SIEMPRE 
                    MÍA 
                  
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                | Mientras corría bajo la lluvia, Laura 
                  presintió que estaba a punto de ocurrirle algo extraordinario, 
                  igual que aquella mañana en la que cambió su vida. 
                  Era viernes, como aquel día, y también caminaba 
                  deprisa y empapada hacia la parada de taxis.  | 
               
               
                 A primera hora recibirían 
                  en la oficina la visita mensual de su jefe, al que llamaban 
                  en tono jocoso el 
                  de Cuenca, y su madre la había telefoneado 
                  casi al alba para recordarle que su vieja amiga Leonor, la del 
                  pueblo, la que había sido como una hermana para ella 
                  en sus tiempos de juventud, llegaría a la estación 
                  a media tarde, por lo que debían ir a recogerla. Y luego 
                  había quedado con Miguel… un aventurero, lleno 
                  de ideas estrafalarias y muchas ganas de vivir que le había 
                  robado el corazón. Era guapo hasta romper moldes y se 
                  habían conocido dos meses atrás, de la forma más 
                  tonta que se podía contar. Aquel día esperaba 
                  un taxi, también era viernes y el 
                  de Cuenca estaba por llegar. Llovía a cántaros 
                  y, cuando daba por hecho que llegaría tarde a la oficina, 
                  un coche rojo frenó en la parada a menos de dos centímetros 
                  de ella; la ventanilla se bajó y él asomó 
                  la cabeza.  —Sube, te llevo —Su voz era tan agradable 
                  y varonil como el rostro que vislumbró tras la cortina 
                  de lluvia.  —Por si no te has dado cuenta, estás 
                  invadiendo una parada de transporte público —le 
                  reprendió, agitando la mano. Un taxi pasó de largo 
                  y replicó furiosa—. ¡Por tu culpa llegaré 
                  tarde!  —Entonces, sube y no pierdas el tiempo protestando. 
                  —Él estiró un brazo y la invitó a 
                  pasar mientras abría la puerta del copiloto.  
                  Sin pensarlo dos veces, Laura aceptó, le dio la dirección 
                  de la oficina, y el coche se incorporó a la carretera 
                  a toda velocidad. Sabía que debía parecer un cachorrillo 
                  empapado, con su larga melena pegada a la cara, mientras que 
                  él olía maravillosamente. Por otro lado, el calorcillo 
                  de aire acondicionado resultaba delicioso, después del 
                  chaparrón.  Él se llamaba Miguel, la miró 
                  con sus ojos oscuros y le regañó de tal forma 
                  que la hizo encogerse en el asiento. Su voz enfada la desconcertó 
                  al sermonearle y decirle que nunca más debería 
                  montarse en el coche de un desconocido, alguien que podría 
                  ser un desaprensivo.  —Tú eres un desconocido. 
                  —Replicó, incrédula.   —¿Lo 
                  soy? —La miró durante unos segundos, antes de regresar 
                  la vista al frente—. Cuando te vi, ahí parada bajo 
                  la lluvia, te reconocí enseguida…   —¿Nos 
                  conocemos? —Ella se giró para observarlo con atención 
                  y supo que no. Un rostro tan atractivo como aquel no se le hubiera 
                  olvidado.   —Siempre has sido mía —le 
                  sonrió de una forma que no dejaba lugar a dudas.   
                  —¿Esta es tu forma de ligar? —Laura se sonrojó 
                  al escuchar cómo pronunciaba «mía». 
                  Su voz sonaba como terciopelo.  —No.  —¿Y 
                  ya está? ¿Esa es tu respuesta? No puedes decir 
                  algo así, y quedarte tan tranquilo.   —Eso mismo 
                  pienso yo, pero te juro que es la verdad.  
                  Miguel la cautivó con su encanto y con su chocante forma 
                  de decir las cosas. En otra persona hubiera resultado pedante 
                  y pretencioso, pero en las siguientes semanas ella pudo comprender 
                  que aquel muchacho gozaba de una particular sinceridad.   
                  Él la atrajo con su mirada oscura, con su voz suave, 
                  y sus despedidas largas. Todos los días la esperaba en 
                  la parada de taxis y la llevaba al trabajo. Casi se había 
                  convertido en una rutina y ella anhelaba ver aparecer su coche 
                  rojo para poder sentarse a su lado. 
