MARGARITA Y EL MAESTRO
Y aunque Virginia Wolf escribiera si
un escritor fuese un hombre libre y no un esclavo, si
pudiese escribir lo que eligiera, no lo que debe, si pudiese
basar su trabajo sobre sus propios sentimientos y no sobre
convenciones, no habría argumento, ni comedia,
ni tragedia, ni amor o catástrofe en el estilo
aceptado… por mi parte escribo libremente,
elijo, baso mi trabajo en mis propios sentimientos, no
en convenciones y, por lo menos, hay amor en mis palabras.
I: Julio, agosto y septiembre del 2008
Donde Margarita
cuenta sus orígenes y presenta a su familia amén
de otros sucesos.
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Mi
tía Alfonsina pasó a mejor vida, falleció
a las siete de la mañana del veintiséis, después
de una larga enfermedad. Así que este fin de semana
ha reunido a la familia de mi padre y amigos de la familia,
más bien, a las amigas, las vecinas, gente humilde
que se crió en casillas de madera, chabolas a pie
de playa, de las playas de El Palo, barrio marinero malagueño.
La casa de mi padre era la única de obra, tenía
un pequeño patio donde criaban dos o tres gallinas
y un gallo y así le caía, de vez en cuando,
un huevo a alguna familia.
Son las diez y media de la noche y me doy una hora a ver
qué cuento. Mi idea es escribir sobre mis orígenes
y sobre mí. Tengo treinta y ocho años. Me
retrasé en mi nacimiento unos tres días y
tardaba tanto en salir que tuvieron que provocar la rotura
de aguas, una matrona se subió en la barriga de mi
madre, otra me sacó a la fuerza y me resbalé
de sus manos, eran las cuatro y media de la madrugada. Esto
me hace llegar a la conclusión de que soy vaga y
lenta desde antes de nacer. “Slow” es “lento”
y “torpe” en inglés.
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Suena, en el programa de televisión sobre la copla,
el que ha llevado a una de las buenas cantantes-concursantes
que se presentaron a la anterior edición a convertirse
en presentadora, lo que vale son tus brazos cuando de
noche me abrazan, la ve Roberto, si no se ha quedado dormido,
y lo mismo ocurre con mi perrito Milton y Pakito, el canario.
Ayer nos llamó mi madre, a mis hermanos y a mí,
a eso de las diez para darnos la noticia sobre mi tía
y que estuviésemos en casa a las dos y media, para
comer e irnos al cementerio, mi hermana decidió
ir directamente. Llegamos casi a la vez, alrededor de
las cinco y nos fuimos a las ocho, mi hermana un poco
antes. Esta mañana ha sido la misa, no he entrado
porque iba un poco tarde, he encontrado a mi madre, sentada
en un banco, charlando con mi prima Regina, y me he quedado
con ellas. Después ha aparecido mi hermana, Beatriz,
nombre que significa “La que conduce al paraíso”.
Cuando tenga este libro terminado, en cosa de un año,
espero atreverme a dejárselo, a ella la primera,
para que me dé su más sincera opinión,
para que me diga qué falta o qué sobra.
Es posible que esto también lo lea Roberto, puedo
imaginarlo porque le diga que esto exista y no quiero
imaginar que lo haga sin mi permiso, para no ser mal pensada,
pero lo que, en ese caso imagino, el cual no me importaría
tanto que hiciera, y en el otro también, es que
tendría libertad para añadir lo que quisiera,
que me gustaría que nos comunicáramos también
a través de estas letras o que si cambia algo,
o tiene intención de hacerlo, me lo comente para
no tener que releer más de la cuenta.
Releo estas letras y de fondo oigo a los Simpson …la
venganza no conduce a nada dice la Sra. Simpson y Homer,
el marido, replica: Entonces ¿qué hacen
los americanos en Irak?
Rober está flatulento, si lee esto seguro que el
comentario no gusta al caballero. La venganza solo trae
desdichas, oigo.
Las vecinas de mi padre, de Israel “el de la Romualda”,
comentaron que era malo, aunque él dice “travieso”.
Una de ellas, muy elegante con su media melena cana y
su bastón, aparte de sus pantalones, la única
con ellos, contó que una vez iba “el Isra”
a pegarle a su hijo con dos piedras, una en cada mano,
y logró convencerle de que no le pegara, pero no
de que soltara las piedras. Recordaron cuando hacía
temporal y el agua se metía en las casas de tal
forma que una vez le apareció, me parece que a
Angustias “la del Mariano”, el tronco de una
palmera debajo de la cama y mi padre recuerda que se encontraba
salmonetes en el suelo. Recordaron que había huertas:
la del gordo, la del inglés… y, como se pasaba
tanta hambre, algunas de ellas se atrevían a robar
una lechuga, un tomate o una mazorca y entonces salía
el gordo y se ponía a gritar “Roja, no me
robes más, roja, que eres una roja”, lo peor
que se podía decir por aquel entonces. Huertas
que no tenían ningún tipo de cerca pero
que llegaron a tener muro, coronado de afilados cristales,
cuando los curas y las monjas se hicieron con ellas. Mi
padre nos ha dicho, antes de la comida, de almorzar ya
en casa, que no era malo, que era travieso porque se subía
a la higuera de una de ellas, propia porque la había
cercado y nada más, a coger los preciados frutos,
las brevas y los higos.
