|
Se
trataba de una tarde de cielo azul claro impoluto. Gélido
como la sensación que tenía en mi cara, sentado
en aquel banco del parque. A pesar de estar bien arropado,
la sequedad heladora lograba traspasar algún que otro
recoveco de aquella maraña compuesta de abrigo, bufanda,
gorro y no sé cuántas cosas más que me
habían colocado.
Observaba con paz el columpio, ya nadie empujaba a Israel,
mi nieto. Éste había aprendido a estirar y encoger
las piernas en el momento oportuno, por fin era autónomo;
dueño de sus propios balanceos en aquel columpio mágico
que ambos compartimos durante tanto tiempo. Enseñar
a mi nieto a domar el equilibrio en aquellos primeros meses
de enfermedad, hace ya tres años, era uno de los pocos
alicientes que mi vida conservaba por aquellos entonces. Nunca
había sido una persona proclive al desánimo,
pero desde hacía unas semanas casi todo había
dejado de tener sentido. No había una razón
aparente, tan solo era así. Más bien no debería
ser así, quiero decir que tenía mi primer nieto,
con un año. Paula e Ismael con trabajo y sin aparentes
problemas, salvo la separación del chico, que tampoco
fue nada traumática. Las cosas no iban mal, me encontraba
acercándome a la meta y podemos decir que el público
aplaudía. Sin embargo mis emociones no opinaban lo
mismo. Incluso cuando Amparo falleció, mi mundo interior
guardaba más armonía, aunque quizás suene
algo inmoral, viví el proceso del duelo con una naturalidad
serena: acompañado por mis dos hijos, con gente a la
que contar cómo me encontraba tal o cual día.
Mi corazón podemos decir que incluso saboreó
las distintas tonalidades que la amargura iba adoptando en
mi pecho. Hace ya seis años de su falta y aún
la echo de menos, pero jamás me faltó el ánimo
como cuando todo esto comenzó a dar la cara.
Por lo visto el estado depresivo en el que había entrado
era una de las presentaciones de la enfermedad, eso dijo el
médico. Imaginé a la enfermedad presentándose,
quitándose el sombrero, sonriente, la muy puta.
Cuando nombraron la palabra Parkinson me extrañó.
No tenía temblores. Las pruebas y los hospitales comenzaron
una mañana de media felicidad, una mañana cualquiera.
Me había obligado a comprar el pan, que tanto gustaba
a Amparo, cada día del año. Rara vez acompañaba
la comida con él, pero se había convertido en
un ritual diario, como quien va al cementerio a llevar flores
o hace misas por sus difuntos. En mi caso iba a por el pan
y ese era mi homenaje. A la misma panadería a la que
ella acudía, acompañada por mí, ahora
iba yo, en parte acompañado por ella. Esa mañana,
que era como tantas otras, me disponía a cruzar la
carretera. Siempre por el mismo paso de cebra, hacia la misma
tienda de pan, pero mi cuerpo no fue el mismo. No pude cruzar.
No sabía ponerme en marcha, estaba paralizado. Mis
piernas se negaron a hacer lo que yo les ordenaba. No podían
faltarme ellas también, no era justo. Mis ojos preocupados
se asomaron al interior de algún coche cuyos habitantes,
ajenos a mi desgracia, parecían de todo menos comprensivos
con mi terror. Apenas duró unos segundos, me di la
vuelta, volví a casa. Sin la barra de pan, sin la compañía
de Amparo.
Comenté lo sucedido con mi hija Paula, que pidió
cita con mi médico de familia. Insistió en ir
a urgencias, pero fuera lo que fuera aquello, iba a tener
que esperar. Durante las semanas que me separaron de los resultados
de las pruebas solicitadas por la neuróloga, donde
fui derivado, algo empeoró. No sólo volvió
a suceder, esa parálisis momentánea; además,
mi cuerpo se encontraba rodeado de una funda metálica
que le impedía ser autónomo, libre. Me sentía
en una celda que tenía, exactamente, mi tamaño
y mi forma.
|
|
No había
rastro de temblores, pensé que se trataba de agotamiento,
poco me importaba si físico o emocional. La depresión
podía manifestarse así de hecho. Llegó
el día de los resultados: Parkinson. Paula comenzó
a hacer preguntas a la neuróloga. Obvié las
respuestas, estaba demasiado concentrado en mí, no
llegué a sentir necesidad de que nadie me explicara
qué me sucedía. Era eso, nada más, Parkinson.
Simplemente atrapado. Meses más tarde llegaron los
temblores. Pero lo que más me limitó fue la
rigidez, se acompañaba de momentos en los que mi cuerpo
simplemente estaba, sin escuchar, sin obedecer; eran minutos
de aparición caprichosa. Mi cuerpo se había
convertido en testigo cruel de un ocaso que era el suyo propio.
Todo el avance fue de una forma fluctuante, pero progresiva.
Tanto la naturaleza de la enfermedad, como los tratamientos,
tienen una curiosa afinidad por los vaivenes; idas y venidas
desesperantes que convierten a tu propio cuerpo en un desleal
amigo.
Ahora me encuentro aquí, en este banco, en nuestro
parque; observando cómo Israel se balancea ágil,
me mira y sonríe alegre. Cada día más
sorprendido de sus capacidades físicas, comienza todo
para él. Paula y su marido me cuidan bien, yo me acomodo
en mi papel de testigo, dando el relevo en la vida, un reemplazo
del que tengo el lujo de ser testigo.
Israel viene corriendo, me pregunta que si le empujo. Suspiro
y espero que mi cuerpo responda, y lo hace. Poco a poco, ayudado
por la mano impaciente del niño, que tira de la mía,
llegamos al columpio. Él encoge las piernas, como cuando
no sabía columpiarse por sí mismo. Abuelo, empuja!
|