Las botas mojadas,
pesadas por el agua, dificultaban la subida por el acantilado
arriba y la marcha rápida por senderos adivinados,
casi inventados al borde mismo del acantilado.
Un graznido ronco de gaviota le advirtió del peligro,
del precipicio cercano. Pudo vislumbrar a través de
la película de agua que le bañaba la cara, la
silueta gris del ave planeando lento a su lado, casi a la
altura de su hombro. Instintivamente, desviándose en
cuatro largas zancadas, arriesgadas, topó con el camino
vecinal, ahora embarrado, que enlazaba con la carretera comarcal.
Aún le separaban de Claridades varios kilómetros
y hubo de realizar a pie el trayecto hasta el apeadero más
próximo, mientras la lluvia arreciaba fina y tímidamente.
Cuando el autobús llegó a las inmediaciones
del barrio de pescadores la tarde dejó paso de nuevo
a un brillo tenue que alegró las calles empedradas,
vacías de gentes.
Ya en la habitación del hostal en La Taberna se desembarazó
de su maltrecha vestimenta y, cansado por la carrera y la
llovizna incesante, se dejó caer rendido en la cama,
se cubrió con las mantas hasta el mentón y aún
pudo observar el agrisado tono del cielo que asomaba por la
ventana del ático. Después, en apenas un instante,
se quedó de nuevo dormido, exhausto, profundamente.
Como entre sueños reconoció el acantilado que
momentos antes había recorrido en distraído
paseo. Observó las oscuras rocas de aristas arrugadas
y el estrecho sendero de arena que bordeaba el canto de la
costa. Podía escuchar el rumor cercano del mar y los
graznidos de las gaviotas de sonora estridencia, saludándole
allá arriba. La tarde llegaba a su fin y, en bandadas,
las aves regresaban hacia el este, a su hogar. El islote de
Los Pájaros flotaba entre el dorado tono del oleaje
como un paraíso perdido, un nido prometido.
...Allí estaba la gaviota, azuladamente gris, posada
en la repisa de su ventana, recortada sobre el tamiz nublado,
pero calmo del cielo. Le saludaba la gaviota, le preguntaba
qué tal estaba, cómo había ido todo,
si ya se encontraba a salvo. Se preocupaba por su bienestar,
antes al borde del acantilado y, ahora, cómodo, recostado
en su lecho. Así, desplegó sus alas en lento
batir y abandonó la ventana para reemprender el vuelo...
Le pareció haber escuchado cómo le hablaba el
ave. Le pareció haberla visto allí, en su cornisa,
despidiéndose para reiniciar su viaje y remontar hacia
lo alto... Le pareció contemplar su sonrisa mientras
aleteaba alegre, firme, majestuosa...
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