Era una
noche de verano, habíamos estado en la vega, cenando
en un merendero de esos que había a las orillas del
Tajo. En menos tiempo que se persigna un cura loco dimos cuenta
de unas tortillas de patatas y de un plato de magro con tomate
acompañado de unas cervezas. No tardamos mucho en pasar
a las risas y fue cuando me di cuenta de que aquella chica
rubia de Madrid, que había venido de vacaciones, no
dejaba de mirarme.
Pronto comencé a tener sensaciones extrañas,
notaba que mi miembro crecía y me daba vergüenza
por ello, pues temía que los amigos se dieran cuenta
de lo que me pasaba.
Sin saber cómo, la chica decidió pasar al ataque
y alegó que se tenía que marchar pues ya era
tarde y solicitó, con una mirada cautivadora y sensual,
impropia de su edad, que la acompañara. Fueron instantes
eternos, no sabía cómo decir que sí,
que lo deseaba, así que tuvo que terciar Rafa, un chico
de la pandilla y darme el empujoncito:
—Venga Doménico, ¡acompáñala!
—me dijo, más como una orden que como una petición.
—Sí, claro, iba hacerlo.
—No te preocupes por el tiempo, te esperamos aquí
hasta que vuelvas, —me espetó con un guiño
de complicidad.
El camino, por una de esas calles tortuosas de Toledo, empinada
y sin fin, se hizo duro y largo, pues no hablamos ninguno
de los dos. Fue en la despedida cuando ocurrió el desenlace,
y con él toda una explosión de acontecimientos.
—Gracias por acompañarme, eres todo un caballero
—me dijo la chica rubia.
—Lo estaba deseando, pero no sabía cómo
decírtelo, ni tampoco cómo decirte que me gustas
y que es la primera vez que estoy con una chica —dicho
esto me puse súper colorado…no sabía qué
más decir o hacer, así que tragando saliva solté
un seco:
—¡Me llamo Doménico! ¿Y tú?
—Lo sé —contestó la chica.
—¿Sabes qué?
—Tu nombre; sé que te llamas Doménico
y es muy bonito. —
Me ruboricé de nuevo.
—Me llamo Sonia y, aunque vivo en Madrid, mis padres
son de Toledo y venimos todos los años de vacaciones.
Espero volver a verte.
—Sí, claro, será estupendo.
De nuevo el silencio se apoderó de la situación,
no sabíamos qué hacer ni qué decir. Quietos,
uno frente al otro, nuestros ojos se buscaban y al mismo tiempo
querían huir para que el otro no se diera cuenta. Los
labios se movían despacio, como si un tic tuvieran;
nos quedamos mudos, pero con los ojos abiertos como si ninguno
quisiera perderse nada de lo que allí podía
ocurrir, la respiración entrecortada, el latido de
nuestros corazones podía oírse a metros de distancia.
—No temas, no muerdo, —me dijo con toda naturalidad,
acercándose y con la mirada y maestría de quien
ya había versado sobre estos temas, me tomó
la cabeza con las dos manos, acercándola hacia ella
con mucho mimo, acariciando mis cabellos rubios y largos.
Le gustaba jugar con los lóbulos de mis orejas y me
las encendió, comencé a agitarme y a tener como
espasmos, no sabía lo que me estaba ocurriendo.
—¡Aire!, me falta aire —pensé.
Sonia comenzó a besuquearme por la comisura de los
labios, del cuello; yo, nervioso, abría la boca como
los polluelos cuando sus madres le traen la comida, pero la
chica seguía jugando con mis labios y sus prisas eran
otras, si es que las tenía.
Con suavidad deslizó una de sus manos hacia abajo,
hacia ese lugar que hasta ahora consideraba tabú y
que solo yo podía tocar. De repente el mundo pareció
pararse, sentí algo húmedo en el interior de
mi oído, no había terminado de saborear esa
sensación cuando noté que Sonia había
tomado mi miembro y lo apretaba contra su mano y… se
acabó.
Había tenido mi primer orgasmo. Ahora no sabía
si había merecido la pena tanto placer para pasar tanta
vergüenza.
Pasaron unos segundos interminables, estaba confuso, mi mirada
huidiza. Fue Sonia la que, abrazándome, me dijo que
no le diera importancia, que la primera vez suele pasarle
a todos los hombres. Cuando pude hablar le dije:
—¿Tú, cómo lo sabes?
Sin perder su sonrisa me respondió:
—Al novio de mi hermana le pasó lo mismo, por
eso lo sé.
Mientras, abajo, en el embarcadero del río, mis amigos
aún me esperaban y gastaban bromas sobre cómo
me estaría yendo con la chica rubia de Madrid, como
todos la llamaban.
—Venga otra jarra y nos vamos— dijo Pedro.
—Sí, la penúltima ¡bolo! ¡Paco!,
pon otra jarra y una de bravas, hombre, que parece que te
duermes —dijo Rafa.
—¡Jajajaja!! —rieron todos.
—No, no me duermo, chavales y menos mientras me vayáis
llenando la buchaca —apuntilló el dueño
del bar con ironía y continuó diciendo:
—¡Claro!, que el que estará en la otra
orilla del cielo será vuestro amigo el rubio.
De nuevo risas y cachondeos,
—Mira el viejo —dijo otro de la pandilla—,
parecía que se dormía y está a todas.
—¡Nos ha jodío bolo!, ¿qué
te crees?, ¿qué los pájaros maman?
—Vale ¡ya! Doménico es nuestro amigo y
él no permitiría que nos riéramos de
ninguno que estuviera ausente; además es cochina envidia
lo que tenemos por no estar en su pellejo. Así que
¡a beber y a casa! —dijo Rafa muy serio—,
y usted a servir y a cobrar.
—¡Está bien!, por mí está
bien —dijo el camarero.
……………………………..
—Disculpe
que lo interrumpa, señor Aspartana.
—Sí, por supuesto, puede hacerlo.
—¿Dígame, cómo puede darme estos
detalles si usted no estaba presente?
—Tanto en este caso como en el resto de conversaciones
que le relate en el futuro, no serán producto de mi
imaginación sino confesiones que me hicieron alguna
de las personas que estuvieron presentes.
—Espero que entienda mi pregunta, pues de lo contrario
me vería obligado a no dar demasiado crédito
a su historia.
—Pues créalo, porque nada está sujeto
ni a lo subjetivo ni a los sueños del que aquí
le habla.
………………………………
Bien, como le contaba, aquella noche no pude
dormir, entre el calor sofocante y lo ocurrido. Imposible
sobrevivir con normalidad ante tal cantidad de acontecimientos.
Mañana tendré que contarlo —me decía—.
Sí, pero ¿a quién?, ¿cómo?
y ¿qué? ¿Acaso alguno tiene más
experiencia que yo? Juré no hacerlo, sería otro
de mis grandes secretos inconfesables hasta hoy.
Eran los últimos días de junio, aún no
apretaba el sol por las tardes con la furia con que lo hace,
en esta tierra bañada por el Tajo, en pleno mes de
julio.
Al atardecer bajábamos al río a bañarnos.
Pronto encontramos un lugar de difícil acceso, al que
solo se podía llegar nadando, y tanto Sonia como yo
éramos buenos nadadores. Era un sitio en donde el río
descansaba y formaba una especie de cama con la orilla; fue
allí donde hice el amor por primera vez. Fue nuestro
tercer encuentro. Todo comenzó en el agua, jugando.
Nos tomamos y comenzamos a besarnos, a hacernos caricias.
Yo más inexperto, parecía un pulpo, solo quería
tocar y tocar, ella más experta me paraba, solo quería
besos y permanecer abrazados. Sus besos me envolvían
en un estado de excitación cada vez más violento,
sus caricias me embriagaban. Lentamente, conseguí retirarle
los tirantes del bañador y ante mis ojos aparecieron
sus pechos, nunca había visto nada semejante. Me dijo
que los besara despacio, con mimo, que no los mordiera. Mi
impericia me hacía querer llegar pronto al final, pasar
por alto esos juegos preliminares que todo buen amante debe
conocer. Es esa sabiduría la que te permite marcar
los tiempos, cuestión esta que con el paso de los años
aprendería y me haría sentir el dueño
de esos momentos y hacerlos únicos, de tal forma que
ellas nunca olvidaran nuestros encuentros.
Cuando mis manos tocaban, por fuera, su parte más reservada,
su flor guardada, para ese momento dulce que toda chica quiere
y sueña con dar a su verdadero amor, me daba en ellas
y me las retiraba. Todo mi empeño era quitarle el bañador,
lo cual conseguí a golpe de besos y halagos. A media
voz, con susurros la convencí para que me dejara.
Sin saber cómo, mi bañador ya no estaba, mi
cuerpo se le presentaba completamente desnudo, mi sexo excitado
solo trataba de buscar su parte más intima y entrar
en ella.
