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        María Isabel M. Gilaranz

CUENTOS Y RELATOS

 

LA SOMBRA DE LA BOA
CAPÍTULO FINAL



Rafael estaba en su casa limpiando y ordenando unos papeles. Después pensaría la lista de la compra.
Sin querer, limpiando, pegó una patada a un palo y se estrelló contra la pared. De repente, al cogerlo, recordó el día que lo vio por primera vez. Lo dejó olvidado Suri, el perro juguetón de Carmen Lesser, antigua dueña de la casa. Lo cogió, se sentó a jugar con él, por la forma tan curiosa que tenía de boa alargada.


Al caerse de nuevo se abrió vertiendo parte de su contenido por doquier. Era un polvo blanco. De repente se asustó. Pensó en llamar a Isabel. Lo hizo y ésta, a su vez, a Chema, que vino rápidamente.
Acordaron que lo mejor era quedar con Luis, pensó Rafael, que últimamente se había hecho muy amigo y que cuando desapareció del pueblo, preguntó por él. Pero, ¿por qué tenía tanto interés?

El polvo en cuestión era cocaína de la mejor calidad. Y atando cabos llegaron los tres a la misma conclusión: los documentos que hace años encontró la policía tenían relación con esa droga. La caja la enterraron, por eso nunca apareció y que Luis Morales sabía más de lo que decía. Rápidamente se dio cuenta Rafael del engaño: le habían utilizado. Llamó a Luis y le citó en un garaje. No sospecharía de él, eran amigos. Allí estaría la policía.

A las 9 puntual llegó Luis.

—Hola Rafael, ¿qué quieres?
—Verás, tengo un problema. Pensé que podrías ayudarme. Somos amigos, ¿verdad?
—Por supuesto. Tú dirás.
—Mira, me he encontrado una cosa en mi casa; no sé qué es — y le enseñó el paquete con la muestra.

Luis se quedó pálido, mudo. Enseguida se dio cuenta de que lo que tenía delante; era lo que llevaba tanto tiempo buscando.
—¿No me contestas?
—Luis Morales Tomás, queda detenido. ¡Ponga las manos donde pueda verlas! Y le leyó los derechos.

Isabel abrazó a Rafael y se fueron.
—Gracias, Isabel.
—De nada. Sabes que nunca te he hecho caso. Sin que lo supieras pedí a aquel policía que revisara todo el dossier e hice algunas llamadas. Como te dije, tú no tienes la culpa.
—Vamos a tomar algo para celebrarlo, invito yo.
—Vale, acepto.

Al entrar en el bar vio una cara que le resultó conocida. Al principio no supo relacionar con quién. No pasaron cinco minutos cuando se le acercó y le saludó:

—Rafael, soy Carmen Lesser. ¿Se acuerda de mi? Vive en mi antigua casa.
—Sí, es verdad, perdón. Le presento a mi amiga Isabel. Íbamos a tomar algo. ¿Quiere acompañarnos?
—Isabel, te presento a Carmen. Me vendió la casa en la que vivimos.
—Encantada. Rafael me ha contado cómo la compró.

Nos sentamos los tres en una mesa. Tras ponernos las bebidas el camarero, proseguimos la conversación.
—¿Y ahora dónde vives? —pregunté a Carmen.
—En un pueblo fuera del ruido y la contaminación.
—¿Cómo se llama el pueblo?
—Orusco de Tajuña.
—¿Cómo has dicho?
—Orusco de Tajuña. Perdona, es un pueblo poco conocido.
—No, ahí vivía yo. ¿Cómo es que llegaste allí? ¿Qué pasó con la chica que compartía piso contigo?
—Un día iba de camino. Pasé por ese pueblo para hacer tiempo antes de venir a la capital. Di una vuelta y mientras Suri jugaba con un palo que desenterró, vi una casa en venta. Un tal Luis Moreno o Morales, eso, Morales, me dijo que la vendía, era de su madre. Me gustó y decidí mudarme; me pareció curiosa la coincidencia. Y con respecto a Sara, la chica que vivía conmigo y me ayudaba en los gastos, desapareció sin decirme nada.
—¿Y tú por que viniste aquí?
—Por nada. Me aburro en el pueblo y quería cambiar de aires.

