El cuarto olía a alcanfor, a vahos de eucalipto 
                      y tisanas milagrosas.
                      Las paredes de pinturas desteñidas descascaraban 
                      el tiempo en los rincones, entristeciendo aún más 
                      las horas, la luz amarillenta del velador.
                      El cubrecama en cuadrados de crochet, caía en jirones 
                      al suelo de mosaicos gastados junto a las sabanas cómplices 
                      del insomnio.
                      Frente a la cama, la ventana, hechicera de sueños, 
                      por donde los tímidos rayos de sol se filtran entre 
                      las hojas del ceibo. Pesadamente, se abrieron los ojos en 
                      tortuoso lamento con la sangre quemando los huesos. Otro 
                      día trayendo la vida con el murmullo externo, pájaros, 
                      cielo, hermoso reflejo de bellos recuerdos.
                      Todo se detiene en un instante de respiración cortada. 
                      El paisaje de la ventana se acerca más a sus ojos 
                      de fuego. Se posa en la rama del ceibo el hornero, estira 
                      el hombre levemente sus dedos queriendo alcanzarlo su mano, 
                      piel y huesos. Imposible dominar su cuerpo tieso. Una lágrima 
                      rueda por el surco de su cara y en ella, se dibuja una sonrisa. 
                      La luz del sol inunda la pieza agigantando la ventana. Tan 
                      grande es el paisaje que el pájaro voló sobre 
                      la cama. Brillaron de colores las paredes y tanto resplandor 
                      borró el cuarto devorado por las ramas del árbol. 
                      El cielo se hizo más azul, el aire enrarecido se 
                      perfumó con rosas, la vida entró por la ventana, 
                      perdiéndose el hombre en el paisaje.