Poco antes de
que el único guardia enclenque del instituto se dignase
ordenar por el oxidado megáfono bajar las luces y resguardarse
en las oxidadas literas de hierro, Pascal Falconi evacuó,
como todas las noches, de su grueso cuerpo un estentóreo
y maloliente gas, de esos que se rememoran hasta en navidad.
Recurría a esta modalidad escatológica puntual
e indefectiblemente como para saludar o despedirse de aquel
peculiarísimo y coyuntural auditorio que lo rodeaba
poco antes de escabullir su cráneo de calabaza bajo
el cuadrillé de las frazadas para entonar la sonora
y cadenciosa metralla de ronquidos. A Pascal le restaba aproximadamente
medio año aún por cumplir en el hoyo de aquel
hormiguero, de acuerdo a su última evaluación.
Yo recién había ingresado y al parecer me aguardaban
bastantes horas de insomnio por delante para consumirlas en
el empañamiento del liso tapiz de los azulejos de las
paredes que acentuaban la atmósfera de claustro y desolación
según se me había notificado. |
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