A través de la ventana
acristalada de su cuarto, la joven observa el aleteo de
las mariposas entre los árboles del parque de enfrente.
Su respiración es suave, regular; parece ensimismada.
Las mariposas que ve no se parecen en nada a las mariposas
de su niñez. Estas mariposas son de colores menos
brillantes, a veces sombríos, de vuelo torpe e indeciso.
Abre la ventana, el ambiente huele a primavera.
Este olor le recuerda las tardes soleadas en las que su
madre tendía las sábanas húmedas mientras
una suave brisa las mecía armoniosamente hasta secarlas.
La niña de entonces permanecía recostada sobre
el árbol donde las mariposas acostumbraban a recalar.
Cerraba los ojos y fantaseaba con la idea de que le crecieran
las alas para poder revolotear como ellas.
La adolescente de hoy, sabe quién
es y lo que es, pero no tiene relación con aquella
niña que siempre vestía de azul. La confusión
ruge a su alrededor, la tierra gira y gira, y los sueños,
aquellos sueños, volaron con las mariposas de ayer.
¿Adónde habrían ido a parar —piensa
para sí— aquellas mariposas que tanto le gustaban?
Las que aprendió a distinguir en el libro que su
padre le regaló por su séptimo cumpleaños,
mariposas de colores brillantes en cuyas alas depositó
sus sueños de niña.
De aquellos sueños no quedan ni
residuos. Tiene 15 años y a veces confunde cansancio
con aburrimiento y hasta sus ojos parecen tristes cuando
sonríen. El chico que le gusta anda detrás
de su mejor amiga, no porque sea más guapa o más
interesante, sino porque tiene los pechos muy grandes y
se los lleva a todos de calle.
Tan cansada o aburrida está de
esa rutina que envuelve su vida, que a veces juega delante
del espejo a ponerse un larguísimo fular alrededor
del cuello. Entonces cierra los ojos y se visualiza huyendo
del hastío a toda velocidad en un descapotable
rojo, para morir, como es natural, estrangulada a lo Isadora
Duncan. Esta visión la hace reaccionar casi de
inmediato; tira con rabia el fular al suelo y grita teatralmente:
“soy
demasiado joven para morir”, y se echa
en la cama como cualquier otra jovencita melancólica
e insufrible, con la esperanza de dormir y con suerte
soñar que encuentra el árbol donde recalan
las mariposas de su niñez.