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EL LIBRERO DE TOLEDO

CAPÍTULO 2

Mi primer amor

El amor erótico es la forma de amor más engañosa que existe, confundiéndole fácilmente con la experiencia explosiva de enamorarse…”
Erich Fromm
El arte de amar
Con diecisiete años terminé PREU con buenas notas. Podía dirigir mis pasos hacia cualquier carrera, aun habiendo hecho ciencias, tenía dudas de qué quería estudiar. No tenía muy definido el camino a seguir, pero lo importante es que por fin me llegó el momento de ir a la Universidad. Tendré éxito —pensé—, sea lo que elija triunfaré, se lo debo a ella; sus esfuerzos por criarme y educarme deberán dar su fruto.
Era yo alto y fuerte como un roble. Mis ojos azul verdoso me hacían tener un atractivo especial. Un seductor nato que dominaba la palabra y los gestos, detalles que no pasaban desapercibidos por las jóvenes y no tan jóvenes de mi entorno.
Temprano conocí el amor, y fue el momento en el que dije “te quiero” por primera vez.
Era una noche de verano, habíamos estado en la vega, cenando en un merendero de esos que había a las orillas del Tajo. En menos tiempo que se persigna un cura loco dimos cuenta de unas tortillas de patatas y de un plato de magro con tomate acompañado de unas cervezas. No tardamos mucho en pasar a las risas y fue cuando me di cuenta de que aquella chica rubia de Madrid, que había venido de vacaciones, no dejaba de mirarme.
Pronto comencé a tener sensaciones extrañas, notaba que mi miembro crecía y me daba vergüenza por ello, pues temía que los amigos se dieran cuenta de lo que me pasaba.
Sin saber cómo, la chica decidió pasar al ataque y alegó que se tenía que marchar pues ya era tarde y solicitó, con una mirada cautivadora y sensual, impropia de su edad, que la acompañara. Fueron instantes eternos, no sabía cómo decir que sí, que lo deseaba, así que tuvo que terciar Rafa, un chico de la pandilla y darme el empujoncito:
—Venga Doménico, ¡acompáñala! —me dijo, más como una orden que como una petición.
—Sí, claro, iba hacerlo.
—No te preocupes por el tiempo, te esperamos aquí hasta que vuelvas, —me espetó con un guiño de complicidad.
El camino, por una de esas calles tortuosas de Toledo, empinada y sin fin, se hizo duro y largo, pues no hablamos ninguno de los dos. Fue en la despedida cuando ocurrió el desenlace, y con él toda una explosión de acontecimientos.
—Gracias por acompañarme, eres todo un caballero —me dijo la chica rubia.
—Lo estaba deseando, pero no sabía cómo decírtelo, ni tampoco cómo decirte que me gustas y que es la primera vez que estoy con una chica —dicho esto me puse súper colorado…no sabía qué más decir o hacer, así que tragando saliva solté un seco:
—¡Me llamo Doménico! ¿Y tú?
—Lo sé —contestó la chica.
—¿Sabes qué?
—Tu nombre; sé que te llamas Doménico y es muy bonito. —
Me ruboricé de nuevo.
—Me llamo Sonia y, aunque vivo en Madrid, mis padres son de Toledo y venimos todos los años de vacaciones. Espero volver a verte.
—Sí, claro, será estupendo.
De nuevo el silencio se apoderó de la situación, no sabíamos qué hacer ni qué decir. Quietos, uno frente al otro, nuestros ojos se buscaban y al mismo tiempo querían huir para que el otro no se diera cuenta. Los labios se movían despacio, como si un tic tuvieran; nos quedamos mudos, pero con los ojos abiertos como si ninguno quisiera perderse nada de lo que allí podía ocurrir, la respiración entrecortada, el latido de nuestros corazones podía oírse a metros de distancia.
—No temas, no muerdo, —me dijo con toda naturalidad, acercándose y con la mirada y maestría de quien ya había versado sobre estos temas, me tomó la cabeza con las dos manos, acercándola hacia ella con mucho mimo, acariciando mis cabellos rubios y largos.
Le gustaba jugar con los lóbulos de mis orejas y me las encendió, comencé a agitarme y a tener como espasmos, no sabía lo que me estaba ocurriendo.
—¡Aire!, me falta aire —pensé.
Sonia comenzó a besuquearme por la comisura de los labios, del cuello; yo, nervioso, abría la boca como los polluelos cuando sus madres le traen la comida, pero la chica seguía jugando con mis labios y sus prisas eran otras, si es que las tenía.
Con suavidad deslizó una de sus manos hacia abajo, hacia ese lugar que hasta ahora consideraba tabú y que solo yo podía tocar. De repente el mundo pareció pararse, sentí algo húmedo en el interior de mi oído, no había terminado de saborear esa sensación cuando noté que Sonia había tomado mi miembro y lo apretaba contra su mano y… se acabó.
Había tenido mi primer orgasmo. Ahora no sabía si había merecido la pena tanto placer para pasar tanta vergüenza.
Pasaron unos segundos interminables, estaba confuso, mi mirada huidiza. Fue Sonia la que, abrazándome, me dijo que no le diera importancia, que la primera vez suele pasarle a todos los hombres. Cuando pude hablar le dije:
—¿Tú, cómo lo sabes?
Sin perder su sonrisa me respondió:
—Al novio de mi hermana le pasó lo mismo, por eso lo sé.
Mientras, abajo, en el embarcadero del río, mis amigos aún me esperaban y gastaban bromas sobre cómo me estaría yendo con la chica rubia de Madrid, como todos la llamaban.
—Venga otra jarra y nos vamos— dijo Pedro.
—Sí, la penúltima ¡bolo! ¡Paco!, pon otra jarra y una de bravas, hombre, que parece que te duermes —dijo Rafa.
—¡Jajajaja!! —rieron todos.
—No, no me duermo, chavales y menos mientras me vayáis llenando la buchaca —apuntilló el dueño del bar con ironía y continuó diciendo:
—¡Claro!, que el que estará en la otra orilla del cielo será vuestro amigo el rubio.
De nuevo risas y cachondeos,
—Mira el viejo —dijo otro de la pandilla—, parecía que se dormía y está a todas.
—¡Nos ha jodío bolo!, ¿qué te crees?, ¿qué los pájaros maman?
—Vale ¡ya! Doménico es nuestro amigo y él no permitiría que nos riéramos de ninguno que estuviera ausente; además es cochina envidia lo que tenemos por no estar en su pellejo. Así que ¡a beber y a casa! —dijo Rafa muy serio—, y usted a servir y a cobrar.
—¡Está bien!, por mí está bien —dijo el camarero.

