Mi padre
era un hombre raro, oscuro, al menos así lo recuerdo.
Se alistó voluntario al cuerpo de camisas negras de
Mussolini, de lo cual le gustaba presumir; bueno, de eso y
de sus amistades con hombres fuertes del régimen franquista.
Una herida de metralla en la cabeza, durante el asalto al
Alcázar, le impidió incorporarse a lo que él
llamaba la “gloriosa” División Azul. Aquello
cambió su vida, pues no había nada en la tierra
que más placer le hubiera dado que participar en la
Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, en el frente ruso. Para
él fue una pesada carga, que le hacía sentirse
inferior y que pagaba con su mujer.
Recuerdo cómo el alcohol hacía de mi padre un
hombre cada vez más violento; cualquier excusa era
buena para pegar a mi madre. Era esta mujer fuerte, muy guapa
y muy valiente, pero no podía separarse del hombre
que constantemente la vejaba y en la que limpiaba sus frustraciones
con fuertes palizas; su pasado en la guerra, en el bando vencedor,
le otorgaba un estatus diferente a los demás; era como
una patente de corso para hacer cosas sin ser juzgado.
Las leyes del Nuevo Orden imperante en España, de corte
nacional católico, eran una de las señas de
identidad ideológica del franquismo, impedían
el divorcio. Los acuerdos con la Santa Sede conferían
una posición relegada a la mujer y supeditada al hombre;
por tanto hacía inviable la separación, así
que, la pobre aguantaba aquellas situaciones y pedía
a Dios que nunca maltratara a su pequeño Doménico.
Recuerdo acompañarla a la comisaría para denunciar
una agresión brutal, una más de tantas, y lo
único que consiguió fue salir humillada. Al
cruzar la puerta me juró que si alguna vez me tocaba
le mataría, le abriría en canal como a un cerdo.
Fueron tiempos difíciles para los que perdieron; tiempos
duros en donde casi todo estaba prohibido: la gente se reunía
clandestinamente para hablar —no más de tres
personas juntas al mismo tiempo era lo legal—, para
tocar instrumentos de música, oír canciones
o leer libros que llegaban, principalmente, de Francia. Desde
allí, radio Pirenaica o radio París —que
fueron las principales emisoras— informaban a todos
los españoles emitiendo todos los días, salvo
causas de fuerza mayor, por las noches entre las 23 y 24 horas.
Los domingos se obligaba a la gente a ir a misa, en la que
se debía guardar un silencio absoluto. Nunca entendí
por qué mi padre nos obligaba a ir todos los domingos
y por qué siempre besaba las manos de los curas. Luego
en casa, solos, los insultaba y les llamaba de todo. Pero
aun así me gustaba ir a misa. Mi madre me ponía
mis zapatos de la marca Gorila y mis pantalones “Santa
Clara” —en eso me parecía a los niños
ricos—. Una vez de vuelta, a quitármelos, para
que no se estropearan, y a revisar los algodones de la punta
de los zapatos, que al estarme grandes, siempre les ponía.
Yo era muy pequeño, pero aún recuerdo cómo
antes de entrar al colegio, en formación militar y
el brazo en alto, cantábamos canciones de los ganadores.
Mi padre andaba trapicheando con cosas de poco alcance y casi
todo el dinero se lo gastaba en vino. Raras ocasiones hubo
en las que entregara dinero a mi madre. Nunca contaba a dónde
iba, cuando ella le preguntaba respondía con un seco:
—¡Mujer! Métete en tus asuntos y no preguntes
por preguntar si no quieres conocer la respuesta; pues sabes
que voy a por dinero para manteneros.
Ella sabía, por lo que le contaba un vecino que era
policía municipal, que marchaba con otros a hacer la
ruta portuguesa atravesando los pasos de Talavera y Badajoz
sin problemas. Algunas veces lo hacían en coche y otras
vía Madrid. Una noche ya acostados, me despertaron
unos fuertes golpes en la puerta y escuché unas voces
que me dieron mucho miedo. Venían buscando a mi padre,
gritaban:
—¡¡¡Eh!!! Italiano, sabemos que estás
en casa, levántate y ábrenos.
