Lo he reconocido,
su silueta familiar, desgarbada; sus ropas desaseadas y los
ojos a punto de salirse de sus órbitas. Pude correr
entre la gente y abrazarlo, pero preferí que esos desconocidos
lo confortaran. Impresionaba verlo desvalido, vulnerable,
casi como un pequeño cachorro que ha perdido a su dueño
en un día lluvioso.
¿Qué cruel extravío! Presentí
el final cuando lo vi esa mañana. Cómo describirlo,
había pasado solo la tarde y que lucía destruido.
Seguía llorando entrecortadamente cuando la mujer le
enjugó las lágrimas. Los jóvenes dijeron
algunas palabras de consuelo y el balbuceó que diariamente
lo visitaría para pedirle sus consejos. Nadie quiso
contrariarlo, menos todavía yo que tenía el
coraje suficiente para hablarle y llevarlo a casa. Me acerqué
a un árbol, me recosté y lo dejamos marchar
por la calle en dirección a su destino. No lo detuve
ni me atreví a someterme al menosprecio de esa gente,
me había empezado a faltar el aliento y dolerme el
pecho. Lo veía marcharse cuesta abajo. Ellos comenzaron
a seguirlo, formaban un cortejo que marchaba silencioso.
Alguien le palmoteó el hombro, lo presentí desfallecer
de dolor. De espaldas parecía sereno como si la tormenta
hubiese amainado en su interior.
Me llamó la atención la polarización
de los efectos de ese grupo de personas. Exhalaban un anhelo
de sangre que se percibía en el aire. Era una especie
de alucinación mía. Un delirio persecutorio
que me rondaba y se refería al entrenador de perros.
Me agité interiormente porque lo dejé ir, no
intenté detenerlo, ni siquiera invitarlo a conversar
o simplemente a sentarme con él, en un banco solitario.
Lo conocí en casa de Victoria, durante una velada musical;
me dijeron que se dedicaba a organizar carreras de perros.
Los adiestraba y luego dejaba que los apostadores eligieran
a sus favoritos. Era mal visto en la ciudad, porque la sociedad
protectora de animales lo consideraba una persona despiadada,
por lucrar de ese modo con las miserias humanas valiéndose
de los canes. Había conseguido un importante capital,
pero no lo dejaban frecuentar la vida social de las familias
de bien. Prácticamente se convirtió en un ermitaño.
La situación en nada le molestaba y hasta parecía
divertirle. Cuando la soledad le sobaba las costillas, una
buena ópera le rescataba del derrumbe.
Algunos se asombraban de su capacidad para reconocer las obras
más famosas de ese género. Fue por medio de
la ópera que conoció al maestro. Nadie comprendía
ni podía explicarse la relación que se había
establecido entre ellos.
Diariamente, el entrenador de perros pasaba por su casa para
la charla acostumbrada. La visita se había convertido
en un rito. Llegaba puntualmente a las cuatro de la tarde,
cuando la señora María acababa de disponer la
merienda. Eran infaltables el café con leche y las
medialunas sin relleno que el maestro cultivaba como una secreta
adicción. Ambos estaban convencidos que tenían
pocas cosas en común; pero, compartían esas
pequeñas cosas, estaban menos solos que consigo mismos.
Luego del reconfortante momento, se debatían en juegos
de memoria, repasando los listados de las obras que consideraban
las más reconocidas, mientras escuchaban fragmentos
de las versiones italianas. Él comentó al maestro
que su padre había sido un conde, oriundo de Florencia,
a quien no conoció porque fue hijo de una mujer soltera.
Creció en tierras cercanas a los esteros del Chaco
paraguayo, casi en frontera brasileña y boliviana.
Como su madre trabajaba en una estancia, él fue internado
en un hogar a cargo de unos religiosos italianos, donde aprendió
las letras y se aficionó por la ópera. Al maestro
le sorprendió su buen oído y fue otorgándole
ciertos privilegios de representación, negados a los
eruditos de la música. Él le daba consejos para
el manejo de sus ahorros y sobre todo le indicó el
camino de una vejez llevadera en medio del tumulto que ocasionaba
su persona. Ladraban los perros y era ensordecedor. No se
habrá visto semejante espectáculo en toda la
ciudad, en le tiempo transcurrido desde el estro de los canes.
A veces, el maestro abandonaba su casa santuario y en un inaudito
hecho asistía a las carreras de su amigo. El escándalo
hubiera sido menor si un celoso defensor de la moral no hubiese
descubierto que apostaba a los canes. Nadie pudo acreditar
que el maestro haya disparado certeramente sobre el animal,
el que cayó muerto. Apostó a un perdedor y en
un arranque de furia desenfundó un arma que llevaba
en la cintura, matando de un tiro al can.
Los perros sobresaltados se abalanzaron sobre el anciano,
la baba empapó sus ropas; nadie supo quién lo
arrebató de las fauces de la jauría. Un gentío
enmudecido lo rodeó mientras llevaban al maestro a
un centro sanitario especializado. No se atrevió a
avanzar ni a hablar. El día anterior pensó que
la jornada sería exitosa, aunque se inquietó
cuando los perros ladraron y ladraron hasta quedar prácticamente
roncos. Había revisado el patio, su demarcación
y los límites del cuadrilátero de la competencia;
con parsimonia planificó a los competidores y sus turnos.
Si alguien le hubiese advertido sobre una tragedia, se habría
reído.
La noticia se propagó inmediatamente, el maestro falleció
víctima de la agresión de los perros; lo consideraban
un infeliz, un resultado de los delirios musicales que alimentaba,
lo llamaban el loco de turno, en torno al maestro. Por más
que el maestro fuera un saco de huesos, él no necesitó
más para darse cuenta que, al igual como le había
ocurrido a su abuelo, los perros le habían partido
en dos el cuerpo.
Recordó a la señora María que no contuvo
el llanto y le gritó hasta quedarse afónica.
Se aferró a sus brazos y le clavó las uñas,
diciéndole: ¿así me lo entregas? Él
levantó sus manos al vacío. Cada uno sentía
según la intensidad de su duelo. Ese entorno lo tomó
desprevenido, lo turbó y desgarró su espíritu.
Quiso huir de sus propios sentimientos y preguntó adónde
lo habían llevado.
Él había infundido esperanzas o expectativas
al maestro. Ya no pudo contener su llanto. Lloraba la muerte
de un amigo. Los funerales fueron pomposos, quizá hasta
el maestro se revolvía en una especie de estupor en
el ataúd ante la grandiosidad del evento. Lo llevaron
hacia una tumba, pero no acompañaban a un muerto que
se les adelantara en abandonar este mundo, sino a alguien
colocado en el pedestal de la gloria.
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Sabía
en fondo de su alma que su amigo había disfrutado de
su compañía, hasta que se había lanzado
al reto de apostar en las carreras; lo traicionó una
hilacha de miseria humana, se abandonó a una leve ambición
y se cegó ante una pequeña derrota. Lloraba
sin desconsuelo cuando se encontró, en la calle, con
los estudiantes de música. Seguía llorando cuando
sintió el primer golpe, luego el pavor le entumeció
las piernas; sus labios probaron el sabor salobre y tibieza
de la sangre. Los árboles de la plaza se le abalanzaron,
los jóvenes gritaban y él no comprendía
el significado de las palabras. Miró el firmamento
y se dio cuenta que las nubes negras ensombrecían más
la noche. Cayó en un leve sopor que luego fue vertiginoso.
Lejos, muy lejos de eso, en el patio, los perros ladran mientras
que mis ojos secos no miran nada. |