Isabel y yo nos miramos. Entonces nos dimos cuenta de todo, y encajaba el puzzle: aunque nadie conocía a nadie, todos estábamos relacionados. Ese maldito palo con forma de boa erguida había pasado por las manos de todos y lo habíamos despreciado. Nos había unido sin querer en una espiral de hechos y un círculo de casualidades. Carmen me miraba incrédula. Yo, en un gesto de liberarme de mi pesadilla, opté por hacer público mi descubrimiento.
—Suri desenterró el palo sin saber lo que había dentro y al hacer la mudanza se quedó olvidado en el piso. Nosotros lo encontramos y jugamos con él una noche. Cerca de la casa que compró Carmen en el pueblo enterró Luis a Sara, y al escarbar Suri movió la tierra con la lluvia, por eso desenterró parte del cuerpo. A su vez, Luis buscaba algo que teníamos, sabiendo qué había dentro; pero no sabía quién lo tenía.
Su idea es crear confianza entre todos los vecinos, ganarse mi amistad. ¡Qué tonto fui, Isabel! ¡Tenía que haberme dado cuenta!
—No te atormentes, Rafael. Al final todo se ha resuelto; Yo nunca he dejado de confiar en ti. Ah, por cierto, he dejado a mi marido. No tiene sentido estar con alguien que nunca me ha querido. ¿Nos vamos a casa? Pero a la de verdad…
—Sí, no tenía que haber salido de allí.

Se despidieron de Carmen, que atónita intentaba comprender todo lo que había explicado Rafael.

Isabel cogió de la mano a Rafael, lo llevó hasta una casa y le pregunto al oído si se acordaba de aquella noche en la que cenaron con Lola. Ambos se miraron como si les hubiera faltado algo; el tiempo es como una boa que traga todo lo que ve a su paso.

Al llegar, la casa estaba fría y sus cuerpos calientes. Se deseaban los dos con rabia contenida desde aquella noche; desde siempre, quizás. Isabel condujo a Rafael a una habitación grande, espaciosa, presidida por una cama, dos mesillas y un armario. Se desnudaron con rabia, prisa, ansia. Esta vez cayeron los dos en la cama, devorándose mutuamente en el espacio.

A medida que se quitaban la ropa, se besaban cada poro de su piel. El reloj cayó al suelo y se estrelló, parándose, como si así, de verdad, parasen el tiempo realmente. Sin hablar se saciaban los dos, no dejaban tiempo a la palabra.

De pronto echaron de menos la boa de madera. Aquel día no sabían lo que tenia dentro. Miraron alrededor buscando algún sustituto, pero no lo encontraron. No importaba, valían sus manos. De repente, Isabel se sentó encima de Rafael. De un golpe puso su cuerpo recto y notó cómo se encajaba el falo recto, gordo, duro, insistente, frenando con sus manos el cuerpo de Isabel, que dócil se dejaba llevar.

Sin pensar, Rafael levantó a Isabel, la puso boca abajo a horcajadas y arrastró su cuerpo hasta que introdujo en el ano su falo, del que enseguida surgió un líquido blanquecino y recibía en sus dedos, que previamente introdujo en la vagina, la misma sustancia espesa...

Rendidos, cansados como un guerrero que ha vivido su jornada, se quedaron dormidos.

Unos días más tarde regresaron al pueblo. Fueron a casa de la madre de Rafael. Antes escondido, quiso jugar con ella.

—Mamá, ¿qué tal estás?
—No vienes nunca a verme.
—Pronto estaré allí.
—Eso dices siempre.
—Espera, está sonando el timbre, voy a abrir.
—Hola mamá.
—Hola hijo, estás más delgado.
—Y tú igual que siempre.

Los tres entraron en la casa; la puerta se cerró tras ellos.


Epílogo


CUALQUIER DÍA DEL 2009

Era lunes. Sonó el teléfono. Medio dormido, Rafael lo cogió.
—Dígame.
—Soy Alberto. Quería hablar contigo sobre el tejado de la casa. Se está cayendo y habrá que arreglarlo.
A ver cómo podemos hacerlo para que los vecinos no se vayan de sus casas, y puedan seguir viviendo mientras. Hay personas que no tienen dónde ir.
Sin dejarle seguir le dijo tajantemente:
—Lo siento Alberto, no cuentes conmigo para eso. Si quieres la obra, tendrán que desalojar el edificio — y colgó.

El despertador lanzó un sonido agudo y estridente para llamar la atención. Rafael lo apagó de un manotazo.

“Cinco minutos más”, pensó.

Y cerró los ojos.

“Dormiré un poco más. En un pueblo las distancias son cortas”.


Fin

Selección de textos de María Isabel Martínez Gilaranz:
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LA SOMBRA DE LA BOA: FIN



Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras