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EL LIBRERO DE TOLEDO

CAPÍTULO I

Sobre mi infancia

Todo hombre tiene derecho a ser feliz
Aristóteles
Nací fuerte y sano, la naturaleza me había dotado de un buen físico que cultivé desde mi infancia haciendo deportes. Debido a mi carácter tímido solo practiqué aquellos que no requerían esfuerzo colectivo; así me ejercité en natación y atletismo. Los que me conocían pensaban y decían que podía haber destacado en cualquier disciplina que hubiera elegido. Yo siempre les decía que no entendía qué interés puede despertar en una persona el correr detrás de un balón y darle patadas a este y al rival.
Hijo de un italiano que vino a España a luchar en la guerra civil y que, una vez acabada la contienda nacional, se quedó a vivir en Toledo, donde conoció a una bella mujer, de humilde cuna: mi madre.
Era mi madre natural de Toledo y de nombre María de la Vega, en memoria del Cristo ante el cual se casaron mis abuelos. Se crió en tierras de labor, pues mi abuelo era capataz de un cigarral. Nunca tuvo oportunidad de ir a la escuela, por lo que podríamos considerar que era casi analfabeta: a lo más que llegaba era a leer y a medio juntar letras para escribir.
Mi padre era un hombre raro, oscuro, al menos así lo recuerdo. Se alistó voluntario al cuerpo de camisas negras de Mussolini, de lo cual le gustaba presumir; bueno, de eso y de sus amistades con hombres fuertes del régimen franquista. Una herida de metralla en la cabeza, durante el asalto al Alcázar, le impidió incorporarse a lo que él llamaba la “gloriosa” División Azul. Aquello cambió su vida, pues no había nada en la tierra que más placer le hubiera dado que participar en la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, en el frente ruso. Para él fue una pesada carga, que le hacía sentirse inferior y que pagaba con su mujer.
Recuerdo cómo el alcohol hacía de mi padre un hombre cada vez más violento; cualquier excusa era buena para pegar a mi madre. Era esta mujer fuerte, muy guapa y muy valiente, pero no podía separarse del hombre que constantemente la vejaba y en la que limpiaba sus frustraciones con fuertes palizas; su pasado en la guerra, en el bando vencedor, le otorgaba un estatus diferente a los demás; era como una patente de corso para hacer cosas sin ser juzgado.
Las leyes del Nuevo Orden imperante en España, de corte nacional católico, eran una de las señas de identidad ideológica del franquismo, impedían el divorcio. Los acuerdos con la Santa Sede conferían una posición relegada a la mujer y supeditada al hombre; por tanto hacía inviable la separación, así que, la pobre aguantaba aquellas situaciones y pedía a Dios que nunca maltratara a su pequeño Doménico. Recuerdo acompañarla a la comisaría para denunciar una agresión brutal, una más de tantas, y lo único que consiguió fue salir humillada. Al cruzar la puerta me juró que si alguna vez me tocaba le mataría, le abriría en canal como a un cerdo.
Fueron tiempos difíciles para los que perdieron; tiempos duros en donde casi todo estaba prohibido: la gente se reunía clandestinamente para hablar —no más de tres personas juntas al mismo tiempo era lo legal—, para tocar instrumentos de música, oír canciones o leer libros que llegaban, principalmente, de Francia. Desde allí, radio Pirenaica o radio París —que fueron las principales emisoras— informaban a todos los españoles emitiendo todos los días, salvo causas de fuerza mayor, por las noches entre las 23 y 24 horas. Los domingos se obligaba a la gente a ir a misa, en la que se debía guardar un silencio absoluto. Nunca entendí por qué mi padre nos obligaba a ir todos los domingos y por qué siempre besaba las manos de los curas. Luego en casa, solos, los insultaba y les llamaba de todo. Pero aun así me gustaba ir a misa. Mi madre me ponía mis zapatos de la marca Gorila y mis pantalones “Santa Clara” —en eso me parecía a los niños ricos—. Una vez de vuelta, a quitármelos, para que no se estropearan, y a revisar los algodones de la punta de los zapatos, que al estarme grandes, siempre les ponía.
Yo era muy pequeño, pero aún recuerdo cómo antes de entrar al colegio, en formación militar y el brazo en alto, cantábamos canciones de los ganadores.