Han transcurrido unos días desde que escribí
lo anterior, así que o bien le dedico a esto tres
horas, para recuperar el tiempo perdido o intento escribir
dos páginas, o más, en menos tiempo, pues
qué menos que tener trescientas sesenta y cinco
páginas al cabo de un año.
Mi padre nos ha contado algunas veces uno de sus recuerdos
más bellos y era cuando su madre cantaba mientras
lavaba la ropa inclinada sobre el lebrillo, su voz era
muy fina y él levantaba su manita y la metía
en el agua y le daba un gusto muy rico el roce con la
espumita. También casi puedo oler los borrachuelos
que preparaban en navidad y cuyo aroma se escapaba por
las ventanas y puertas, siempre abiertas, de cada casa.
Mi hermana y yo llegamos a visitar aquella casita de obra
del Palo cuando las demás también ya lo
eran, cuando las demás habían dejado de
ser de madera y se separaban las unas de las otras por
estrechos callejones por los que no cabía un gordo.
Allí conocí a la tía Almudena, tía
de mi padre, mujer recta y severa que, recordaba Aida
este fin de semana, lo sabemos, Beatriz y yo, por mi madre,
le pegaba una guantá por cualquier cosa; Aida es
prima de mi padre, como se quedó sin madre cuando
era chica, Romualda la adoptó como a una hija más.
Almudena también se llama una hermana de mi padre,
más conocida como Almu, la otra Jenara y el hermano
José. Almu tiene tres hijas: Alicia, que vive con
ella, Pamela, que ha heredado la afición materna
a la pintura y pintan, sobre todo, bodegones y paisajes
campestres con casitas blancas solitarias de las que casi
ya no quedan en Andalucía y Carolina, que es madre
de dos niñas de más de veinte años
y un chico, las tres son maestras y a las tres les voy
a hacer llegar mi currículum por si me pueden echar
una mano para entrar en el colegio donde dan clases, tres
oportunidades, uno en El Palo, otro en Málaga centro
y otro en Torremolinos, y esto es algo que habíamos
comentado mis tías, Alfonsina y Jenara, hace tiempo,
no tanto como los cinco años que llevo licenciada
y con el C.A.P. (Certificado de Adaptación Pedagógica)
a cuestas, realizado, pero que hoy ya he tomado la resolución
de llevar a cabo. De hecho, he impreso tres copias que
no se me han de olvidar la próxima vez que hagamos,
mi padre, mi hermana y yo, una visita al Palo, es decir,
a la casa de mi tía Jenara, esta vez, por primera
vez, sin la presencia física de mi tía Alfonsina.
Las vecinas dijeron que antes tenían menos, pero
eran más felices, que es algo que también
les he oído a mis tías otras veces, que
con un palito, un papel y un corcho hacía un barquito
y estaban un buen rato viéndole navegar.
Antes de ayer no escribí porque por la tarde, desde
las siete y media hasta las diez estuvimos fuera ya que
los lunes Roberto está yendo a ensayar. Cuando
volvimos Milton se había subido primero a una silla
y de ahí a una mesa para comerse, tranquilamente
sobre la cama, medio bocadillo de jamón serrano
que habíamos dejado envuelto en papel de plata.
Por las mañanas, de nueve a una, voy a trabajar,
como administrativa, a la habitación del adosado
donde un gordo de treinta y tres años ha puesto
un teléfono/fax junto a la impresora del ordenador.