—¡Para!, ¡Para_aa!, ¿estás
loco?, vas a dejarme embarazada —me dijo preocupada.
—No temas, no pasará nada —le susurré
al oído—. Por favor, déjame hacerlo, es
solo un poco, enseguida la saco —dije sin pensar lo
que decía y con la ansiedad propia del momento; es
el momento del macho en estado puro de excitación.
Gimiendo y con voz entrecortada, me hizo prometer que no pasaría
nada y que me echaría para atrás.
En esos momentos me acordé de los consejos que me dio
el comandante Figueroa, pues a la muerte de mi padre, se convirtió
voluntariamente en mi protector y maestro, lo cual yo agradecía.
Me dijo que algún día me llegaría ese
momento y que debería estar mentalmente fuerte. Que
cuando llegara la ocasión, pensara que siempre, antes
de llover, chispea y que una vez fuera jamás volviera
a introducirla.
Sonia estaba tan excitada como yo y, ante mi torpeza por encontrar
la gruta sagrada, decidió tomar mi ardoroso miembro
con sus manos, de forma y manera delicada se acariciaba con
él, hasta ajustarlo en el lugar adecuado. Al principio
tuve una sensación……
…………………………………
—Bueno,
no sé cómo explicarlo, usted me entiende, ¿verdad?
—No hay nada que explicar, está todo muy claro.
Todos tuvimos una primera vez.
……………………………….
Luego, mi alma voló, mi sangre se dirigió hacia
ese lugar y como un demonio inicié unos movimientos
rápidos de atrás hacia adelante, hasta que noté
que mi corazón se rompía, tuve como espasmos,
fueron unos segundos efímeros pero a la vez eternos
y otra vez me acordé de lo que me dijo el comandante
y, rápidamente, me eché hacia atrás.
Mi cuerpo era como el de un poseso, y solo sabía moverme
de forma agitada sobre el cuerpo de ella. Cuando la paz llegó,
me sentí como un ser superior: por fin era un hombre
—pensé.
Mientras, Sonia con la cabeza agachada, se disponía
a ponerse de nuevo el bañador.
Fueron quince días tan largos como largos son quince
segundos, al menos eso me parecieron. Viví en una nube
sostenido por Sonia. Mi primer amor, mi primera huella en
el corazón.
Desde aquél día todas las tardes bajábamos
al río, a nuestro lugar secreto y allí nos entregábamos
para convertirnos en un solo cuerpo. Poco a poco, me fui apartando
de la pandilla y todo mi tiempo, mis pensamientos, eran para
la chica rubia de mis sueños.
Pero los planes de Sonia no eran los míos, ella pretendía
pasar unas vacaciones estupendas y yo jurarle amor eterno.
Lo que para ella era un capricho para mí se convertiría
en una obsesión.
Más tarde aprendí que a esa obsesión
se le llama “encoñamiento”. Palabra que
define muy bien ese estado, según mi criterio, y no
quiero con ello crear una corriente de opinión al respecto,
en el que se halla aquella persona que sexualmente conoce
o practica, con asiduidad, algo hasta ese momento desconocido.
No es un estado que obligue a estar enamorado. Pienso que
por culpa de este episodio sexual nuevo, muchas personas han
muerto o han matado.
En mi caso, era la primera vez que tenía relaciones
íntimas con una mujer, y ella sabía hacerme
cosas que me tenían totalmente rendido a sus pies o
mejor a su cuerpo. Por eso a veces pienso que además
de enamorado pudiera estar encoñado.
Se acababa el mes de junio y eso significaba que tendríamos
que separarnos. Nos prometimos para siempre. Nos escribiríamos
—nos dijimos—, y al estudiar en Madrid, en invierno
nos podríamos ver.
La última noche de sus vacaciones le preparamos una
despedida en el mismo lugar que la conocí. Yo estaba
muy triste y a la vez nervioso pues me parecía que
ella no estaba tan afectada, al contrario, solo hacía
que reír y entonar una canción de Julio Iglesias,
“La vida sigue igual”. Todas las noches Paco,
el camarero, la ponía una y otra vez; acabé
odiándola, pues su letra fue el presagio de lo que
ocurriría.