Vino mi madre corriendo a por mí, para llevarme a su
cama. Aún me dio tiempo ver cómo mi padre se
medio vestía y sacaba algo de un cajón, guardándolo
en la parte de atrás de los pantalones. Me escondí
debajo de las sábanas y sentí como latía
mi corazón, mientras mi mamá me susurraba al
oído que no hablara, que no pasaba nada. Pero notaba
en su voz el miedo.
Antes de abrir, mi padre les preguntó que quiénes
eran y gritó que pararan de dar golpes; oí como
ellos decían:
—¿Eres tú, Salvatore, el italiano?
—Sí, soy yo.
—Pues abre de una vez, coño, que hace mucho frío
aquí fuera.
Debió abrirles, pues los golpes y gritos cesaron. Saqué
muy despacio la cabeza del interior de las sábanas
y vi, por la rendija de la puerta de la habitación,
a dos hombres con sombrero y abrigos largos. Creo que jamás
podré olvidar sus caras, sobre todo la de uno de ellos
que llevaba un gran bigote negro y no más pequeñas
las cejas; el otro era delgado, nariz aguileña y grandes
patillas. No oía bien lo que decían; estuvieron
hablando un rato, a veces se enfadaban y volvían a
gritar; mi padre también les gritaba.
—Pues ya lo sabes, quedas advertido. ¡Tú!
dedícate a lo tuyo y a colaborar.
Entonces escuché a mi padre muy enfadado decirles.
—¿Me estáis amenazando?, ¿acaso
no sabéis quién soy? ¡Yo os ayudé
a ganar vuestra guerra!
—No te amenazamos, Salvatore, ellos quieren que no pienses,
no se te paga por ello.
Mi padre comenzó a jurar en italiano mientras cerraba
de un fuerte portazo.
Nunca se habló en casa, al menos delante de mí,
de lo que aconteció aquella noche. Y yo tampoco pregunté
nada. Sería otro gran secreto.
Desde ese día mi padre estuvo más inquieto.
Antes le gustaba cantar canciones de ópera —de
ahí mi afición musical—. Lo hacía
mientras se afeitaba con su gran navaja, mirándome
y sonriendo. No siempre era tan malo y al menos conmigo nunca
lo fue. Jamás me pegó, pero eso no fue suficiente
para que lo perdonara por el maltrato que infligía
a mi madre.
Ella me dedicó su vida. Trabajaba sin descanso, limpiando
en casa de unos militares y por su buen hacer, estos le procuraban
uniformes para arreglar, era una buena costurera. Se llevaba
la ropa a casa y allí, sin luz ni calefacción,
quemándose los ojos, conseguía algún
dinero que tenía que esconder para que mi padre no
lo requisara.
Gracias a la mediación de la señora Socorro,
su marido el comandante Figueroa consiguió colocar
a mi madre en la Fábrica de Armas. Eran los dos, el
comandante y su mujer, buenas personas, no tenían hijos
y siempre me decían que estudiara, que era un chico
esponja y que él me llevaría a la academia militar
cuando fuera mayor.
Vivíamos en una casa pequeña situada en la Vega
Baja de Toledo, cerca de la Fábrica de Armas; desde
la cocina se veían las ruinas del viejo Circo Romano.
Cada mañana al levantarme, mientras desayunaba, oía
los pajarillos que cantaban y revoloteaban entre las ramas
de los árboles que se erguían tras los arcos
del monumental circo.
Cerca de mi casa nacía un camino empinado que llevaba
al Casco Antiguo y que, a diario, tenía que recorrer
hiciera frío o calor, lluvia o sol para ir a la escuela.
La zona era tranquila, pocos coches y pocos vecinos. Los niños
vivíamos en la calle y esta paz solo era perturbada
los domingos por algún grupo de extranjeros, que en
manada visitaban las tiendas del acero toledano. Estos despertaban
nuestro interés y los acosábamos para conseguir
algunas pesetas.
En casa, la vida la hacíamos en la cocina alrededor
de una estufa de carbón o abrigados al cobijo de una
mesa vestida con faldillas y un brasero de picón (1).
Un día, al salir del colegio, decidí no quedarme
con los amigos, pues tenía que hacerle unos recados
a mi madre; aquello salvó su vida y la mía.
Cuando entré en casa estaba tumbada en el suelo: temí
lo peor. Por instinto, comencé a abrir las ventanas
y a agitar su cuerpo; por suerte aún estaba viva y
después de momentos de gran angustia me miró
y comenzó a vomitar.
Crecí fuerte, era inteligente y muy dado a ayudar a
los demás. Era un líder natural y arrastraba
conmigo a los chicos de mi calle. Ellos siempre me vieron
como a un hermano mayor. Siempre estuve presto a ayudarlos,
rehuía la violencia y si podía todo lo arreglaba
con la palabra. A ninguno le conté nunca el hecho de
que mi padre pegaba a mi madre, aunque sospechaba que todos
lo sabían. Era por ello por lo que no hacía
grandes amistades y por supuesto no los llevaba a mi casa.
No quería que ningún niño presenciara
aquellos momentos tan dramáticos para mí.
Odiaba el momento en el que el sol se ponía, era el
momento de la cruda realidad. Cada noche, tanto mi madre como
yo, rezábamos para que mi padre no llegara borracho.
Las noches eran muy duras, muy largas. Durante esas horas
me derretía como un helado y lloraba mi pena; juraba
que nunca lo perdonaría y que cuando fuera mayor le
haría pagar por el daño que le estaba haciendo.
Dicen que las malas noticias llegan pronto y aquella no tardó
en llegar. Un buen día, la policía acudió
a mi casa para decirnos que mi padre había sido encontrado
muerto en la puerta de un tugurio. Por fin descansaríamos
todos.
No dejaron ver el cuerpo a mi madre, así que le dimos
sepultura sin saber si el cadáver era de él
o de otra persona. Ésta noticia hizo que nunca pudiera
cobrar mi juramento y siempre que hablaba con Dios le preguntaba
lo mismo: ¿Por qué no me dejó que me
vengara? ¿Quién era él para hacer justicia
por mí?, y si de verdad era tan grande ¿por
qué no evitó antes todas aquellas palizas y
malos tratos a mi pobre madre?
Años más tarde, los psiquiatras me dirían
que mi vida estaba marcada desde mi niñez. El haber
sido hijo de un alcohólico maltratador y haber presenciado
situaciones de verdadera violencia forjaron mi compleja personalidad.
Mi infancia fue pasando y los recuerdos sobre mi padre se
iban difuminando. Las noches ya no eran tan horribles y temidas.
Mi madre cada día estaba más radiante y sobre
todo feliz. Yo comenzaba a disfrutar de mi edad. Ya no tenía
miedo a llevar a mis amigos a jugar o a merendar a mi casa.
Mi rendimiento escolar siempre fue bueno, pero conforme el
tiempo pasaba mis notas mejoraban.
El día que cumplí 14 años, recibí
un sobre grande que venía a mi nombre. Cuando el cartero
nos lo dio, ni mi madre ni yo acertábamos a imaginar
qué había allí dentro, ni quién
lo habría enviado.
—Firma aquí chaval —me dijo el cartero,
señalando con el dedo el lugar en que debía
hacerlo.
—Espera —dijo mi madre—. ¿Quién
lo envía?
—No trae remite señora, pero por los sellos viene
del extranjero.
—¿Y si no lo firmamos?
—Pues no se lo puedo dar.
—Mamá por favor, ¿qué malo puede
ser?
Me miró y viendo mis ojos llenos de curiosidad y de
alegría, dijo:
—Está bien, ¡hazlo!
Cerramos la puerta y pasamos rápidamente a la cocina,
nuestro centro de vida. Yo no soltaba el sobre y, nervioso,
pensaba qué podría haber en su interior. Pasaron
segundos tan largos que a mi madre debieron parecerles horas
y sacándome de mis sueños, oí:
—¡Doménico! ¿Lo abres o no?
—Sí, sí, ahora mismo.
Con los nervios destrocé el sobre que venía
muy bien pegado. En su interior había otro más,
este me costó menos abrirlo. Encontré unas llaves
y unas escrituras a mi nombre. Eran de una casa en la parte
vieja de Toledo. Yo no entendía nada y no reparé
en que había una carta.
—Y bien, ¿vas a leerme lo que dice?
—¿El qué, mamá?
—La carta hijo, —señalando con el dedo
una hoja doblada.
La cogí y comencé a leer:
¡Estimado
Doménico!:
Felicidades. Hoy hace 14 años que naciste. Espero
que sepas encontrar sentido a tu vida, en el interior
verás la verdad.
Ya no ponía nada más, estaba escrita con
pluma y no sabíamos quién la enviaba.
Estuvimos en silencio mucho tiempo, yo no hacía otra
cosa que pensar en quién me habría escrito
esa nota y por qué me había regalado una casa.
Como siempre fue ella la que me despertó y me dijo:
—¡Vamos a ver esa casa ahora mismo!
Hicimos el recorrido sin hablar. Se encontraba la casa en
el Callejón de los Muertos, curioso nombre como curiosa
era la coincidencia con el nombre de la calle que hacía
esquina, Vida Pobre. Cuando llegamos, sin aliento, nos encontramos
con una casa de dos plantas. Allí no vivía
nadie, mi madre miraba a un lado y a otro, arriba y abajo.
Por fin dijo:
—Probemos las llaves a ver si son de aquí.
La puerta se abrió, dimos la luz y pasamos. Yo fui
a cerrar y me hizo un gesto con la cabeza de que no lo hiciera.
En el centro de la estancia había una mesa y sobre
ella un sobre abierto y dirigido a mí, al lado una
caja metálica, oxidada. De nuevo guardamos silencio,
con un gesto de cabeza hacia adelante comprendí lo
que me quería decir. Así que tomé el
sobre. Y dentro había una carta manuscrita. Esta
sí era la letra de mi padre. Comencé a leer:
Querido
hijo Doménico:
Si estás leyendo esta carta es porque ya has cumplido
catorce años. Felicidades. Esta casa es para ti.
En la caja encontrarás dinero, guárdalo
y úsalo bien, pues me gustaría que lo emplearas
en pagarte una carrera.
Tu padre,
Salvatore Aspartana.
No sabía qué decir. Me quedé muy serio,
cabreado más bien. ¿Por qué tanto misterio?
¿Acaso no había muerto? Y si había
muerto, ¿cuándo hizo esto?
Abrimos la caja y dentro había una medalla de oro
con una inscripción en latín y dinero envuelto
en un plástico. Mi madre me dijo que cerrara la puerta
y con la caja en la mano comprobamos que no había
nadie, tanto en la planta de abajo como en la de arriba.
Sacó el dinero y dijo:
—Vamos a contarlo.
—No lo quiero mamá, lo odio y esto no hará
que lo perdone.
—Mira, Doménico, esto demuestra que tu padre
no era del todo un animal; fue un mal esposo, enfermo, débil
y por eso bebía y me maltrataba, pero queda claro
que sentimientos tenía, al menos hacia ti.
—No me convencerás, así que vámonos
y déjalo todo.