La habitación tiene una ventana que da a un patio
vacío cuya pared es la escalera que conduce al
exterior de la urbanización, no puedo ver la piscina,
que está al otro lado de la ancha y larga escalinata,
pero sí oír si chapotean, sobre todo ingleses,
y si no me doy cuenta ya está Milton, la mayor
parte de los días, para avisarme del vuelo de una
mosca y anda que no es potente su ladrido con lo chico
que es. Se coloca en el poyete de la ventana, adonde accede
porque tiene este debajo un sofá, mientras yo archivo,
hago una factura, etc., Tirso de Molina, Sol, Gran Vía,
Tribunal ¿dónde queda tu oficina para irte
a buscar? Cuando la ciudad pinte sus labios de neón,
subirás en mi caballo de cartón. Me podrán
robar tus días, tus noches no canta, o cantaba,
Sabina. Hago una factura, digo, más al fondo de
la habitación, sentada en un oscuro despachito
refrescado, en verano, por un ventilador que si no estuviera
me haría insoportable la tarea. Al gordo, vamos
a llamarle Ávaro, no lo veo mucho, a dios gracias
(mi dios se escribe con minúsculas), nos comunicamos,
la más de las veces, por teléfono. Hasta
el mes pasado, desde hace casi un año, he estado
cobrando quinientos cincuenta y cinco euros mensuales
y ahora, gracias al gobierno socialista de Zapatero, quinientos
ochenta y el avaro me debe sesenta, le dio coraje lo de
la subida.
Son poco más de las siete, voy a bajar a Milton.
Han pasado casi veinticuatro horas desde que escribí
el último punto. A ver si hoy cumplo.
Me vienen recuerdos de cosas que contaron mis tías,
Jenara y Alfonsina, y mi padre. Me viene que Alfonsina
trabajó muchísimo desde niña, una
niña trabajando, una niña sin jugar, qué
pena, sin ir a la escuela, que liaba cigarrillos, que
los traía escondidos desde el puerto y a veces
la manoseaban, haciendo como que la registraban, los guardias
civiles de la aduana, los “civilones”, los
“picoletos”. Me viene que su padre traía
pan, entre otras cosas, desde Melilla, pues trabajaba
en El Melillero, un barco que hacía la ruta Melilla-Málaga.
Así trajo la primera radio a la vecindad haciendo
que se reunieran todas las comadres, las amigas, las vecinas,
a escuchar la novela y así enjugar lágrimas.
Mi abuelo, un mal día, cuando iba descalzo por
la playa, se hirió con un hierro oxidado y murió
de gangrena, mi padre tenía unos diecisiete años
entonces y ya había conocido a mi madre, un año
antes, a la altura del Arroyo Jaboneros, frontera entre
El Palo y Pedregalejos, el barrio de mi madre, al que
muchos, por apenas saber hablar, conocían como
El Peralejo. Aquel día, el día que se conocieron,
mi madre, un año menor que mi padre, jugaba sola
a ver cuántas ranitas hacía en un mar calmo,
es decir, cuantas veces salía a flote y volvía
a sumergirse la pequeña piedra aplastada que lanzaba
al agua, hasta que llegó mi padre con un amigo
y ya no estuvo sola, más bien sería decir
ya no estuvo soltera y sin compromiso. Cuando la familia
de mi madre, o sea, su padre, Miguel, su abuela, sus hermanas
todas mayores y de mayor a menor: Amapola, Rebeca y María
y su hermano pequeño, Jacinto, conocieron a mi
padre le apodaron “el marciano” por sus grandes
orejas. Su noviazgo duró siete años, hasta
el siete de junio de mil novecientos sesenta y nueve,
cuando se instalaron en el piso de ochenta metros cuadrados
que comenzaban a pagar mes tras mes y así hasta
que pasaran un par de décadas. Era un bloque de
ocho plantas con más de cien viviendas, a cuatro
o cinco inquilinos en cada una de ellas, multiplica, la
gran mayoría provenientes de los pueblos de la
provincia, inmigrantes, que irían poblando esa
parte de la Carretera de Cádiz convirtiéndola
en los años noventa, del pasado siglo, en la zona
con mayor densidad de población de toda Europa.
Me criaron en ese edificio hasta casi los veinte años,
que emigré a Londres, mi hermana hasta los veintisiete,
cuando se fue a vivir al campo, cerca de Cártama
y mi hermano hasta los dieciocho, cuando mis padres se
mudaron a un “dúplex” pegado al mar
no muy lejos de allí.
Los años cincuenta, como casi todo el mundo sabe,
eran los años de las hambres para la mayoría
de la población española. Se vivía
bajo una dictadura que duró la friolera de cuarenta
años, hasta el veinte de noviembre de mil novecientos
setenta y cinco, cuando murió, por fin, el autócrata.
Un día después de dicha defunción
se celebraba mi sexto cumpleaños con mucha alegría
y esta fue, por lo menos triple, cuando, diecinueve días
después, mi madre alumbró un esperado varón.
Por otro lado, en el cincuenta y uno mi padre tenía
seis años y Roberto, mi compañero, nacía
casi el día de los enamorados. Su madre, Consuelo,
rondaba la treintena.
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Fragmento de la novela Margarita y el maestro
original de © Margarita Bokusu Mina , cedido
por deferencia de la autora, para la revista mis Repoelas:
MARGARITA Y EL MAESTRO
Una historia de vampir@s,
Frankosteins y superheroínas de barrio.
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