
MUERTE EN AZUL
|
|
Todas
las mañanas se sentaba a escribir en la misma silla.
En la oscura mesa caoba. Tras la ventana, el paisaje de
siempre: un parque gris, descolorido y silencioso. Vacío
de gorriones y de niños.
Cogía el cortaplumas y se abría las venas
de la mano izquierda. Dejaba derramarse unas gotas sobre
el tintero para no desangrarse, pero lo suficiente para
poder su pluma en ella. Debía darse prisa, antes
de que la sangre se coagulara. Era sangre azul, de aristócrata.
De esas con un apellido compuesto, con cuadros que adornaban
las paredes exhibiendo un rancio linaje. Él escribía historias azules. Azules
eran las princesas, las brujas, los villanos. Azules
las montañas y los valles. Azules los castillos,
los puentes, la hierba. Los lagos y los árboles.
Azules las cabelleras, los besos. Azules las palabras
de amor, los silencios. Azules los diálogos y
las exclamaciones.
|
El pelaje de los animales, celeste. Los iris del héroe,
azul oscuro. Sus azules se difuminaban en tonalidades
varias, como el crepúsculo se abre en diferentes
tonos de rosa y violeta.
Azules pálidos y azules negros. Azules eran las
pasiones inflamadas, las iras encendidas, las excusas.
Azules reconciliaciones y venganzas. Azul la soledad
de hielo, la calma callada. La brisa.
Poco a poco, sus folios se fueron cubriendo de azules
y su cuerpo se volvió pálido.
Se vaciaba de azul, y éste cobraba vida en sus
historias. El escritor tan solo era una exangüe
marioneta, que perdía color a ojos vistas. El
único matiz azul que le quedaba era el de dos
profundas ojeras, que surcaban su cara en óvalos
casi perfectos.
Sin embargo, no renunciaba a derramar su sangre por
las páginas. Pues ésta, en el papel, mutaba
en vida. Una vida más salvaje e intensa que la
que jamás corrió por sus venas.
Así, una mañana le encontraron derrumbado
sobre la mesa. Las venas abiertas, vacías.
Las pupilas fijas en ningún sitio.
Y en las paredes, se plasmaban garabatos azules, que
relataban el fin de su cuento.
|
|
|
|
|