7.30 de la mañana. El despertador comienza a lanzar
su atormentador e irritante pitido. Una mano surge de entre
las mantas y, de un certero zarpazo, lo calla hasta el día
siguiente. “No
hay derecho- piensa con resentimiento la autora de tal hazaña
matutina.- ¡Si apenas he dormido un ratito!”.
Da media vuelta, se arropa cuidadosamente y se dispone a saborear
los mejores quince minutos del día. Es maravilloso.
¡La cama para ella sola! Sonríe perezosamente,
da otra vuelta y comienza a sumergirse en una deliciosa duermevela
en la que todo es cálido y tierno.
Está volviendo a quedarse dormida cuando un suave azote
en el trasero le despeja en parte la mente.
-Vamos, perezosa, que ya son y media pasadas.
Reconoce la voz de su marido. “¿Por
qué siempre tiene que hacer lo mismo? Y cuando comenzaba
a coger el sueño otra vez. ¿Qué he hecho
yo para merecer trato tan infame? ¿Acaso lo despierto
yo a él?”. Se esconde bajo las mantas
e intenta ignorarle, pero el muy (Piii. Piii. Piii...) continúa
en su empeño por torturarla. Con su tono de voz más
lastimero le suplica cinco minutos más.
Es inútil; él no se deja convencer. Con un fuerte
tirón, retira las mantas y comienza a hacerle cosquillas
en las plantas de los pies. Ella ruega clemencia desesperadamente.
Inútil también; él conoce perfectamente
sus puntos débiles y se aprovecha de ello. Intenta
entonces acertarle con una contundente patada donde más
le dolería. Tampoco, pues él, buen conocedor
de las dulces reacciones que su tierna esposa se gasta en
estas ocasiones, la esquiva con suma maestría y se
dirige, decidido y enérgico, a levantar la persiana.
Ella, al no conseguir su objetivo y consciente de que ha perdido
la batalla, le lanza la acostumbrada retahíla de insultos
y gruñidos varios y se tapa la cabeza con la almohada,
única prenda que su habitual verdugo matutino ha dejado
a su alcance. Se encoge helada y comienzan a aparecer en su
mente multitud de imágenes espantosamente realistas
en las que su marido es víctima de las más sangrientas
agresiones. A los pocos minutos, y antes de agarrar un fuerte
resfriado, acaba por levantarse resignadamente, colocándose
su confortable y cálida bata.
-Ésta me la pagas- murmura, no obstante, con rencorosa
vehemencia.- ¡Lo juro!
Se alegra un poco al recordar que al día siguiente
es sábado y podrá levantarse a la hora que le
apetezca. “Y
tomaré mi justa revancha- calcula maliciosamente”.
Aún medio dormida, se dirige directamente a la cocina.
En el camino tropieza con la pared, con dos puertas y, como
no, con su marido que tiene la nefasta costumbre de encontrarse
diariamente en el mismo lugar y a la misma hora. “Sin
duda con la esperanza de que tropiece, me caiga y me rompa
la cabeza- piensa, mientras le clava una mirada asesina”.
Después del accidentado trayecto, del que es fiel testigo
algún pequeño moretón, consigue llegar
a la cocina y a la deseada meta: la cafetera. La enciende.
El pilotito rojo de ésta le ayuda a disipar en parte
su malhumor. Después de una fuerte, humeante y sabrosa
primera taza de café ya está de considerable
buen humor y hasta logra sonreír a su marido cuando
éste se acerca, le da un ligero mordisco en el cuello
y le susurra su palabra favorita como despedida: “Gruñona”.
Ella se eriza y sonríe voluptuosamente. Sin duda, él
conoce perfectamente sus puntos débiles; tanto los
buenos como los malos. “Después
de diecisiete años, ya puede; ¿no?”.
Entre sorbo y sorbo pasan por su mente fugaces imágenes
que contribuyen, junto al caliente brebaje, a subirle la temperatura
corporal casi un grado.
