En El
portón, mientras doña Hermelinda abría
los pescados, yo jugaba con mis amigos de aquella primera
niñez, entre ellos uno algo mayor, del que no recuerdo
el nombre. Era alto, muy serio y siempre ayudaba a su madre,
la pescadera Hermelinda. También se daba el tiempo
de hacernos pistolas de madera, réplicas perfectas
de las verdaderas, las que siempre pintaba, no conozco la
razón, de rojo y azul. Con ellas, en los recovecos
del cité, éramos, junto a él, vaqueros
y en las escobas de nuestras familias recorríamos las
llanuras de la imaginación, nos enfrentábamos
en interminables balaceras en las que, aún heridos
de muerte, acribillados, verdaderos coladores moribundos,
nos negábamos a morir. Morir significaba quedar fuera
del juego, en el bostezo, sentados, mirando las hormigas que
entraban y salían de nuestras sombras. También
llenarse la boca con harina tostada y azúcar o un chupete
en forma de gallito. Pero solo. Y todos sabemos que un vaquero
desamparado, perdido en los yermos del aburrimiento, aunque
tenga los bolsillos repletos de bolitas, tarde o temprano
se convertirá en un gato seco. Existiendo la otra posibilidad
de ser atacado por los indios, los de la otra calle y, aunque
no le corten la cabellera, le robarán las bolitas,
especialmente el tiroyo, la preferida. Dejándole además
la mortal herida de una patada en el culo. Es la ley del Oeste.
Doña Hermelinda seguía desollando el pescado.
Siempre admiré a ese muchacho, su capacidad maderística
y la de ser niño y hombre a la vez, fiel ayudante de
su madre, tan serio como les dije. Todos los fines de semana
llegaba el padre, un pescador de Tongoy, quién luego
de pagar el almacén se dedicaba a beberse las dos cantinas
del barrio. Esto lo hacía sistemáticamente junto
a los cargadores, los obreros, los profesores, los albañiles,
los panaderos, los pintores, ferroviarios, tipógrafos,
feriantes, y tantos otros que convertían aquellos bebederos
en una escuela de artes y oficios. Y como mi papá trabajaba
arreglando trenes, mecánico de ajuste y montaje, no
podía faltar a su escuela. El pescador se volvía
loco, llegaba insultando, golpeaba a su mujer y tomando sus
cosas volvía al mar. A mi amigo demasiadas veces lo
vi con moretones, defender a su madre le costaba dolor. -A
ver, me decía doña Hermelinda, saca el pájaro-
Y yo lo sacaba para orinarle el dedo que le sangraba, cortado
involuntariamente por la cuchilla con la que descueraba pescados.
Seca la herida, lavada, recomenzaba su trabajo. Arrojaba las
tripas a un recipiente, les cortaba la cabeza, repartidas
en el cité para el caldillo, pelados ya, algunos fileteados
o en trozos, y mi amigo salía con un tarro a entregarlos
en las casas. Yo lo acompañaba. Se guardaba el dinero
en el bolsillo de la camisa, pero algunos centavos le pertenecían
y compraba sustancias, algunos chocolates, compartiéndolos
conmigo mientras lavaba el tarro en el canal. Lloraba ahí.
Con los ojos muy abiertos, masticando los chocolates o las
sustancias, no podía hacer otra cosa que mirarlo. Así
conocí el mar.
La segunda vez que estuve cerca del mar fue con mi madre.
No sé como la conoció, pero siempre llegaba
a la casa, tomaba desayuno y generalmente se quedaba a almorzar.
Tampoco recuerdo su aspecto físico, pero me parecía
menuda, el pelo castaño, quizás rubia, siempre
con un tres cuarto verde claro, aunque no estoy seguro de
nada. Se llamaba Elsa y era mi madrina. Vivía en el
puerto de Coquimbo y, por lo mismo, siempre será un
misterio como ella y mi madre se conocieron. Pero me encontraba
en una micro, rumbo al puerto, los cerros pasaban como hileras
de camellos, sus grandes jorobas amarillas, grises, azules
o rojizas se recortaban bajo la luz y el viento entraba por
la ventanillas despeinado a los pasajeros. De pronto, quizás
el tiempo recortó el cuaderno de las horas con su muda
tijera, o el espacio encerró al perro de la distancia,
ya estaba comiendo pescado frito, mirando el mar por una ventana
y rodeado por dos adolescentes que me parecieron muy hermosas.