Mi padre andaba trapicheando con cosas de poco alcance y casi todo el dinero se lo gastaba en vino. Raras ocasiones hubo en las que entregara dinero a mi madre. Nunca contaba a dónde iba, cuando ella le preguntaba respondía con un seco:
—¡Mujer! Métete en tus asuntos y no preguntes por preguntar si no quieres conocer la respuesta; pues sabes que voy a por dinero para manteneros.
Ella sabía, por lo que le contaba un vecino que era policía municipal, que marchaba con otros a hacer la ruta portuguesa atravesando los pasos de Talavera y Badajoz sin problemas. Algunas veces lo hacían en coche y otras vía Madrid. Una noche ya acostados, me despertaron unos fuertes golpes en la puerta y escuché unas voces que me dieron mucho miedo. Venían buscando a mi padre, gritaban:
—¡¡¡Eh!!! Italiano, sabemos que estás en casa, levántate y ábrenos.
Vino mi madre corriendo a por mí, para llevarme a su cama. Aún me dio tiempo ver cómo mi padre se medio vestía y sacaba algo de un cajón, guardándolo en la parte de atrás de los pantalones. Me escondí debajo de las sábanas y sentí como latía mi corazón, mientras mi mamá me susurraba al oído que no hablara, que no pasaba nada. Pero notaba en su voz el miedo.
Antes de abrir, mi padre les preguntó que quiénes eran y gritó que pararan de dar golpes; oí como ellos decían:
—¿Eres tú, Salvatore, el italiano?
—Sí, soy yo.
—Pues abre de una vez, coño, que hace mucho frío aquí fuera.
Debió abrirles, pues los golpes y gritos cesaron. Saqué muy despacio la cabeza del interior de las sábanas y vi, por la rendija de la puerta de la habitación, a dos hombres con sombrero y abrigos largos. Creo que jamás podré olvidar sus caras, sobre todo la de uno de ellos que llevaba un gran bigote negro y no más pequeñas las cejas; el otro era delgado, nariz aguileña y grandes patillas. No oía bien lo que decían; estuvieron hablando un rato, a veces se enfadaban y volvían a gritar; mi padre también les gritaba.
—Pues ya lo sabes, quedas advertido. ¡Tú! dedícate a lo tuyo y a colaborar.
Entonces escuché a mi padre muy enfadado decirles.
—¿Me estáis amenazando?, ¿acaso no sabéis quién soy? ¡Yo os ayudé a ganar vuestra guerra!
—No te amenazamos, Salvatore, ellos quieren que no pienses, no se te paga por ello.
Mi padre comenzó a jurar en italiano mientras cerraba de un fuerte portazo.
Nunca se habló en casa, al menos delante de mí, de lo que aconteció aquella noche. Y yo tampoco pregunté nada. Sería otro gran secreto.
Desde ese día mi padre estuvo más inquieto. Antes le gustaba cantar canciones de ópera —de ahí mi afición musical—. Lo hacía mientras se afeitaba con su gran navaja, mirándome y sonriendo. No siempre era tan malo y al menos conmigo nunca lo fue. Jamás me pegó, pero eso no fue suficiente para que lo perdonara por el maltrato que infligía a mi madre.
Ella me dedicó su vida. Trabajaba sin descanso, limpiando en casa de unos militares y por su buen hacer, estos le procuraban uniformes para arreglar, era una buena costurera. Se llevaba la ropa a casa y allí, sin luz ni calefacción, quemándose los ojos, conseguía algún dinero que tenía que esconder para que mi padre no lo requisara.
Gracias a la mediación de la señora Socorro, su marido el comandante Figueroa consiguió colocar a mi madre en la Fábrica de Armas. Eran los dos, el comandante y su mujer, buenas personas, no tenían hijos y siempre me decían que estudiara, que era un chico esponja y que él me llevaría a la academia militar cuando fuera mayor.
Vivíamos en una casa pequeña situada en la Vega Baja de Toledo, cerca de la Fábrica de Armas; desde la cocina se veían las ruinas del viejo Circo Romano. Cada mañana al levantarme, mientras desayunaba, oía los pajarillos que cantaban y revoloteaban entre las ramas de los árboles que se erguían tras los arcos del monumental circo.
Cerca de mi casa nacía un camino empinado que llevaba al Casco Antiguo y que, a diario, tenía que recorrer hiciera frío o calor, lluvia o sol para ir a la escuela.