Una rápida mirada al reloj de la cocina le indica que
no es el momento de andarse por las ramas y, con un perezoso
suspiro, se dirige al baño. Como siempre, no es lo
suficientemente rápida y se le adelanta su hija mayor,
que le cierra la puerta en las narices con toda desfachatez.
La amenaza con echar la puerta abajo de no salir antes de
cinco minutos, al tiempo que le recuerda que se le escapará
el autobús otra vez. Resignada, vuelve a la cocina
y a una segunda taza de café mientras maldice profusamente
su negro destino.
Por supuesto, la contundente amenaza y explícito recordatorio
no surten el menor efecto en la niña y pasado un buen
rato se decide a vaciar la repleta vejiga en el pequeño
aseo, al que detesta entrar pues le recuerda que ha ganado
unos cuantos kilos desde que se mudaran a aquel minúsculo
piso. Una vez satisfechas sus perentorias necesidades fisiológicas
se dirige con actitud belicosa a la clausurada puerta, tras
la que se demora la mayor de sus vástagos, y la aporrea
despiadadamente. En esta ocasión, y reconociendo por
la intensidad y urgencia de la llamada que la advertencia
va en serio, la niña se apresura a abrir y sale del
vaporoso cubículo con gesto ofendido.
-¿Pero cómo ha dejado esto? Si parece una sauna
finlandesa- manifiesta asombrada la sufrida madre.- Ahora
se me pondrá el pelo como una escarola. ¡No te
fastidia!
A las 8.15, después de una ducha rápida y una
taza más de su habitual reconstituyente matutino (léase
café), se considera lo suficientemente preparada para
enfrentarse a una de las más arduas tareas del día:
levantar y preparar para el colegio a los dos pequeños.
Después de cinco minutos de mimos y suaves advertencias
siguen otros cinco de severas amenazas a su integridad física,
así como la posibilidad de suspender la tele durante
toda la semana. Al final, y siguiendo la rutina matutina,
termina por retirarles la ropa y darles un simbólico
azote de advertencia. “Estos
niños se están malacostumbrando. ¿A quién
le habrán salido tan remolones a la hora de levantarse?”.
Sonríe orgullosa. En eso también son su vivo
retrato.
A la 8.45 aún no han salido. Pero, gracias a Dios,
ya han terminado el desayuno, después, eso sí,
de un duro regateo por la cantidad de tostadas a tomar y los
decilitros de leche a beber que habría entusiasmado
a cualquier comerciante árabe. Con el ascensor pedido,
uno recuerda que ha olvidado un libro muy importante y el
otro que no ha cogido el bocadillo. Otra vez hay que abrir
la puerta y, por supuesto, despedirse del ascensor hasta dentro
de unos minutos más.
-Ya no llegamos a tiempo, ¿sabéis?- les advierte,
consciente de que no la escuchan.- Igual que todos los días.
¡Que cruz!- continua despotricando al vacío mientras
maldice mentalmente el día que conoció a su
marido, se casaron y decidieron tener ese tropel de críos
que estaban consiguiendo acabar con su salud, tanto física
como mental, aparte, por supuesto, de haber arruinado su antaño
magnífica figura.
Los 500 metros hasta el colegio son una carrera de obstáculos
y contrarreloj, luchando con las carteras de ruedecitas que
se atascan en todos los bordillos (“¿A
quién se le ocurriría el feliz invento?"),
las bufandas que se caen a cada paso, sujetándoles
para que no crucen los semáforos en rojo y tirando
del pequeño que se para a cada momento. Consiguen llegar
a las 9 en punto y suspira complacida por su buena forma física
que, a pesar de los años y los kilos, aún le
permite tales excesos. Mira embelesada como sus dos pequeños
retoños se pierden entre los numerosos pequeños
retoños de las restantes e igualmente embelesadas madres.
Aunque, se dice henchida de arrebatador orgullo, no hay otros
tan guapos como los suyos, ni tan rubios, ni con esos ojos
azules tan bonitos, ni...
Les saluda por última vez y se dispone a marcharse.
Tropieza con un grupo de madres que se dirige a la cafetería
cercana a desayunar y cotillear un rato. Le encantaría
acompañarlas como en otras ocasiones, pero hoy tiene
academia y no puede saltársela. “¡Con
lo que me está costando la condenada!”.
Ya se enterará otro día de los acontecimientos
recientes del barrio o los estudiará en el futuro si
llegan a entrar en la Historia.
Como aún falta una media hora para la clase, decide
pasarse por la biblioteca municipal a consultar las ofertas
de empleo de los diarios. Aligera el paso; sabe que si se
retrasa demasiado no encontrará ni uno disponible en
un buen rato. En otras ocasiones ha tenido algún pequeño
altercado con los inevitables “caras” de siempre
que se dedican a leer hasta la letra pequeña sin guardar
consideración por la gente que espera. Con la adrenalina
aún subida por la carrera anterior y el mal humor provocado
por no haber podido acompañar al grupo de “marujas”
en su despelleje matutino comienza una nueva carrera, esta
vez en solitario y, por lo tanto, más arriesgada. Se
salta semáforos, acomete los ceda el paso de forma
suicida provocando más de un frenazo brusco y sube
las escaleras de dos en dos irrumpiendo en la biblioteca como
una tromba.
Esfuerzo inútil. Cómo temía, los diarios
locales están todos cogidos. “¡Maldita
sea!- se enciende ante el abuso.- Vengo hecha una loca, expuesta
a un accidente, para encontrar a los cuatro panolis de siempre
pegados al periódico como una lapa”.
Decide esperar un poco con la esperanza de que terminen pronto
y se dedica a curiosear las últimas novedades bibliográficas
expuestas. Cuando lleva allí cinco minutos, y comprendiendo
que la cosa se puede alargara por espacio de media hora más,
decide pasar al ataque y emplear la artimaña que le
ha dado tan buenos resultados en otras ocasiones. Se sienta
junto a uno de los lectores, un chico bastante tímido
al que conoce de anteriores visitas a aquél lugar,
y comienza a hojear el periódico por encima de su hombro
con evidente descaro y el sano propósito de ponerlo
nervioso para que se lo ceda de una vez.
La estrategia da resultado y el chico acaba por entregárselo,
no sin antes dedicarle una larga y despectiva mirada unida
a una expresiva mueca de disgusto. “La
guerra es la guerra, dijo no sé quién- se justifica,
convencida de la inteligente cita y, pasando olímpicamente
de mudas descalificaciones”. Va derecha
a la sección de ofertas de empleo. Las lee detenidamente
de cabo a rabo pese a que, como viene sucediendo desde hace
tiempo, no aparece nada que le pueda interesar. “Está
visto que cuando pasas de los treinta y cinco ya no sirves
ni para atender un teléfono- razona amargamente”.
Desilusionada, se marcha a la academia donde lleva dos años
preparando oposiciones para auxiliares administrativos del
Estado. Está convencida de que éste es el único
reducto que le queda a una mujer de su edad y aspecto. “Ahí
al menos no tienen en cuenta la partida de nacimiento ni miran
la longitud de tus piernas”. Pasa dos horas
allí perfeccionando su mecanografía y estudiando
los tediosos temas. Cuando termina son casi las 12.30.
Tiene dos posibilidades: o se marcha a casa y prepara una
comida complicada con salsas de nombres impronunciables y
florituras varias que tanto apasionan a su marido, o va a
tomar una cerveza con sus compañeros de academia y
comentar de paso las últimas novedades. Se decide por
esto último; ya preparará una ensalada y un
filete cuando llegue. “Además-
reflexiona acertadamente-, a él le vendrá bien
una comida ligera. Tiene más barriguita que una embarazada
de siete meses”. Por suerte, los pequeños
se quedan en el comedor y la mayor prefiere prepararse una
pizza cuando llega del instituto. Por lo tanto, no hay prisa.
Puede disponer tranquilamente de una hora.
Los comentarios de sus compañeros no son nada halagüeños.
Según fuentes bien informadas, corre el rumor de que
el Gobierno piensa congelar las oposiciones un año
más.
-¡No hay derecho!- se espanta ante la perspectiva y
proclama a voz en grito.- Esto es una patente injusticia.