La casa estaba en el cerro, mi madrina estaba ahí,
sus dos hijas y el mar. Bueno, un pedazo de mar, acostado,
asomando por los vidrios, vestido de marino y jugaba con un
barco tan grande que no cabía en esa ventana. Lo demás
era un gato con los ojos cerrados. Podía ver el tic
tac de su cola moviéndose como los punteros de nuestro
reloj despertador. El mar, según entendí, no
se llamaba mar, su verdadero nombre era pescado frito. O caldillo
de congrio.
Don Ventura era alto, con su bigotito de galán de cine.
Además mujeriego, borrachín, putero, y maltrataba
a su mujer, doña Elsa, mi madrina. Eso decían
los retazos de conversaciones que escuchaba desde lejos, mantenidas
en sordina entre ella y mamá. El mate y el queso acompañaban
esos misterios. Pero yo aún estaba lejos de aquellos
dolores, mantenía intacto el árbol del paraíso
y, en ese instante, brotaba espléndido en mitad del
océano. Don Ventura, buzo profesional, hurgaba la sal
de sus raíces y con su arpón, donde la muerte
estaba comprimida, lanzaba su flecha de acero, atravesaba
el costado de los jureles, abría el duro pellejo de
las viejas, impávidas y sorprendidas, como el peje
sapo, sin entender por qué a ellos. Quizás por
eso, una jaiba salió repentinamente y revolviéndose
como Ajax, el héroe, ante las falanges troyanas, para
clavar su lanza en el cuello desguarnecido de uno de los generales
enemigos, así mismo la jaiba, con su veleidosa pinza,
me apretó el dedo gordo del pie, huyendo después
mar adentro para refugiarse entre sus camaradas que lo aclamaron.
Y, díganme ¡Oh, musas! ¿No fueron las
diosas Minerva y Palas Atenea quienes, bajando del Olimpo,
acudieron en ayuda del sangrante héroe? Luego tomaron
la forma de dos bellas adolescentes, hijas de doña
Elsa, y lo sanaron comprándole un helado de chocolate.
Así, cuando Poseidón abandonó las profundidades
del mar, lo tomó de la mano y, con una sarta de pescados
en la otra, se dirigieron a almorzar a la casa de su madrina.
Ahí también lo esperaba su preocupadísima
madre.
Con una caja llena de peces y mariscos, nos dirigimos a la
estación, nos acompañaba don Ventura y sus hijas.
Ellas, durante nuestra estadía, me habían tratado
como a su muñeco preferido. Me peinaban, me lustraban
los zapatos y endomingado aunque fuera martes, o jueves, tomado
de sus manos entraba en la casa de sus amigas donde era besado,
piñizcado, atragantado de comida por sus madres y,
por último, soportaba las interminables conversaciones
donde se transaban novios y galanes. También acompañé
a citas, donde serví de pretexto, a cambio del rosado
árbol de algodón dulce. Pero ya caminábamos
por la loza de la estación, subíamos al tren,
nos despedíamos y yo era nuevamente apretado, piñizcado,
besado y de lo que me salvó el pito del tren. La locomotora
bufaba y lentamente el tracatraca traca comenzó a alejarnos
de Coquimbo. No sé qué será de mi madrina,
ni de sus hijas, tampoco donde quedó ese mar primero.
Es verdad, nadie se baña dos veces en el mismo rio,
pero en el mar escriben los ángeles, y ellos son eternos.
De pronto el rostro de don Ventura apareció en nuestra
ventanilla, corría. -¡Dígale a Don Amable
que voy para Ovalle! ¡Para que nos juntemos!-, su rostro
desapareció. El tren apuró la causa… -¡Ni
Dios quiera!-, dijo, en voz baja, mi mamá.
El mar es antes que el hombre y la diversidad de los seres
terrestres o aéreos. Incluso anterior a sus propios
hijos, los peces, los monstruos dodecacéfalos, Simbad
el marino, la batalla de Midway, el pescado frito, los caldillos,
Arturo Prat, el despiadado Kraken, el capitán Ajab
y su delirante persecución de la ballena blanca, Moby
Dick. Aún más que eso. Ahí navegaron
los fenicios y una de las primeras escrituras recorrió
uno de los orbes ya conjeturados. En él, estando su
flota inmovilizada por falta de viento, Agamenón sacrificó
a su hija Ifigenia a los Dioses. Y, aunque el viento lo acompañó,
al volver, después de destruir la Ilión, ciudad
sólo vista por los ojos de Homero, la esposa y su amante
lo degollaron como un pez en su bañera. También,
abriendo las aguas de las supersticiones, llegaron los españoles
a nuestro continente y su diccionario no tuvo las suficientes
palabras para describir este nuevo mundo. Mientras buscaban,
primero a través de comparaciones con el mundo conocido,
después recogiendo los pescaditos de oro que dejábamos
caer de nuestras lenguas, los términos para nombrar
sus maravillas, aprovecharon de apoderarse de los territorios
del nuevo paraíso. Igualmente, al ver esos áureos
pescaditos, creyeron, y fue ciertamente, que nuestros esqueletos
eran de oro. No sólo nos mataron, nos hurgaron en busca
del metal dorado y nos obligaron a sacarlo del fondo de la
tierra y nuestras conciencias. Toneladas de oro cruzaron el
mar de los mitos, llegando al mundo de la razón, otra
locura, donde lo entregaban al rey y al desperdicio. Pero
también fue su castigo. Las riquezas se convirtieron
en Oropel, el siglo XVI no sólo fue el siglo del oro,
más bien el de los piojos, con su corte de los milagros,
sus grandes poetas, y una España que nunca más
dejó de ser un tullido, caminando entre sus orines,
rumbo a velar su propio cadáver y soñando con
el mar, donde aún los naufragios guardan esqueletos
de oro, cruzarlo y venir aquí, donde hacerse la América.
Pero nos dejaron a sus ladrones, a sus pícaros, esos
vestidos de organdí y se llaman grandes familias. Y
a los yanaconas, abogados, militares, comerciantes, políticos
que por oro venden a su país al mejor postor. Ayer
al rico, hoy día al gringo, mañana al diablo.
¡Ah, el mar! ¡El mar!
El mar de ayer era diferente, aunque siempre el mismo. Sin
embargo lleno de bestias feroces, dispuestas por la muerte
a quienes se atrevieran internarse en el reino de Poseidón,
remanente del mare nostrum romano. El mundo era plano, fijo,
y el sol, como las estrellas, giraba alrededor de la Tierra.
Éramos importantes. Todo el universo bailaba en torno
a nosotros. Aunque ya se sospechaba de su planitud, pues Aristóteles
lo había predicado, y se hablaba de esferas celestes,
aunque no públicamente. Sin embargo eran sólo
palabras. El telescopio, años después, confirmó
sus sospechas. Aún más, Tolomeo, su cosmografía
terracéntrica, fue refutado por ese artefacto y éramos
nosotros en torno al sol y pasamos a segunda instancia. Pero
se decidió que no era cierto. A regañadientes,
para no ser quemado, Galileo Galilei, pensando en Copérnico,
lo aceptó diciendo, a media voz, “Sin embargo
se mueve”. Pero el mundo seguía siendo plano.
Una isla acostada en el espacio. El mar llegaba hasta donde
los ojos alcanzaban. Por lo mismo, para un corto de vista
el fin de la extensión salada estaba más al
alcance de la mano y los navegantes, donde mis ojos la vean,
no se separaban a mucha distancia de la costa. Pues, al internarse
aguas adentro, como la esfera terrestre aún era llana,
el mar caía verticalmente a la nada del espacio. Desde
su límite, el horizonte, se vaciaba constantemente
al saco roto de la eternidad. Una cascada cuyas aguas se vertían
interminablemente cielo abajo. En fin, Cristóbal Colon,
a quién mucho no le importaba aquello, si el oro, excepto
para sus fines, y con las llaves de su ambición, cerró
la imposibilidad de un océano infinito. Fue Magallanes,
su cadáver en realidad, quién demostró
que la tierra era verdaderamente redonda. Y que el mar volvía
a comenzar de nuevo en su punto de partida.
Nada de eso les importaba a los pueblos de este nuevo continente
y mientras paseábamos, mi hermana y yo, el mar parecía
decir aquí estoy, aún puedo sorprenderlos. Eran
días de vacaciones y toda la familia, incluyendo a
mis tíos y mi abuela, habíamos llegado junto
a las camas, los cajones de verdura, las frutas en un camión
arrendado por papá. Nos instalamos en la casa de un
pescador, uno de sus tantos amigos de boliche, que había
arrendado por el verano y que colindaba al mar, al que accedíamos
por una puerta destartalada, como toda la casa, y que en la
noche dejaba sus olas a los pies del lugar donde morábamos
durante el estío. Papá se esforzaba por nosotros,
nunca fuimos adinerados, y durante el año trabajaba
horas extras, con las cuales accedíamos al huevo marino.
Pero, curiosamente, sólo nos acompañaba el primer
fin de semana, cuando llegábamos, se bañaba
por esa vez en el océano, para luego volver, tan blanco
como una papa blanca, a la ciudad. A él le gustaba
el campo, los ríos, los árboles frutales y,
sobre todo, la libertad de caminar por la hierba o reposar
bajo la sombra de algún peñasco, sacando del
bolsillo pan amasado y escuchar el concierto de los pájaros.
Así que mamá y mi abuela eran las celadoras
de la casa.
Una vez instalados, la playa era nuestro patio. Jugábamos,
descubríamos, construíamos palacios de arena
que el mar invadía con sus ejércitos, asaltando
y destruyendo los muros durante la noche mientras en sus aguas,
negras llanuras, se podían ver las hogueras de los
astros y escuchar las voces de sus vigías en los campamentos
invasores. En la playa, los furiosos ataques de sus falanges,
en oleadas destructoras, desolaban nuestro castillo hasta
los cimientos, para alejarse con las primeras luces del alba,
henchidas sus espumosas barcas con los trofeos de guerra y
desapareciendo tras la niebla marina. Uno de aquellos días
muy temprano, junto a mis primos, encontramos el cadáver
de un aparente tiburón, quizás producto de esas
batallas nocturnas de la tierra y el mar. Cuales conquistadores
de los despojos caminamos por la arena húmeda con nuestro
botín, A nuestro paso los bañistas del fin de
semana, ante la novedad, comenzaron a fotografiarse, incluyéndonos,
con los restos. La verdad es que nunca fue un tiburón,
a pesar de su aleta. Además le faltaba un ojo y el
olor a pescado podrido asustaba hasta los perros. Un par de
japoneses lo compraron y mientras nosotros comíamos
galletas, y tomábamos bebidas, los vimos en la plaza,
junto a un grupo de compatriotas, tomándose fotos con
él, sonrientes frente a sus cámaras.
Uno de aquellos días, recuerdo ese jueves, mis hermanos,
primos y tíos decidieron ir de campamento unos kilómetros
más allá y pasar la noche. Mi hermana decidió
quedarse, así como yo, enfermo del estómago,
junto a mi abuela y mi madre. Fue al atardecer cuando salimos
a pasear. Al acercarnos al pequeño muelle, cerca de
unos roqueríos, escuchamos una voz diciendo -regálame
tus piernas- sorprendidos nos acercamos y vimos a una muchacha
que aferrada a ellos nos hacía señas. Al arrimarnos
vimos que efectivamente era una muchacha, pero ante nuestra
sorpresa estaba desnuda, al menos así lo creímos,
de la cintura arriba. El mar, chocando contra las piedras,
cubría el resto de su cuerpo. Pensé que se le
había perdido la parte de su traje de baño y
por eso nos pedía ayuda. No era así, pues cuando
estuvimos aún más cerca nos dimos cuenta que
la mitad inferior era la de un pez. La sorpresa nos paralizó.
Pero más que su cola de pez, mis ojos estaban fijos
en sus pechos, tan blancos como la luna. -Estoy herida, así
no puedo volver al mar-, volvió a decir. Me acerqué,
más avergonzado que temeroso. Cuando la ola se retiró,
levantó la parte inferior de su cuerpo y, efectivamente,
la aleta, donde debían estar sus pies, aparecía
casi separada del resto, como si un animal feroz le hubiera
dado una dentellada. Aunque no sangraba. No sabía qué
hacer. La siguiente ola volvió y la cubrió.
Mi hermana, más práctica, corrió en busca
de mamá. Nos quedamos solos la sirena y yo. Me volví
ojos, no sabía que decirle. Ella, al ver mis ojos fijos
en sus pechos, sonrió -No te preocupes, me dijo, a
todos les pasa. Aún más si me escuchan cantar
¿Deseas que cante?- No respondí. Entonces oí
la voz de mamá. Corría junto a mi hermana y
mi abuela. El agua subía constante y le llegaba más
arriba de la cintura. Mamá, al ver a la Sirena, entrando
al agua le habló -¡Ten cuidado, es mi hijo! ¡Un
niño!- en voz muy alta. Luego me envió a la
casa en busca de una carretilla -¡Y un balde!-, me gritó.
Al volver, entre todos la subimos y la llevamos a la casa.
Previamente, con el balde, tuve que echarle agua salada, corriendo
al mar una y otra vez en busca de esa albúmina que
sostenía su vida.
Ya en el patio, después de llenar con agua marina un
viejo tambor de aceite, cortado a lo largo, que yacía
entre gastados aparejos, la instalamos ahí entre todos.
En tanto mamá, la abuela y mi hermana reunidas alrededor
del tiesto observaban la que me parecía una herida
incurable. A cierta distancia, pegado a mi curiosidad, miraba
a la muchacha con cola de pez, intentando saber quién
era y de dónde venía. De que parte del mar y
quién le había producido esa profunda laceración.
Estaba en lo incierto y ninguna de las contestaciones que
yo me daba satisfacía mi imaginación. Permanecían
todas en silencio, sin preguntarse nada, como si la herida
fuera suficiente respuesta y nada más necesitaran para
estar unas al lado de la otra. Ella también parecía
mirarme de vez en cuando, pero con disimulo. Y sólo
cuando mamá, concentrada en su desgarro, no podía
notarlo. Entonces me parecía una adolescente, como
yo, lozana y frágil, confundida o avergonzada ante
su primer amor. Luego, cuando mi madre le palpaba su lesión,
y apartaba sus ojos de mí por el dolor, su rostro de
niña tomaba el aspecto de una anciana milenaria, como
si toda la decrepitud del mundo estuviera escrita en su piel.
En ese instante era aún más vieja que mi vieja
abuela, con arrugas tan profundas que parecían cicatrices,
dejadas por la muerte en sus intentos de borrarla del mundo.
Y fue mi abuela, precisamente, quien me ordenó traer
el botiquín. Corrí al interior de la casa.
Al regresar, sentí los murmullos de una conversación,
las palabras, ininteligibles para mí, sonaban como
un pergamino antiguo, de esos enterrados en añejas
tumbas de arena, o en naufragios insondables y que mi hermana,
sentada un poco más atrás, en el asombro, se
empeñaba en comprender. Era un alfabeto corroído
por la sal, lleno de herrumbre, que después de recorrer
océanos ya sin nombre, cartografiados sólo por
el olvido, tenía sonidos de óxido y putrefacción.
Pero que al ser proferido por ella, mi abuela y mi madre,
tomaban la suavidad de las olas en la playa nocturna. Callaron
al verme. Luego ambas se dedicaron a la herida. Me acerqué.
Vi como mamá le sujetaba la cola de pez y mi abuela
le aplicaba, después de limpiar la estrepitosa llaga,
un algodón empapado en yodo. Al sentirlo, la muchacha
se estremeció. Su cola se elevó y cayó,
golpeando el agua del tambor donde yacía. Su rostro
cambió y, como si fuera otra, todo lo humano en ella
se replegó, convirtiéndola en un animal de furia,
irreconocible, procedente de esas cavidades donde el tiempo
y la luz se niegan a entrar. Su piel se tornó verdosa,
transparente como las medusas, supurando una especie de resina
para protegerse de nosotros -¡No toquen el agua!-, gritó
mi abuela. Entonces mamá le habló, en esa lengua
indescifrable para mí, y toda ella volvió nuevamente
a ser la que habíamos encontrado en la playa. Lució
hermosa, con sus pechos de plata, y esos ojos profundos y
verdes, así como su voz que me cautivaba, regresaron
del abismo. Mi abuela volvió a decir -No es suficiente.
Hay que suturar la herida-
Debo reconocer, mientras corríamos a la farmacia, ni
mi hermana ni yo dijimos palabra alguna. En un acuerdo tácito
reconocíamos lo extraño de la ocasión,
pero temíamos que cualquier palabra rompiera nuestra
conexión con ese instante. Por lo mismo, tampoco estábamos
dispuestos a compartirlo con los demás. Así
que pedimos hilo para sutura y una aguja curva. El hombre
detrás del mesón, luego, así nos pareció,
de mirarnos sospechosamente, nos preguntó para que
lo necesitábamos -No sé, respondí, es
para mi mamá. Pregúntele a ella- Me pareció
una buena respuesta y el hombre, después de escucharla,
nos entregó el encargo con brusquedad. Volvimos a correr.
Ya en el patio, mi mamá preparó todo y cuando
inició la costura, a pesar del dolor, ella se mantuvo
inquebrantable, con los ojos cerrados. Sin embargo el agua,
renovada por mí, después de colocarme unos guantes,
se llenó de ese líquido resinoso, del cual mamá
dijo que era muy peligroso. Todos permanecíamos expectantes.
El mar, subiendo con rapidez, llegaba hasta la destartalada
puerta del patio. Me pareció que reclamaba a su criatura.
Nos mantuvimos en silencio. Un silencio para mí lleno
de preguntas y que no me atrevía a interrumpir. El
mar golpeaba la puerta y había logrado colarse por
las rendijas del muro de madera, entre la arena y las tablas.
La muchacha con cola de pez dormía, quizás desmayada
por el dolor de aquella costura. Nosotros, permanecíamos
atentos a lo que pudiera acontecer, pues temíamos a
su reacción al despertar, sobre todo mi abuela, quién
nos ordenó retirarnos a una distancia prudente. No
fuera a transformarse en esa bestezuela, llena de odio, arrojando
su veneno, como la vez anterior. Aunque, en realidad, eso
lo confirmó nuestra madre al preguntárselo,
su reacción era de miedo. Mi abuela le dio la razón.
Pero, aun así, nos mantuvieron dentro de lo que consideraban
juicioso. Cuando despertó, con un breve chapoteo, nos
miró sin desconfianza. Sus ojos se fijaron en mí.
¡Era tan bella! Sentí a mi corazón palpitar
con la velocidad de un aerolito. Tomó mi mano. Miré
a mamá, quién dijo que sí, con la cabeza.
Yo temblaba, y con su mano en la mía, comenzó
a cantar. Al principio con la suavidad de una adolescente,
contando su primer beso de amor, luego prosiguió murmurando
una canción de agua y cielo, de rocío, nubes
cargadas de lluvia, de seres como ella, mientras los océanos
del mundo permanecían unidos y solitarios, antes de
la tierra y los continentes. Me habló de algas azules,
fragancias venidas de las estrellas, ciudades sumergidas,
brillantes como espejos, lunas de fuego, de un cielo claro,
donde se podía ver a seres con alas y carros en llamas.
De la gran batalla entre la luz y las tinieblas. De los primeros
peces y del primer hombre, cuando las aguas se separaron y
la tierra emergió de las profundidades, ante la voz
que se lo ordenaba. Y los pájaros. Y cuando los astros
se ordenaron, apareciendo el sol, por primera vez sobre las
montañas, ocultándose tras las grandes aguas.
Pero ya no cantaba sola.
De pronto, las voces de mi madre, mi abuela y mi hermana comenzaron
a trenzarse con la de ella. La de mi abuela contaba el viaje
en un barco a vapor, donde viajaba una joven con su nombre,
al lado de la hermana gemela, junto a su viejo padre, desde
Chañaral a Coquimbo mientras hablaban de las medias
de seda compradas a un mercader chino. El mercader contaba
una historia de negros, en grandes barcos impulsados por el
viento, todos ellos encadenados al fondo de sus vientres enmaderados,
que luego de una larga travesía, desde el áfrica,
eran arrojados al mar, enfermos y desesperados, y si uno pone
atención al murmullo de las olas, golpeando los costados
del vapor de pasajeros dónde iban, aún se pueden
escuchar sus cantos llenos de melancolía por su tierra
natal. Mi madre cantaba mientras paseaba junto al mar de Tongoy,
conmigo de la mano. Doña Hermelinda caminaba a su lado,
también mi madrina, en tanto mis hermanos jugaban con
unos pescados muertos en la playa. Doña Hermelinda
llevaba los zapatos que mamá le había regalado
en Ovalle, las tres fumaban y reían, a veces corrían,
huyendo del mar que intentaba tomarlas de los pies, riendo
al ver como el agua se alejaba sin haberlo conseguido. Y,
en la noche, después de jugar a la lota, sentadas en
el borde del muelle, con los pies colgando, observaban el
viaje que las estrellas, como antiguos buques de fuego, realizaban
en el profundo océano del cielo, fumando en silencio,
hasta cuando el misterio del verdadero mar, con sus frías
manos les mojaba los zapatos.
