Al caerse de
nuevo se abrió vertiendo parte de su contenido por
doquier. Era un polvo blanco. De repente se asustó.
Pensó en llamar a Isabel. Lo hizo y ésta, a
su vez, a Chema, que vino rápidamente.
Acordaron que lo mejor era quedar con Luis, pensó Rafael,
que últimamente se había hecho muy amigo y que
cuando desapareció del pueblo, preguntó por
él. Pero, ¿por qué tenía tanto
interés?
El polvo en cuestión era cocaína de la mejor
calidad. Y atando cabos llegaron los tres a la misma conclusión:
los documentos que hace años encontró la policía
tenían relación con esa droga. La caja la
enterraron, por eso nunca apareció y que Luis Morales
sabía más de lo que decía. Rápidamente
se dio cuenta Rafael del engaño: le habían
utilizado. Llamó a Luis y le citó en un garaje.
No sospecharía de él, eran amigos. Allí
estaría la policía.
A las 9 puntual llegó Luis.
—Hola Rafael, ¿qué quieres?
—Verás, tengo un problema. Pensé que
podrías ayudarme. Somos amigos, ¿verdad?
—Por supuesto. Tú dirás.
—Mira, me he encontrado una cosa en mi casa; no sé
qué es — y le enseñó el paquete
con la muestra.
Luis se quedó pálido, mudo. Enseguida se
dio cuenta de que lo que tenía delante; era lo que
llevaba tanto tiempo buscando.
—¿No me contestas?
—Luis Morales Tomás, queda detenido. ¡Ponga
las manos donde pueda verlas! Y le leyó los derechos.
Isabel abrazó a Rafael y se fueron.
—Gracias, Isabel.
—De nada. Sabes que nunca te he hecho caso. Sin que
lo supieras pedí a aquel policía que revisara
todo el dossier e hice algunas llamadas. Como te dije, tú
no tienes la culpa.
—Vamos a tomar algo para celebrarlo, invito yo.
—Vale, acepto.
Al entrar en el bar vio una cara que le resultó
conocida. Al principio no supo relacionar con quién.
No pasaron cinco minutos cuando se le acercó y le
saludó:
—Rafael, soy Carmen Lesser. ¿Se acuerda de
mi? Vive en mi antigua casa.
—Sí, es verdad, perdón. Le presento
a mi amiga Isabel. Íbamos a tomar algo. ¿Quiere
acompañarnos?
—Isabel, te presento a Carmen. Me vendió la
casa en la que vivimos.
—Encantada. Rafael me ha contado cómo la compró.
Nos sentamos los tres en una mesa. Tras ponernos las bebidas
el camarero, proseguimos la conversación.
—¿Y ahora dónde vives? —pregunté
a Carmen.
—En un pueblo fuera del ruido y la contaminación.
—¿Cómo se llama el pueblo?
—Orusco de Tajuña.
—¿Cómo has dicho?
—Orusco de Tajuña. Perdona, es un pueblo poco
conocido.
—No, ahí vivía yo. ¿Cómo
es que llegaste allí? ¿Qué pasó
con la chica que compartía piso contigo?
—Un día iba de camino. Pasé por ese
pueblo para hacer tiempo antes de venir a la capital. Di
una vuelta y mientras Suri jugaba con un palo que desenterró,
vi una casa en venta. Un tal Luis Moreno o Morales, eso,
Morales, me dijo que la vendía, era de su madre.
Me gustó y decidí mudarme; me pareció
curiosa la coincidencia. Y con respecto a Sara, la chica
que vivía conmigo y me ayudaba en los gastos, desapareció
sin decirme nada.
—¿Y tú por que viniste aquí?
—Por nada. Me aburro en el pueblo y quería
cambiar de aires.
Isabel y yo nos miramos. Entonces nos dimos cuenta de todo,
y encajaba el puzzle: aunque nadie conocía a nadie,
todos estábamos relacionados. Ese maldito palo con
forma de boa erguida había pasado por las manos de
todos y lo habíamos despreciado. Nos había
unido sin querer en una espiral de hechos y un círculo
de casualidades. Carmen me miraba incrédula. Yo,
en un gesto de liberarme de mi pesadilla, opté por
hacer público mi descubrimiento.
—Suri desenterró el palo sin saber lo que había
dentro y al hacer la mudanza se quedó olvidado en
el piso. Nosotros lo encontramos y jugamos con él
una noche. Cerca de la casa que compró Carmen en
el pueblo enterró Luis a Sara, y al escarbar Suri
movió la tierra con la lluvia, por eso desenterró
parte del cuerpo. A su vez, Luis buscaba algo que teníamos,
sabiendo qué había dentro; pero no sabía
quién lo tenía.
Su idea es crear confianza entre todos los vecinos, ganarse
mi amistad. ¡Qué tonto fui, Isabel! ¡Tenía
que haberme dado cuenta!
—No te atormentes, Rafael. Al final todo se ha resuelto;
Yo nunca he dejado de confiar en ti. Ah, por cierto, he
dejado a mi marido. No tiene sentido estar con alguien que
nunca me ha querido. ¿Nos vamos a casa? Pero a la
de verdad…
—Sí, no tenía que haber salido de allí.
Se despidieron de Carmen, que atónita intentaba
comprender todo lo que había explicado Rafael.
Isabel cogió de la mano a Rafael, lo llevó
hasta una casa y le pregunto al oído si se acordaba
de aquella noche en la que cenaron con Lola. Ambos se miraron
como si les hubiera faltado algo; el tiempo es como una
boa que traga todo lo que ve a su paso.
Al llegar, la casa estaba fría y sus cuerpos calientes.
Se deseaban los dos con rabia contenida desde aquella noche;
desde siempre, quizás. Isabel condujo a Rafael a
una habitación grande, espaciosa, presidida por una
cama, dos mesillas y un armario. Se desnudaron con rabia,
prisa, ansia. Esta vez cayeron los dos en la cama, devorándose
mutuamente en el espacio.
A medida que se quitaban la ropa, se besaban cada poro
de su piel. El reloj cayó al suelo y se estrelló,
parándose, como si así, de verdad, parasen
el tiempo realmente. Sin hablar se saciaban los dos, no
dejaban tiempo a la palabra.
De pronto echaron de menos la boa de madera. Aquel día
no sabían lo que tenia dentro. Miraron alrededor
buscando algún sustituto, pero no lo encontraron.
No importaba, valían sus manos. De repente, Isabel
se sentó encima de Rafael. De un golpe puso su cuerpo
recto y notó cómo se encajaba el falo recto,
gordo, duro, insistente, frenando con sus manos el cuerpo
de Isabel, que dócil se dejaba llevar.
Sin pensar, Rafael levantó a Isabel, la puso boca
abajo a horcajadas y arrastró su cuerpo hasta que
introdujo en el ano su falo, del que enseguida surgió
un líquido blanquecino y recibía en sus dedos,
que previamente introdujo en la vagina, la misma sustancia
espesa...
Rendidos, cansados como un guerrero que ha vivido su jornada,
se quedaron dormidos.
Unos días más tarde regresaron al pueblo.
Fueron a casa de la madre de Rafael. Antes escondido, quiso
jugar con ella.
—Mamá, ¿qué tal estás?
—No vienes nunca a verme.
—Pronto estaré allí.
—Eso dices siempre.
—Espera, está sonando el timbre, voy a abrir.
—Hola mamá.
—Hola hijo, estás más delgado.
—Y tú igual que siempre.
Los tres entraron en la casa; la puerta se cerró
tras ellos.