El Ministerio ha pactado con los empresarios para tenernos
un año más pagando como borregos y llenando
los bolsillos de los mismos de siempre. ¿Es así
como piensa hacer crecer el Producto Interior Bruto? ¡Sinvergüenzas!-
acaba su alegato reivindicativo mientras piensa: “No
podré permitírmelo. Ya llevo gastado demasiado.
¡Mi marido me mata!”.
Sus compañeros corroboran tan lúcidas y exaltadas
palabras e incluso aportan algunos sagaces comentarios más.
Después de otra ronda de cervezas, con el ánimo
por los suelos y la mente algo nublada a causa de la espumosa
bebida, decide marcharse. “Si
continúo un minuto más comenzaré a decir
majaderías o me pondré a llorar como una tonta”.
En el camino, y con la finalidad de levantarse la maltrecha
moral, se decide a pasar por la pastelería de la esquina
(donde hacen unos bocaditos de nata riquísimos) y sale
de allí bien provista de su antidepresivo favorito
para todo el fin de semana. “Total,
por unos gramos más. ¿No se ponen otras moradas
a Prozac, algo que, sin duda, perjudica mucho más que
unos inofensivos pastelitos?- se justifica ante la tenue vocecita
que, desde lo más recóndito de su conciencia,
le recrimina sin parar.”
Con la cabeza bien alzada, en clara actitud desafiante, sale
del establecimiento y se dirige a casa. Para contrarrestar
el momento de debilidad sufrido, decide prescindir del ascensor
y sube los siete pisos andando. “Al
menos perderé un buen montón de calorías.
Las justas para los dos bocaditos, incluso puede que tres,
que pienso tomarme con café después de comer-
va calculando mientras sube escalón tras escalón
con estoica perseverancia y considerable esfuerzo”.
Llega agotada, con la lengua fuera y agarrándose a
todo lo que encuentra, pero satisfecha de su proeza. “Debería
hacerlo con más frecuencia. Tampoco es tanto –piensa
con una exultante sensación de poder”.
Cuando entra en casa la incipiente depresión que había
logrado superar en su desvío por la pastelería
renace, al advertir que está todo por hacer: colada,
camas, limpieza...
-¡Estoy hasta las narices!- explota con toda la razón
del mundo-. La semana que viene busco a una chica que me ayude
aunque para ello tenga que pedir en una esquina. Si se han
creído, tanto el papá como los niños,
que tienen aquí a una esclava, están listos-
les explica a los impertérritos azulejos de la cocina.-
¡Ya está bien de hacer el gilipollas y de que
encima se rían en mis narices!- continua con su perorata,
en esta ocasión a los aún más impasibles
azulejos del baño.- Pero esto se acaba. ¡Sí
señor! Aquí echan todos una mano o me declaro
en huelga de brazos caídos; que se las apañen
como puedan entonces. No estoy dispuesta a ser la criada de
esa pandilla de...”
Sin parar de lamentarse comienza con la ingrata tarea de adecentar
un poco su acogedor nido. “¡Ja!,
nido. Una leonera es lo que parece. ¿Cómo se
puede acumular tanta suciedad de un día para otro?-
se pregunta, asombrada por millonésima vez”.
Abandona sus ingratas labores cuando oye a su marido que la
saluda desde la puerta. Mira el reloj de la mesilla de noche
y se lleva las manos a la cabeza. “¡Uf!
Se me ha ido el santo al cielo”. Lo deja
todo y se lanza en picado a la cocina. Su hija ha debido llegar
hace rato y se encuentra hablando por teléfono. “¿Por
donde habrá entrado la muy tunanta que no la he oído?”
Decide dejar el tema por ahora y comienza a preparar la comida
con el turbo puesto; ya tendrá tiempo más delante
de arreglar cuentas con la niña.
Ante lo ajustado del tiempo, solicita la ayuda de su marido
y éste, que es un cielo aparte de todo un tragón,
se apresura a obedecer.
¡Error! Como siempre que se mete en la cocina, su adorado
esposo únicamente se dedica a estorbar y picotear en
todo. Ella se desespera de tropezar con esa enorme mole cada
vez que da la vuelta, al tiempo que ha de luchar para que
no acabe con las provisiones. Al final lo manda con una cerveza
y unos cacahuetes al salón para que espere y no moleste.
“¡Uf!
Sólo me sirve para una cosa; aunque sólo por
eso se le puede perdonar lo demás –aprecia con
sensual sonrisa en el rostro.”
Durante la comida hablan de sus respectivas tareas cotidianas
y programan el fin de semana que se avecina. Al no tener nada
previsto, acuerdan llamar a sus amigos con el fin de quedar
para salir un rato el sábado por la noche. Pero, como
siempre, discrepan. Él quiere ir a cenar, tomar una
copa en algún “pub” tranquilo y regresar
pronto a casa.
-A continuar la juerga solitos, cariño –apostilla
con guiño de ojo incluido.
Ella prefiere salir más tarde, picar algo en la zona
de copas (donde hay un ambiente estupendo y siempre te encuentras
con gente conocida que montan algún número)
y terminar bailando en algún lugar de salsa.
Discuten acaloradamente. Al final, y antes de que la cosa
empeore y se enciendan los ánimos demasiado, decide
callar prudentemente y accede a estudiar la propuesta de su
marido después de consultar con los amigos. Él
insinúa con sonrisa pícara que podrían
acostarse un ratito la siesta, prometiéndole que quitará
la mesa y meterá los platos en el lavavajillas cuando
se levante. Ella no se deja convencer. Aunque hoy no le toca
clase, ha quedado para copiar unos programas con los compañeros
del curso de informática que el INEM le obliga a realizar
por el simple hecho de estar parada (“Encima
de cornuda, apaleada- considera muy acertadamente”)
y no puede dejar de ir.
-Para una tarde que no trabajo y que los críos no están
- argumenta él enfadado.- Parece que lo haces aposta.
Con gesto ofendido y sin dejar de refunfuñar, se mete
en la habitación. Ella le sigue.
-Lo siento, amor. Sabes que me encantaría, pero he
quedado- se justifica con exagerada pesadumbre.
Le da un zalamero y prometedor beso, intentando con ello apaciguar
los ánimos y no estropear el fin de semana. Le recuerda
la promesa de limpiar la cocina y de recoger a los pequeños
del colegio, darles la merienda y llevar al mayor a clase
de fútbol. Ella lo recogerá y regresarán
sobre las ocho para ir al hipermercado de compras y, después,
cenar por ahí.
-A la noche, ¿vale, cielo?- le susurra insinuante,
al tiempo que hace grandes esfuerzos para librarse de esas
manos que parecen haberse multiplicado por tres en cuestión
de segundos.
Coge el coche. A esa hora el tráfico no es intenso
y conduce sin dificultad. No le gusta nada circular por la
ciudad en hora punta. No es la primera vez que ha tenido disgustos
y disputas con otros conductores que se apropian de la vía
pública como si ésta fuese de su exclusiva propiedad.
Consigue llegar al centro de formación sin ningún
contratiempo de importancia, sólo algunos pitidos y
palabras malsonantes por su parte hacia otros conductores,
generalmente hombres (“Y
luego dicen que nosotras somos las torponas. Hay mucho listillo
por ahí que debió tocarle el carné en
una rifa”), y bastantes cortes de manga
dirigidos a ella y que soporta estoicamente.
Como siempre, llega tarde. Sus compañeros ya están
allí y han ocupado todos los ordenadores. Comienza
a incordiar a unos y otras hasta que consigue colarse.
-Lo siento, nena, pero es que no puedo quedarme mucho rato.
Tengo uno de los niños enfermo y he de ir a cuidarlo-
argumenta como excusa, sin que la descarada mentira le coloree
mínimamente el rostro. “El
que no llora no mama, decía siempre mi abuela”
Hace las copias del programa que le interesaba, consulta algunas
dudas al profesor y se toma un café con los compañeros.