—¡No lo haré! Y sobre esto guardarás
silencio, no se lo contarás a nadie, ¿entendido?
Agaché la cabeza asintiendo a sus órdenes;
contó el dinero, todo estaba en billetes de cien,
de quinientas y de mil pesetas.
Estaba llorando, la miré y le pregunté:
—Mamá, ¿por qué lloras?
—¡Dios mío!, esto es una fortuna Doménico.
Hay un millón de pesetas. Podrás estudiar
lo que quieras y ser un hombre de provecho el día
de mañana.
—Pero yo no quiero ni el dinero ni la casa.
—Yo tampoco, pero es conveniente que te quedes con
todo y esperar a que el tiempo nos resuelva el enigma.
—Sí, mamá.
Cerramos la puerta y volvimos a nuestra casa, no miramos
con detalle la vivienda y lo dejamos todo tal y como estaba,
salvo la caja y su contenido que nos lo llevamos. Aún
conservo las dos cartas entre mis cosas más importantes,
junto con la medalla.
Mi madre llevaba guardado el dinero en el pecho, el bolso
en la mano izquierda lo apretaba fuertemente sobre su corazón,
que en este momento era el guardián de mi fortuna,
de mi futuro.
La vuelta fue rápida. Cansados y a la vez embargados
por tanta emoción y misterio, nos sentamos alrededor
de la mesa, al calor del brasero; en el aire había
un silencio sepulcral. Fui yo quien lo rompió y con
los ojos llorosos y la voz entrecortada, pregunté:
—Mamá, ¿quién crees que me ha
hecho este regalo? Porque papá murió, ¿verdad?
—Ya no estoy segura. Dimos sepultura a alguien que
nos dijeron que era tu padre, pero no llegué a verlo,
no me dejaron. Me dijeron que estaba destrozado y que era
mejor no verlo. Pero ¿por qué habrían
de mentirnos? Así que lo tomaremos como que murió.
Ahora debemos guardar silencio sobre todo esto.
Pasaron los días y mi madre, que siendo casi analfabeta
tenía la inteligencia y sabiduría que proporciona
la necesidad, abrió una cartilla a nombre de los
dos en la Caja Postal y allí iba haciendo pequeños
ingresos. Luego, los puso a plazo fijo.
La señora Socorro nos dijo que cerca de donde ellos
vivían, los dueños de un piso se marchaban
de Toledo e iban a ponerlo en venta, si nos interesaba ella
podría hablar para conseguir un buen precio. Fuimos
a verlo. Para nosotros, comparado con nuestra vivienda,
era un palacio. Tenía calefacción y agua caliente;
desde el salón podíamos ver la Fábrica
de Armas y la otra parte del circo. Las habitaciones tenían
ventanas y en el cuarto de baño había una
bañera que a mí me pareció una piscina.
Vendimos nuestra casa y compramos el piso, no sin grandes
regateos. Tanto el comandante como su mujer estuvieron en
todo momento asesorándonos.
—Se acabó pasar frío en estos largos
inviernos de Toledo— exclamó el comandante.
………………………………..
La primera
vez que me metí en la bañera tuvo que pasar
mi madre a por mí creyendo que me había ocurrido
algo. Salí del baño como los garbanzos después
de estar varias horas en agua. Se enfriaba, la tiraba y
a llenarla de nuevo todo lo caliente que podía aguantar.
—¡Sí ríase!, se nota que usted
nunca fue pobre ni llegó a usar pantalones con tronera
(2), ni tuvo que hacerlo en la calle y limpiarse con piedras.
—Excúseme por favor, no pretendía ofenderle.
Pero continúe si es tan amable, tengo interés
en conocer qué ocurrió con la casa que heredó
y quién escribió las cartas.
—De acuerdo. Pero permítame que le cuente acontecimientos
que se desarrollaron en mi juventud y que fueron, o pudieron
ser, causa de mis posteriores actos.
—Como prefiera.
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