                  Así, comenzó la historia de amor más rara 
                  que se podía contar. Pasaron los días y Laura 
                  fue sabiendo cosas de él. Miguel había terminado 
                  sus estudios de ingeniería y trabajaba desde hacía 
                  poco tiempo en una pequeña empresa. Ella le contó 
                  que era contable, que le gustaba escribir relatos románticos 
                  en su tiempo libre, y que vivía con su madre en un pisito 
                  a las afueras de la ciudad. 
                  Según pasaron los días, las despedidas se hacían 
                  más costosas, ella se marchaba a casa con un desasosiego 
                  que no lograba comprender. Cada mañana lo esperaba más 
                  emocionada, él la recibía con un beso y una frase 
                  hermosa. Era como si Miguel llevara razón al asegurarle 
                  que siempre había sido suya, pensó Laura mientras 
                  llegaba a la parada de taxis. Sus encuentros pasaron a ser citas 
                  y, sin saber cómo, comenzó a necesitar sus palabras, 
                  sus caricias, su sinceridad. Con aquello le bastaba para ser 
                  feliz. Cada vez estaba más segura de que sus destinos 
                  estaban unidos, como él le repetía.  
                  Laura no podía expresar con palabras cómo se había 
                  ido enamorando. Él la conquistó con la simpleza 
                  de su sinceridad, con su ternura. La acompañaba a todas 
                  partes, la hacía reír. Le daba protección 
                  y le hacía sentir aquellas cosas maravillosas que descubrió 
                  entre sus brazos.  
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                 Por fin, una noche que la acompañó 
                  a casa y estaban solos, Miguel le hizo el amor. Él la 
                  tomó con aquella ternura que nunca dejaba de sorprenderla. 
                  Sus besos fueron ardientes, sus caricias la hicieron estremecer 
                  de placer y, cuando la llevó a lo más alto, le 
                  susurró al oído: «siempre mía» 
                  El claxon del coche la trajo de sus recuerdos. Suspiró 
                  cuando se sentó a su lado y Miguel la besó con 
                  rapidez, antes de abandonar la parada de taxis.
				 —Cariño, te has 
                    retrasado y llegaré tarde al trabajo —le advirtió 
                    abrochándose el cinturón—. Es viernes, 
                    y el de Cuenca 
                    está al caer… 
                    Miguel consiguió tranquilizarla antes de despedirse 
                    en la puerta de la oficina. Ya había bajado del coche 
                    cuando Laura recordó que pasaría la tarde con 
                    su madre. Al decírselo, él le comentó 
                    que por la noche tenía una cita ineludible y quedaron 
                    en verse al día siguiente.  
                    A media tarde, su madre la estaba esperando y fueron a la 
                    estación para recoger a su amiga que venía del 
                    pueblo. Leonor resultó ser una señora muy agradable; 
                    las dos mujeres charlaron durante horas de sus años 
                    de juventud y Laura se divirtió mucho al escuchar sus 
                    historias de madres novatas, y de cómo se entretenían 
                    tejiendo jerséis en sus embarazos. También le 
                    habló de su hijito, un bicho que no dejaba títere 
                    con cabeza, y que más tarde la recogería en 
                    el restaurante para llevarla a casa. 
                    Lo que ocurrió después, fue la consecuencia 
                    de un destino burlón.  
                    —¡Ah, ahí está mi hijo! —Señaló 
                    Leonor hacia la puerta del restaurante. 
                    Al girarse, Laura se quedó sin palabras. Él 
                    se acercó, con la incredulidad pintada en su atractivo 
                    rostro, mirándola sin parpadear.  
                    —Laura, te presento a Miguel. —Explicó 
                    Leonor, orgullosa—. Hijo, ella es la muchacha de la 
                    que tanto te he hablado.  
                    Ninguno de los dos dijo nada y las dos mujeres se miraron 
                    extrañadas. 
                    —¿Leonor, te acuerdas de cuando estaba embarazada 
                    de Laura y veníais a merendar a casa?  
                    La otra mujer afirmó con una sonrisa. 
                    —¡Nos reíamos tanto!  
                    —¿Sabes, Laura?—Su madre se inclinó 
                    hacia ella mientras la abrazaba—. Miguel era un diablillo 
                    que se subía mis rodillas, rodeaba mi abultada tripa 
                    con los bracitos y decía muy flojito, para que pudieras 
                    escucharlo: «eres mío, bebé. Siempre mío». 
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                    Relato de © 
                    Ana R. Vivo, todos los derechos reservados 
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