A las 6 de la tarde se marcha. Ha quedado con una amiga para
ver tiendas por el centro y a esa hora el tráfico suele
ser más intenso. Consigue aparcar en zona azul y se
dirige rápidamente al lugar de encuentro. Llega con
quince minutos de retraso y su amiga, muy disgustada, la abronca
sin disimulos. Se deshace en disculpas y, con su natural encanto
y marcado poder de persuasión, consigue que se le pase
el enfado y le pida disculpas por el vilipendio anterior.
Comienzan el recorrido. Aún están las rebajas
y no suele quedar nada interesante. Buscan, preguntan, se
prueban,... Se lo pasan bomba, aunque no compran nada.
-Esto es inaceptable. No podemos irnos con las manos vacías,
sería sentar un mal precedente- argumenta su amiga,
cosa que ella apoya firmemente.
Acaban metiéndose en una corsetería. Después
de curiosear un rato, deciden probarse varios conjuntos. Ella
se inclina por un precioso body negro que le sienta como un
guante y, además, está a muy buen precio. Sabe
que a su marido se le caerá la baba cuando se lo vea
puesto. Lo estrenará por la noche y de ese modo le
recompensará por el fracaso de la tarde. “Pobrecito,
con lo cielo que es. Se lo merece”
Su amiga es más atrevida y ha comprado un equipo completo
de fantasía (corsé, liguero, braguita y medias)
rojo con puntillitas doradas, totalmente inservible aunque
escandalosamente sexy.
-No me explico cómo puedes ponerte ese corsé
–desaprueba ella -. Es gana de volver al siglo XIX,
chica.
-Para lo que me va a durar puesto- contesta su amiga con sonrisa
traviesa, y ambas comienzan a reír con ganas.
Mira el reloj. ¡Dios,
casi las siete y media! Se despide apresuradamente
y sale corriendo hacia el aparcamiento. Se acerca al coche
con recelo. Sabe que se ha pasado casi media hora y espera
lo peor.
-¡No hay derecho!- exclama indignada al descubrir la
temida notita sujeta al limpiaparabrisas delantero.- ¡Si
solamente me he pasado diez minutos!- le explica a un curioso
transeúnte que se ha parado a fisgonear un poco. Éste
asiente con la cabeza al tiempo que muestra, con gesto grave,
su solidaridad con la agraviada dama.
Al espontáneo aliado se ha unido una pareja mayor que
pasea a un pequeño y peludo chucho, el cual aprovecha
el ocasional descanso para hacer una breve deposición
en medio de la acera.
-Ya podría el Ayuntamiento encontrar otra manera de
recaudar fondos y dejar de sangrar a los inocentes ciudadanos-
manifiesta la dueña del insolente perrito mientras
la víctima de la maquiavélica política
municipal abre el coche y coloca el aviso de infracción
en el salpicadero, junto a los varios del mismo tipo recibidos
con antelación.
Le encantaría quedarse un ratito más con sus
fortuitos e incondicionales aliados vituperando al alcalde
y a todo su Consistorio, pero su notable y arraigado sentido
del deber le impele a salir cortando de allí y dejar
tan constructiva labor en manos de la reducida asamblea. Conduce
a toda velocidad y con envidiable maestría por las
repletas calles. Cuando llega a la puerta del estadio el niño
ha terminado hace rato y la espera tranquilamente sentado
en la acera. Respira aliviada. No le echa la bronca por la
tardanza y hasta le sonríe feliz de verla. “Es
un encanto- se dice.- Si fuera el padre me pondría
verde”
Llega a casa algo más tarde de lo previsto. Su hija
mayor ha salido con una amiga, el pequeño juega en
casa de la vecina y su marido está viendo un partido
de fútbol. “¡Pero
bueno, también los viernes!- se asombra.- Los pobres
futbolistas no descansan nunca. Con razón les pagan
esos sueldazos.”
Deciden dejar lo del hiper para otro día, pero no la
cena; no tiene ganas de ponerse en la cocina. Dudan entre
un chino o pizza, la hamburguesería descartada pues
a su marido no le gusta la comida de plástico. Al final
deciden los niños: pizza. Quieren probar la nueva con
el borde relleno de queso que tanto anuncian por la tele.
La pizzería está a tope. Han de esperar casi
diez minutos para coger mesa, otros diez para pedir y quince
más para que les sirvan. Para entonces, ya se han tomado
varias cervezas y ha tenido que oír unas 100 veces
a los niños repetir la misma cantinela: “Tengo
hambre” y a su marido: “Esto
no puede ser; vaya servicio. No vengo más. La próxima
vez que se te ocurra otra idea parecida... ”.
Ella está tan cansada y hambrienta que no tiene ganas
de enfadarse y recordarle que ha sido él quién
ha dejado decidir a los niños.
Cuando al fin llega la famosa y deseada pizza a los niños
no les gusta y tienen que pedirles otra. Por suerte la elogiada
rellena de queso está riquísima y su marido
la devora en pocos minutos, olvidando completamente la larga
y frustrante espera. Un rato después, con el estómago
repleto y la cabeza ligera a causa de las cervezas, se sienten
contentos, felices y locamente enamorados. Su marido la mira
con ojos tiernos y ella le devuelve la mirada de idéntica
forma. Miran a sus dos pequeños vástagos y suspiran
al unísono: “¡Si
no estuvieran!”.
Pero están, es viernes y solamente las diez de la noche;
no hay manera de acostarlos tan pronto. Tienen que entretenerles
un rato más, por lo que deciden ir a casa del hermano
de él. Con un poco de suerte sus sobrinos no se habrán
acostado aún y les encantará jugar con los primos.
”Y nosotros
podremos disponer de media hora de tranquilidad- parecen transmitirse
con la mirada”.
Tienen suerte y, mientras los niños juegan juntos en
una habitación, los mayores se relajan en el salón.
Toman café, charlan, otro café, una copa.
-Cielo, no bebas más que te vas a quedar dormido en
cuanto te tiendas- le advierte melosa, con una sonrisa de
complicidad.
-No hay problema, cariño. Evitaré tenderme durante
un buen rato- le responde él en el mismo tono.
Sus cuñados captan el mensaje. Carcajada general.
Al poco se oyen llantos, señal inequívoca de
que los niños ya comienzan a pelearse.
-Las 11.30. ¡Que tarde!- exclaman al unísono.
Es hora de marcharse a casa. Besos, promesas de verse el domingo
en casa de los suegros. Los niños quieren seguir jugando.
Llanto por todos lados. Su marido se impacienta.
-Ya no venimos más. Esto no hay quién lo soporte-
comienza a despotricar.
Ella soluciona el problema rápidamente. Una penetrante
mirada acompañada de un contundente ¡Ya! es suficiente
para que los niños comprendan que no hay más
prórroga.
La vuelta a casa es tranquila y silenciosa. El pequeño
casi se ha dormido. Le quita la ropa, le pone el pijama y
a la cama. El otro da algún problema. No se quiere
lavar los dientes. Otra torva mirada por su parte y problema
solucionado también.
La mayor está en su habitación hablando por
teléfono. Recuerda que tiene que llamar a sus amigos
con el fin de quedar para la noche siguiente. La amenaza con
dar de baja la línea de no colgar inmediatamente. La
maniobra surte efecto, como en anteriores ocasiones, y llama
a su amiga. Está aún liada con los niños
y la conversación es continuamente interrumpida por
gritos y demandas de atención. “Esta
chica es demasiado blanda- piensa.- No ha aprendido nada de
mí en los casi veinte años que nos conocemos”.
Sí pueden salir este fin de semana. Estupendo. Quedan
en verse para cenar. A su amiga también le apetece
ir de copas por la zona de marcha. Intentará convencer
a su marido.
-Yo me encargo del mío esta noche, es pan comido- y
le cuenta por encima lo de las compras de la tarde.
Se ríen con ganas, cotillean un rato y quedan en llamar
a otros amigos para que se sumen a la velada. Por fin cuelga.
“¡Por
Dios! Como se enrolla la chica”. Mira el
reloj. Las 12.30. “¡Uf!".
Vuela a la habitación. Hay suerte, su marido está
acostado aunque leyendo el periódico.
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