……………………………..
—Disculpe que lo interrumpa, señor Aspartana.
—Sí, por supuesto, puede hacerlo.
—¿Dígame, cómo puede darme estos detalles si usted no estaba presente?
—Tanto en este caso como en el resto de conversaciones que le relate en el futuro, no serán producto de mi imaginación sino confesiones que me hicieron alguna de las personas que estuvieron presentes.
—Espero que entienda mi pregunta, pues de lo contrario me vería obligado a no dar demasiado crédito a su historia.
—Pues créalo, porque nada está sujeto ni a lo subjetivo ni a los sueños del que aquí le habla.
………………………………

Bien, como le contaba, aquella noche no pude dormir, entre el calor sofocante y lo ocurrido. Imposible sobrevivir con normalidad ante tal cantidad de acontecimientos. Mañana tendré que contarlo —me decía—. Sí, pero ¿a quién?, ¿cómo? y ¿qué? ¿Acaso alguno tiene más experiencia que yo? Juré no hacerlo, sería otro de mis grandes secretos inconfesables hasta hoy.
Eran los últimos días de junio, aún no apretaba el sol por las tardes con la furia con que lo hace, en esta tierra bañada por el Tajo, en pleno mes de julio.
Al atardecer bajábamos al río a bañarnos. Pronto encontramos un lugar de difícil acceso, al que solo se podía llegar nadando, y tanto Sonia como yo éramos buenos nadadores. Era un sitio en donde el río descansaba y formaba una especie de cama con la orilla; fue allí donde hice el amor por primera vez. Fue nuestro tercer encuentro. Todo comenzó en el agua, jugando. Nos tomamos y comenzamos a besarnos, a hacernos caricias. Yo más inexperto, parecía un pulpo, solo quería tocar y tocar, ella más experta me paraba, solo quería besos y permanecer abrazados. Sus besos me envolvían en un estado de excitación cada vez más violento, sus caricias me embriagaban. Lentamente, conseguí retirarle los tirantes del bañador y ante mis ojos aparecieron sus pechos, nunca había visto nada semejante. Me dijo que los besara despacio, con mimo, que no los mordiera. Mi impericia me hacía querer llegar pronto al final, pasar por alto esos juegos preliminares que todo buen amante debe conocer. Es esa sabiduría la que te permite marcar los tiempos, cuestión esta que con el paso de los años aprendería y me haría sentir el dueño de esos momentos y hacerlos únicos, de tal forma que ellas nunca olvidaran nuestros encuentros.
Cuando mis manos tocaban, por fuera, su parte más reservada, su flor guardada, para ese momento dulce que toda chica quiere y sueña con dar a su verdadero amor, me daba en ellas y me las retiraba. Todo mi empeño era quitarle el bañador, lo cual conseguí a golpe de besos y halagos. A media voz, con susurros la convencí para que me dejara.
Sin saber cómo, mi bañador ya no estaba, mi cuerpo se le presentaba completamente desnudo, mi sexo excitado solo trataba de buscar su parte más intima y entrar en ella.
—¡Para!, ¡Para_aa!, ¿estás loco?, vas a dejarme embarazada —me dijo preocupada.
—No temas, no pasará nada —le susurré al oído—. Por favor, déjame hacerlo, es solo un poco, enseguida la saco —dije sin pensar lo que decía y con la ansiedad propia del momento; es el momento del macho en estado puro de excitación.
Gimiendo y con voz entrecortada, me hizo prometer que no pasaría nada y que me echaría para atrás.
En esos momentos me acordé de los consejos que me dio el comandante Figueroa, pues a la muerte de mi padre, se convirtió voluntariamente en mi protector y maestro, lo cual yo agradecía. Me dijo que algún día me llegaría ese momento y que debería estar mentalmente fuerte. Que cuando llegara la ocasión, pensara que siempre, antes de llover, chispea y que una vez fuera jamás volviera a introducirla.
Sonia estaba tan excitada como yo y, ante mi torpeza por encontrar la gruta sagrada, decidió tomar mi ardoroso miembro con sus manos, de forma y manera delicada se acariciaba con él, hasta ajustarlo en el lugar adecuado. Al principio tuve una sensación……

