su hermano ayudándolo a cavar en el jardín 
                    de aquella casa, el escondite del cuerpo. Recordó la 
                    más importante de todas las cartas, aquella en dónde 
                    él le explicaba a su madre cómo y cuándo 
                    iba a vengarse de aquel traidor, de aquel hombre que sin compasión 
                    le había robado a su mujer y le había roto el 
                    alma. También recordó todas y cada una de las 
                    palabras que su madre le había escrito en esas cartas 
                    mientras estuvo en prisión y finalmente, con un nudo 
                    en la garganta, Martín recordó el momento en 
                    que se recostó en aquella cama sencilla, cubierto apenas 
                    por una sábana, segundos antes de que empezara su propia 
                    ejecución. 
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                    Relatos de © Arturo Palavacini, seleccionados 
                      por el autor para la revista mis Repoelas: 
                       
                      Bajo la maleza  
                       
                      Cuello blanco 
                       
                      
                     
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