La zona era tranquila, pocos coches y pocos vecinos. Los niños vivíamos en la calle y esta paz solo era perturbada los domingos por algún grupo de extranjeros, que en manada visitaban las tiendas del acero toledano. Estos despertaban nuestro interés y los acosábamos para conseguir algunas pesetas.
En casa, la vida la hacíamos en la cocina alrededor de una estufa de carbón o abrigados al cobijo de una mesa vestida con faldillas y un brasero de picón (1). Un día, al salir del colegio, decidí no quedarme con los amigos, pues tenía que hacerle unos recados a mi madre; aquello salvó su vida y la mía. Cuando entré en casa estaba tumbada en el suelo: temí lo peor. Por instinto, comencé a abrir las ventanas y a agitar su cuerpo; por suerte aún estaba viva y después de momentos de gran angustia me miró y comenzó a vomitar.
Crecí fuerte, era inteligente y muy dado a ayudar a los demás. Era un líder natural y arrastraba conmigo a los chicos de mi calle. Ellos siempre me vieron como a un hermano mayor. Siempre estuve presto a ayudarlos, rehuía la violencia y si podía todo lo arreglaba con la palabra. A ninguno le conté nunca el hecho de que mi padre pegaba a mi madre, aunque sospechaba que todos lo sabían. Era por ello por lo que no hacía grandes amistades y por supuesto no los llevaba a mi casa. No quería que ningún niño presenciara aquellos momentos tan dramáticos para mí.
Odiaba el momento en el que el sol se ponía, era el momento de la cruda realidad. Cada noche, tanto mi madre como yo, rezábamos para que mi padre no llegara borracho. Las noches eran muy duras, muy largas. Durante esas horas me derretía como un helado y lloraba mi pena; juraba que nunca lo perdonaría y que cuando fuera mayor le haría pagar por el daño que le estaba haciendo.
Dicen que las malas noticias llegan pronto y aquella no tardó en llegar. Un buen día, la policía acudió a mi casa para decirnos que mi padre había sido encontrado muerto en la puerta de un tugurio. Por fin descansaríamos todos.
No dejaron ver el cuerpo a mi madre, así que le dimos sepultura sin saber si el cadáver era de él o de otra persona. Ésta noticia hizo que nunca pudiera cobrar mi juramento y siempre que hablaba con Dios le preguntaba lo mismo: ¿Por qué no me dejó que me vengara? ¿Quién era él para hacer justicia por mí?, y si de verdad era tan grande ¿por qué no evitó antes todas aquellas palizas y malos tratos a mi pobre madre?
Años más tarde, los psiquiatras me dirían que mi vida estaba marcada desde mi niñez. El haber sido hijo de un alcohólico maltratador y haber presenciado situaciones de verdadera violencia forjaron mi compleja personalidad.
Mi infancia fue pasando y los recuerdos sobre mi padre se iban difuminando. Las noches ya no eran tan horribles y temidas. Mi madre cada día estaba más radiante y sobre todo feliz. Yo comenzaba a disfrutar de mi edad. Ya no tenía miedo a llevar a mis amigos a jugar o a merendar a mi casa. Mi rendimiento escolar siempre fue bueno, pero conforme el tiempo pasaba mis notas mejoraban.
El día que cumplí 14 años, recibí un sobre grande que venía a mi nombre. Cuando el cartero nos lo dio, ni mi madre ni yo acertábamos a imaginar qué había allí dentro, ni quién lo habría enviado.
—Firma aquí chaval —me dijo el cartero, señalando con el dedo el lugar en que debía hacerlo.
—Espera —dijo mi madre—. ¿Quién lo envía?
—No trae remite señora, pero por los sellos viene del extranjero.
—¿Y si no lo firmamos?
—Pues no se lo puedo dar.
—Mamá por favor, ¿qué malo puede ser?
Me miró y viendo mis ojos llenos de curiosidad y de alegría, dijo:
—Está bien, ¡hazlo!
Cerramos la puerta y pasamos rápidamente a la cocina, nuestro centro de vida. Yo no soltaba el sobre y, nervioso, pensaba qué podría haber en su interior. Pasaron segundos tan largos que a mi madre debieron parecerles horas y sacándome de mis sueños, oí:
—¡Doménico! ¿Lo abres o no?
—Sí, sí, ahora mismo.
Con los nervios destrocé el sobre que venía muy bien pegado. En su interior había otro más, este me costó menos abrirlo. Encontré unas llaves y unas escrituras a mi nombre. Eran de una casa en la parte vieja de Toledo. Yo no entendía nada y no reparé en que había una carta.
    —Y bien, ¿vas a leerme lo que dice?
    —¿El qué, mamá?
    —La carta hijo, —señalando con el dedo una hoja doblada.
    La cogí y comencé a leer:

    ¡Estimado Doménico!:
    Felicidades. Hoy hace 14 años que naciste. Espero que sepas encontrar sentido a tu vida, en el interior verás la verdad.

Ya no ponía nada más, estaba escrita con pluma y no sabíamos quién la enviaba.
Estuvimos en silencio mucho tiempo, yo no hacía otra cosa que pensar en quién me habría escrito esa nota y por qué me había regalado una casa. Como siempre fue ella la que me despertó y me dijo:
—¡Vamos a ver esa casa ahora mismo!
Hicimos el recorrido sin hablar. Se encontraba la casa en el Callejón de los Muertos, curioso nombre como curiosa era la coincidencia con el nombre de la calle que hacía esquina, Vida Pobre. Cuando llegamos, sin aliento, nos encontramos con una casa de dos plantas. Allí no vivía nadie, mi madre miraba a un lado y a otro, arriba y abajo. Por fin dijo:
—Probemos las llaves a ver si son de aquí.
La puerta se abrió, dimos la luz y pasamos. Yo fui a cerrar y me hizo un gesto con la cabeza de que no lo hiciera. En el centro de la estancia había una mesa y sobre ella un sobre abierto y dirigido a mí, al lado una caja metálica, oxidada. De nuevo guardamos silencio, con un gesto de cabeza hacia adelante comprendí lo que me quería decir. Así que tomé el sobre. Y dentro había una carta manuscrita. Esta sí era la letra de mi padre. Comencé a leer:

    Querido hijo Doménico:
    Si estás leyendo esta carta es porque ya has cumplido catorce años. Felicidades. Esta casa es para ti. En la caja encontrarás dinero, guárdalo y úsalo bien, pues me gustaría que lo emplearas en pagarte una carrera.
    Tu padre,
    Salvatore Aspartana.

No sabía qué decir. Me quedé muy serio, cabreado más bien. ¿Por qué tanto misterio? ¿Acaso no había muerto? Y si había muerto, ¿cuándo hizo esto?
Abrimos la caja y dentro había una medalla de oro con una inscripción en latín y dinero envuelto en un plástico. Mi madre me dijo que cerrara la puerta y con la caja en la mano comprobamos que no había nadie, tanto en la planta de abajo como en la de arriba. Sacó el dinero y dijo:
—Vamos a contarlo.
—No lo quiero mamá, lo odio y esto no hará que lo perdone.
—Mira, Doménico, esto demuestra que tu padre no era del todo un animal; fue un mal esposo, enfermo, débil y por eso bebía y me maltrataba, pero queda claro que sentimientos tenía, al menos hacia ti.
—No me convencerás, así que vámonos y déjalo todo.
—¡No lo haré! Y sobre esto guardarás silencio, no se lo contarás a nadie, ¿entendido?
Agaché la cabeza asintiendo a sus órdenes; contó el dinero, todo estaba en billetes de cien, de quinientas y de mil pesetas.
Estaba llorando, la miré y le pregunté:
—Mamá, ¿por qué lloras?
—¡Dios mío!, esto es una fortuna Doménico. Hay un millón de pesetas. Podrás estudiar lo que quieras y ser un hombre de provecho el día de mañana.
—Pero yo no quiero ni el dinero ni la casa.
—Yo tampoco, pero es conveniente que te quedes con todo y esperar a que el tiempo nos resuelva el enigma.
—Sí, mamá.
Cerramos la puerta y volvimos a nuestra casa, no miramos con detalle la vivienda y lo dejamos todo tal y como estaba, salvo la caja y su contenido que nos lo llevamos. Aún conservo las dos cartas entre mis cosas más importantes, junto con la medalla.
Mi madre llevaba guardado el dinero en el pecho, el bolso en la mano izquierda lo apretaba fuertemente sobre su corazón, que en este momento era el guardián de mi fortuna, de mi futuro.
La vuelta fue rápida. Cansados y a la vez embargados por tanta emoción y misterio, nos sentamos alrededor de la mesa, al calor del brasero; en el aire había un silencio sepulcral. Fui yo quien lo rompió y con los ojos llorosos y la voz entrecortada, pregunté:
—Mamá, ¿quién crees que me ha hecho este regalo? Porque papá murió, ¿verdad?
—Ya no estoy segura. Dimos sepultura a alguien que nos dijeron que era tu padre, pero no llegué a verlo, no me dejaron. Me dijeron que estaba destrozado y que era mejor no verlo. Pero ¿por qué habrían de mentirnos? Así que lo tomaremos como que murió. Ahora debemos guardar silencio sobre todo esto.
Pasaron los días y mi madre, que siendo casi analfabeta tenía la inteligencia y sabiduría que proporciona la necesidad, abrió una cartilla a nombre de los dos en la Caja Postal y allí iba haciendo pequeños ingresos. Luego, los puso a plazo fijo.
La señora Socorro nos dijo que cerca de donde ellos vivían, los dueños de un piso se marchaban de Toledo e iban a ponerlo en venta, si nos interesaba ella podría hablar para conseguir un buen precio. Fuimos a verlo. Para nosotros, comparado con nuestra vivienda, era un palacio. Tenía calefacción y agua caliente; desde el salón podíamos ver la Fábrica de Armas y la otra parte del circo. Las habitaciones tenían ventanas y en el cuarto de baño había una bañera que a mí me pareció una piscina.
Vendimos nuestra casa y compramos el piso, no sin grandes regateos. Tanto el comandante como su mujer estuvieron en todo momento asesorándonos.
—Se acabó pasar frío en estos largos inviernos de Toledo— exclamó el comandante.

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La primera vez que me metí en la bañera tuvo que pasar mi madre a por mí creyendo que me había ocurrido algo. Salí del baño como los garbanzos después de estar varias horas en agua. Se enfriaba, la tiraba y a llenarla de nuevo todo lo caliente que podía aguantar.
—¡Sí ríase!, se nota que usted nunca fue pobre ni llegó a usar pantalones con tronera (2), ni tuvo que hacerlo en la calle y limpiarse con piedras.
—Excúseme por favor, no pretendía ofenderle. Pero continúe si es tan amable, tengo interés en conocer qué ocurrió con la casa que heredó y quién escribió las cartas.
—De acuerdo. Pero permítame que le cuente acontecimientos que se desarrollaron en mi juventud y que fueron, o pudieron ser, causa de mis posteriores actos.
—Como prefiera.

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Capítulo 2: Mi primer amor


(1) Es el picón un carbón vegetal muy usado en aquella época. Su combustión, al ser lenta, si es incompleta genera una cierta cantidad de CO2 y de monóxido de carbono, gas muy tóxico, silencioso y asesino que puede producir la muerte al que lo respire en elevadas concentraciones.

(2) Dícese en Roa (Burgos) de la abertura realizada en el pantalón con objeto de no tener que bajárselo para hacer las necesidades fisiológicas de cada uno.

Novela de © Manuel Peiteado,que ha seleccionado la primera parte de la novela "El librero de Toledo" para la revista mis Repoelas.

(Toda la obra se encuentra protegida por los Derechos de Autor)



Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras