Entré
sin golpear. Mi compadre se estaba lavando y tenía
sobre la cama su mejor traje. Después comenzó
a vestirse. -El mismo que usé para mi boda-, me dijo.
Yo lo sabía. Ambos éramos viudos. Mi mujer había
muerto para la peste y, la de él, se había marchado
con el Trombino, el argentino ese. Irse o morir es lo mismo.
Después agregó -Ya estoy listo. Aún nos
queda tiempo para un vaso de vino- Bebimos en silencio. -Ahora
si te vay a quedar solo-, me dijo -Pero será la última
vez-, respondí. Éramos los únicos habitantes
en el pueblo. Todos se habían marchado o muerto. Hasta
el agua. Apenas un hilito de vida salía de la tierra,
ni para beber a veces alcanzaba. El vino nos puso sentimentales.
Recordamos nuestra llegada, niños aún, cuando
ayudamos a levantar las casas de adobe. El pueblo era más
viejo que la muerte. Sólo cuarenta años después
tuvimos el primer muerto. Mi padre. Luego otros y otros…
Así es la cosa. Ahora ni los pájaros vienen.
-Serás el último-, agregó mi compadre
Cepeda. Y nos despedimos, nos dimos la mano, nos abrazamos
fuerte. Lloramos, sin lágrimas, como lloran los hombres.
Ya en mi casa, me tendí en la cama con los ojos abiertos.
Así pasé el resto de la noche. Al amanecer escuche
el chirrido y salí. Mi compadre estaba sentado atrás,
en la parrilla de la bicicleta. Y cuando la ciclista comenzó
a pedalear, grité -¡Adiós Compadre!-,
pero ya no me escuchó. La bicicleta, rechinando, se
perdió tras los cerros. Después encendí
el fuego y, mirando a ninguna parte, suspiré. |