…………………………………
—Bueno, no sé cómo explicarlo, usted me entiende, ¿verdad?
—No hay nada que explicar, está todo muy claro. Todos tuvimos una primera vez.

……………………………….

Luego, mi alma voló, mi sangre se dirigió hacia ese lugar y como un demonio inicié unos movimientos rápidos de atrás hacia adelante, hasta que noté que mi corazón se rompía, tuve como espasmos, fueron unos segundos efímeros pero a la vez eternos y otra vez me acordé de lo que me dijo el comandante y, rápidamente, me eché hacia atrás.
Mi cuerpo era como el de un poseso, y solo sabía moverme de forma agitada sobre el cuerpo de ella. Cuando la paz llegó, me sentí como un ser superior: por fin era un hombre —pensé.
Mientras, Sonia con la cabeza agachada, se disponía a ponerse de nuevo el bañador.
Fueron quince días tan largos como largos son quince segundos, al menos eso me parecieron. Viví en una nube sostenido por Sonia. Mi primer amor, mi primera huella en el corazón.
Desde aquél día todas las tardes bajábamos al río, a nuestro lugar secreto y allí nos entregábamos para convertirnos en un solo cuerpo. Poco a poco, me fui apartando de la pandilla y todo mi tiempo, mis pensamientos, eran para la chica rubia de mis sueños.
Pero los planes de Sonia no eran los míos, ella pretendía pasar unas vacaciones estupendas y yo jurarle amor eterno. Lo que para ella era un capricho para mí se convertiría en una obsesión.
Más tarde aprendí que a esa obsesión se le llama “encoñamiento”. Palabra que define muy bien ese estado, según mi criterio, y no quiero con ello crear una corriente de opinión al respecto, en el que se halla aquella persona que sexualmente conoce o practica, con asiduidad, algo hasta ese momento desconocido. No es un estado que obligue a estar enamorado. Pienso que por culpa de este episodio sexual nuevo, muchas personas han muerto o han matado.
En mi caso, era la primera vez que tenía relaciones íntimas con una mujer, y ella sabía hacerme cosas que me tenían totalmente rendido a sus pies o mejor a su cuerpo. Por eso a veces pienso que además de enamorado pudiera estar encoñado.
Se acababa el mes de junio y eso significaba que tendríamos que separarnos. Nos prometimos para siempre. Nos escribiríamos —nos dijimos—, y al estudiar en Madrid, en invierno nos podríamos ver.
La última noche de sus vacaciones le preparamos una despedida en el mismo lugar que la conocí. Yo estaba muy triste y a la vez nervioso pues me parecía que ella no estaba tan afectada, al contrario, solo hacía que reír y entonar una canción de Julio Iglesias, “La vida sigue igual”. Todas las noches Paco, el camarero, la ponía una y otra vez; acabé odiándola, pues su letra fue el presagio de lo que ocurriría.
En boca de ella sonaba como que todo seguiría igual después de nuestra despedida. Así que le dije al camarero que por favor cambiara de música y pusiera otra más alegre y, como si lo presagiara, puso una casete de Fórmula V. El primer tema que sonó fue “Tengo tu amor” que, lejos de hacerme feliz, resultó lo contrario; Sonia me miraba y se ría, se burlaba de mí y noté cómo jugaba haciendo muecas a un chico bastante mayor que nosotros que estaba en otra mesa. Le hacía el mismo juego de miradas que me hizo la noche que nos conocimos; lo miraba y cantaba para él.
Mi estado de celos me llevó a aislarme completamente del grupo. Observé que en otra mesa un matrimonio discutía, bueno, más bien él, ella callaba y lloraba; en un carrito se encontraba un bebé, el cual, asustado, comenzó a llorar, quizás por esa unión, que no sé explicar, existente de por vida entre un hijo y una madre y viceversa.