Mientras cantaban, comprendí que todos los mares provenían
de diferentes épocas y lugares. El de la sirena surgía
de edades sin tiempo, donde incluso el propio olvido ya no
tenía ojos para mirar. Un mar sin testigos, sólo
existente en los antiguos pergaminos y cuentos hablados, tergiversados
de boca en boca o escritos, mares muertos en las páginas
de los libros. El mar de mi abuela aún podía
rastrearse en la memoria, con sus veleros, sus máquinas
a vapor o en documentos cuya biblioteca permanecía
abierta al presente, unido al mar de mi mamá, agua
palpitante, viva, reconocible por mis manos y en el cual todos,
incluyendo a la sirena, podíamos bañarnos cualquiera
o todos los días, antes de convertirse en ayer, como
el de mi abuela, o imposible como el de la muchacha cola de
pescado, cuya mano estaba en la mía. Pero el más
doloroso fue el de mi hermana pequeña, ella habló
de un mar desconocido, sobre el que volaban helicópteros,
buitres comandados por hombres perros, que tiraban cadáveres
atados a rieles, ocultándolos de nuestras miradas.
Aún así, el mar devolvía a una joven
muerta, con sus heridas, quemaduras del odio, desatando sus
amarras para que no olvidáramos, y dejándola
como una lágrima en las costas de Chile ¡Cientos
de lágrimas que debíamos buscar por todo nuestro
territorio!
No nos habíamos dado cuenta, el mar subía arriba
de nuestras piernas. Supe que tenía que marcharse.
Su voz, mientras las demás se convertían en
murmullo, me pidió ¡No me olvides! Le respondí
¡Quédate! Y cuando mamá dijo -Ya es hora-,
me di cuenta del significado de la palabra imposible. Entonces
le respondí ¡Nunca! ¡Nunca! Ella soltó
mi mano. Al amanecer, en silencio, escuchando al rumoroso
mar alejarse de la casa, la subimos a la carretilla y la trasladamos
donde, mi hermana y yo, la habíamos encontrado. En
el pequeño roquerío la sacamos y la dejamos
ahí, aferrada para que el mar viniera por ella. Todos
cantamos la despedida. El agua, como si nos escuchara, apuró
su regreso y con un espumoso grito, quizás de alegría
o miedo, no sé, al sentirla otra vez en sus dominios,
la abrazó llevándola a esas profundidades de
lo imposible, para ocultarla de los hombres, y sin que ella
opusiera resistencia, alejándola de mí para
siempre. Nunca supe quién la hirió, ni de dónde
venía o como se llamaba. Tampoco sus años. Para
mí siempre fue la adolescente de pechos tan blancos
como la luna. Hermosa, cuya voz aún canta en mi corazón
y trae el mar a mi puerta. Nunca más la he vuelto a
ver, como les dije. Pero me basta el mar. Tampoco mi hermana,
adulta ya, madre y abuela muertas, ha respondido a mis preguntas
–Soñaste, dice, todos soñamos cuando estamos
cerca del mar- Aunque le recuerdo que ella cantó un
después vivido con dolor. -No recuerdo nada-, vuelve
a decir, sólo que ese amanecer caminamos por la playa.
Mamá y nuestra abuela llevaban la carretilla con agua
salada, lavaban ropa con esa agua. Nosotros, después
de ayudarlas, nos dirigimos al muelle en espera de la panadería.
Mientras estábamos ahí, vimos a un hombre gordo,
rapado, en traje de baño que después de ejercitarse
corrió para tirarse al mar. También recuerdo
un bote saliendo y ocultándose entre los rieles del
muelle. Lamentablemente, cuando se arrojó ese hombre,
con la gracia de un hipopótamo, el bote salió
de abajo del muelle y, el hipopótamo, cayó de
cabeza en su interior. La sangre le corría. Fue muy
gracioso –Es peligroso el mar ¿no crees?-
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