HAY un instante
en que tu jardín se entristece. Suele ser la hora
en la que se cierran las petunias.
Luego la casa prende
sus luces de verbena
y hay como otra historia
entre los moradores.
Nada mejor que unos abrazos
tras la ventana
y la ducha tibia
que atempera el abordaje.
La liturgia del mimo
y la fiesta permanente,
como si el ardor
fuera oxígeno,
agua, o lumbre.
Como si ya no hubiera
razón, medida, ni ley.
DESCUBRO en tu masía
arbustos aromáticos,
que casi no necesitan agua
para vivir.
Árboles gigantes por doquier,
en el jardín donde queda
algún rastrojo,
de la penúltima temporada.
Donde hay plantados
además de pensamientos violeta,
la misteriosa
flor de la Pasión
y la rosa de Jericó.
Artemisa, brezo, caléndula
para el mal de ojo
y otros embrujos.
En un rincón el sauce
que calma las calenturas
de los amoríos.
Y debería plantar
la llave del deseo,
que por abril
ya será un árbol vigoroso
que dará sombra
en momentos feroces;
con sus frutos
iré abriendo tus estancias
selladas de indiferencia.
QUE los años no pasan en balde,
ni como tú quisieras,
es algo que lamentan
casi todos los seres
que por el mundo han pasado.
—Hace
mucho calor,
qué haremos el domingo,
qué grande está la niña—.
Envejeces claro que sí,
pero en ti
late el universo.
EN el puesto de máscaras
junto al templo de Sensoji,
surge inesperadamente
el rostro de una dependienta.
Su sonrisa humaniza
el espacio sin fin de cartón piedra,
miradas de plástico,
más de quince mil yenes,
peluquines
como de muñecos antiguos.
¿Qué sucederá cuando volvamos
y ninguna dependienta
humanice nuestro almanaque?
Allí quedaron las máscaras
y nombres curiosos
que nunca servirán para llamarte.
Al fondo, la diosa Senju Kannon
de las mil manos.
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