Aquella situación me estaba incomodando hasta tal punto que me olvidé de Sonia y sus flirteos con el otro chico. De pronto, vi cómo propinaba un golpe a su mujer, la cual, indefensa, solo supo callar y llorar. No pude más, y como una pantera me levanté y veloz fui hacia él.
—¡No vuelva a pegarle!, eso es de cobardes.
—Hago lo que me sale de los cojones, es mi mujer y a esta puta le pego cuando quiero. ¿Te enteras? Así que largo o cobrarás tú también.
—Si quieres pegar a alguien, hazlo a un hombre, ¡cobarde! —volví a decirle.
Antes de que pudiera reaccionar se levantó de un salto y, cuando se puso en pie, ya tenía una navaja abierta en la mano. Amenazándome con ella me dijo:
—¡Ven, cabrón!, ¡que te voy a abrir el gaznate, y así dejarás de rebuznar!
No llegué ni a pestañear, antes de que moviera un músculo ya me tenían mis amigos apresado, apartándome del lugar. A distancia oía las voces entre ellos y aquel hombre, pero yo estaba petrificado, quizás el miedo me llevó a quedar totalmente bloqueado.
—¡Estás loco, Doménico! —me decía Rafa—. ¿No te das cuenta de que está borracho?
—¿Pero qué te ocurre?, jamás te había visto así —aseveró Pedro.
No recuerdo bien cómo me sacaron de allí. El caso es que no me pude despedir de Sonia, tampoco me preocupé de ello.
Como era habitual en mí, aquella noche no pude conciliar el sueño con facilidad, tenía temblores y un sudor frío me recorría todo el cuerpo. Hacía años que no tenía miedo a cerrar los ojos. Volvieron los fantasmas del pasado, aquellos recuerdos que había conseguido aislar en no sé qué parte de mi cerebro y que tenía de nuevo ante mí. Veía a mi madre llorando en un rincón, con las manos tapándose la cabeza, mientras mi padre la golpeaba. Tardé en dormirme, quizás por el cansancio, que a fin de cuentas puede con todo.
Al levantarme me dirigí a la cocina a desayunar; saludé a mi madre, pero no como siempre, pues yo aún seguía recordando lo que había pasado en el kiosco del río. Ella estaba muy sería, callada. No le pregunté qué le ocurría, no hizo falta; dejó de fregar y se le cayó un plato al suelo, se hizo añicos. Entonces levanté la cabeza y la miré; ella, con la cabeza gacha, me dijo:
—Doménico: ¡júrame que nunca más volverás a beber!
No supe qué decir, aquel comentario me sorprendió, pues no era yo de beber, al menos hasta ese día. Entonces le dije:
—Mamá, no bebí, ni anoche ni nunca, debes confiar en mí.
—Anoche tuviste los mismos síntomas que tu difunto padre cuando se emborrachaba y de eso sé mucho. Así que no me lo niegues.
No tenía palabras para aquella que tanto había hecho por mí, bajé la cabeza y comencé a llorar, ella se me acercó y me acogió en sus pechos, dándome el abrazo más tierno y dulce que jamás madre alguna hubiera dado.
Le conté todo lo que ocurrió y cómo en esos momentos podría estar muerto.
—Eres muy bueno, pero debes tener cuidado.
—Sí, lo tendré madre, no temas; seré más prudente en el futuro.
Se levantó, se limpió las lágrimas y, atusándome los cabellos, me dijo:
—Anda, desayuna, que el comandante vendrá a por ti.
—¿A por mí? —pregunté.
—Sí, a por ti. Quiere darte una sorpresa.


Capítulo 3: Mi primer crimen


Novela de © Manuel Peiteado. Fragmentos seleccionados de la trilogía "El librero de Toledo" para los lectores de la revista mis Repoelas.

(Toda la obra se encuentra protegida por los Derechos de Autor)



Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras