Un recién
nacido llora entre pliegues de telas de colores, a bordo de
una carreta tirada por cuatro caballos al galope. Lentamente
crece y se pone de pies mientras intenta entender dónde
está. Sujetarse le cuesta trabajo, pero unas voces
paternales le guían diciéndole qué debe
hacer; unas veces les hará caso, otras cometerá
los fallos por sí mismo. Asoma la cabeza y observa
hacia delante. Entonces, llorando, toma conciencia de algo
que olvidará y volverá a recordar de forma intermitente:
al final está el precipicio.
Ya con una férrea musculatura, domina el traqueteo
y encuentra las riendas. Unas veces luchará por cambiar
el rumbo de la carreta, tirando hasta que le sangren las manos,
y otras le parecerá la dirección idónea,
la que siempre ha seguido. Los caballos no atienden al so,
únicamente galopan y galopan y sólo con la mayor
insistencia torcerán levemente. Los cambios bruscos
de dirección que a veces se apunta el auriga, los propician
las piedras del terreno.
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Al final, ya cansado, se sentará en la carreta, como
viajaba los primeros días, a deleitarse con las huellas
dejadas por las ruedas en el suelo arenoso y dirá:
esta es mi vida, la del carro y los caballos que no elegí,
de la que tomé conciencia a medio camino y que apenas
tuve tiempo de desviar su rumbo; tan intrínsecamente
mía que no depende de mí. |