En boca de ella sonaba como que todo seguiría igual
después de nuestra despedida. Así que le dije
al camarero que por favor cambiara de música y pusiera
otra más alegre y, como si lo presagiara, puso una
casete de Fórmula V. El primer tema que sonó
fue “Tengo tu amor” que, lejos de hacerme feliz,
resultó lo contrario; Sonia me miraba y se ría,
se burlaba de mí y noté cómo jugaba haciendo
muecas a un chico bastante mayor que nosotros que estaba en
otra mesa. Le hacía el mismo juego de miradas que me
hizo la noche que nos conocimos; lo miraba y cantaba para
él.
Mi estado de celos me llevó a aislarme completamente
del grupo. Observé que en otra mesa un matrimonio discutía,
bueno, más bien él, ella callaba y lloraba;
en un carrito se encontraba un bebé, el cual, asustado,
comenzó a llorar, quizás por esa unión,
que no sé explicar, existente de por vida entre un
hijo y una madre y viceversa.
Aquella situación me estaba incomodando hasta tal punto
que me olvidé de Sonia y sus flirteos con el otro chico.
De pronto, vi cómo propinaba un golpe a su mujer, la
cual, indefensa, solo supo callar y llorar. No pude más,
y como una pantera me levanté y veloz fui hacia él.
—¡No vuelva a pegarle!, eso es de cobardes.
—Hago lo que me sale de los cojones, es mi mujer y a
esta puta le pego cuando quiero. ¿Te enteras? Así
que largo o cobrarás tú también.
—Si quieres pegar a alguien, hazlo a un hombre, ¡cobarde!
—volví a decirle.
Antes de que pudiera reaccionar se levantó de un salto
y, cuando se puso en pie, ya tenía una navaja abierta
en la mano. Amenazándome con ella me dijo:
—¡Ven, cabrón!, ¡que te voy a abrir
el gaznate, y así dejarás de rebuznar!
No llegué ni a pestañear, antes de que moviera
un músculo ya me tenían mis amigos apresado,
apartándome del lugar. A distancia oía las voces
entre ellos y aquel hombre, pero yo estaba petrificado, quizás
el miedo me llevó a quedar totalmente bloqueado.
—¡Estás loco, Doménico! —me
decía Rafa—. ¿No te das cuenta de que
está borracho?
—¿Pero qué te ocurre?, jamás te
había visto así —aseveró Pedro.
No recuerdo bien cómo me sacaron de allí. El
caso es que no me pude despedir de Sonia, tampoco me preocupé
de ello.
Como era habitual en mí, aquella noche no pude conciliar
el sueño con facilidad, tenía temblores y un
sudor frío me recorría todo el cuerpo. Hacía
años que no tenía miedo a cerrar los ojos. Volvieron
los fantasmas del pasado, aquellos recuerdos que había
conseguido aislar en no sé qué parte de mi cerebro
y que tenía de nuevo ante mí. Veía a
mi madre llorando en un rincón, con las manos tapándose
la cabeza, mientras mi padre la golpeaba. Tardé en
dormirme, quizás por el cansancio, que a fin de cuentas
puede con todo.
Al levantarme me dirigí a la cocina a desayunar; saludé
a mi madre, pero no como siempre, pues yo aún seguía
recordando lo que había pasado en el kiosco del río.
Ella estaba muy sería, callada. No le pregunté
qué le ocurría, no hizo falta; dejó de
fregar y se le cayó un plato al suelo, se hizo añicos.
Entonces levanté la cabeza y la miré; ella,
con la cabeza gacha, me dijo:
—Doménico: ¡júrame que nunca más
volverás a beber!
No supe qué decir, aquel comentario me sorprendió,
pues no era yo de beber, al menos hasta ese día. Entonces
le dije:
—Mamá, no bebí, ni anoche ni nunca, debes
confiar en mí.
—Anoche tuviste los mismos síntomas que tu difunto
padre cuando se emborrachaba y de eso sé mucho. Así
que no me lo niegues.
No tenía palabras para aquella que tanto había
hecho por mí, bajé la cabeza y comencé
a llorar, ella se me acercó y me acogió en sus
pechos, dándome el abrazo más tierno y dulce
que jamás madre alguna hubiera dado.
Le conté todo lo que ocurrió y cómo en
esos momentos podría estar muerto.
—Eres muy bueno, pero debes tener cuidado.
—Sí, lo tendré madre, no temas; seré
más prudente en el futuro.
Se levantó, se limpió las lágrimas y,
atusándome los cabellos, me dijo:
—Anda, desayuna, que el comandante vendrá a por
ti.
—¿A por mí? —pregunté.
—Sí, a por ti. Quiere darte una sorpresa.
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