Era yo
niño poco aplicado en el colegio, travieso pero sin
llegar a golfo consumado. En esto hay una importante diferencia
espiritual y hasta de poliédrica realidad. Mi existencia,
como las de tantas otras infancias de aquellos tiempos, era
moderada en un status quo discreto y sobrio, que definía
nuestro estado de ciudadanos de segunda en aquellos momentos
de los finales de la década de los años setenta.
En el barrio, a veces tocaba vacilar y, otras muchas; callar
discretamente. Mi vida era la propia de un niño un
tanto indómito y rebelde de espeso discurrir; hijo
de barrio trabajador y un tanto marginal por la historia que
lo envolvía, como un injusto y fatuo manto condenatorio
que solía amarrar el sentimiento acumulado de la rabia.
Yo era un niño de la calle, un niño criado entre
el amor del infinito candor que desprende una madre y la crueldad
malintencionada y autoritaria de un padre desorientado y bebedor
que no daba para más.
En el barrio éramos como un bullicio de abejas obreras
en la colmena de una ciudad hipócrita y de fingimientos
simulados que mutilaba las conciencias más sensibles.
Un truco para la supervivencia era apartarse al tanteo del
disimulo y a la idiosincrasia más particular y singular.
Deambulábamos al trote de la falsedad, arrancando trozos
de nuestra existencia, a veces molesta y obligada a ser discreta.
En la sociedad barcelonesa de aquellos momentos, flotaba en
el viciado aire metropolitano y urbano nuestros muchos demonios
de miedos biselados, mientras se desdibujaban sombras desconocidas
de prostitutas callejeras con figuras sinuosas bajo los portales
viejos y rancios de maderas poco nobles. Y de las balconadas
a ras de marquesinas muy poco glamurosas colgaban descaradamente
sin vergüenzas ni rubores los ropajes parcheados y recosidos,
una y otra vez, por esas madres entregadas a la virtud del
amor infinito que siempre llenaba los vacíos, invadiendo
el espacio que igual no era de nadie, que igual sólo
era de Dios. ¡Maldita sea, qué importaba! Las
costuras puntadas de nuestra inacabada personalidad de niños
por hacer, de remachada incertidumbre y no siempre de buenas
intenciones, intentaban esquivar las lenguas que apuñalaban
por la espalda y a la traición desmedida, evitando
caer en la tentación del vicio que siempre nos acechaba
como un espectro, al chivato que desangraban como a un gorrino
en plena calle las almas más desaliñadas y crueles,
personajes que solían ser poco de fiar y hasta a veces
hambrientas de odio y delincuencia desmedida; de aquellos
vecinos que intentaban llenar sus livianas y condenadas vidas
de horas contadas con el reloj de la indiferencia, tibia y
cruel, del paso de la turbulenta vida. Caminábamos
por el barrio a paso desorientado con nuestros zapatos viejos,
que se iban destiñendo y desgastando como el barniz
al lustre de la aseada bondad al paso pateado; deambulando
por aquellas oscuras y sucias calles estrechas donde la luz
era de opaca luminosidad perenne, y no de transparente barniz
al lustre de la aseada bondad.
Barcelona, a finales de los años setenta, era una ciudad
poco cuidada que se alardeaba en su propio celo; un tanto
sucia y abandonada, de adoquines mal alineados y sesgados
a ras de un gris pavimento. Y, en según qué
zonas, hasta marginada e incomprendida por despreciar su esencia
de pobreza endémica, tan indispensable como vital y
de fuerza exagerada para sobrevivir en aquel entorno arrinconado.
Yo vivía en el Barrio Chino barcelonés como
he dicho. Ahora le llaman Raval, porque se conoce que viste
más la nueva denominación, pero adorna las mismas
miserias que se muestran discretas con respeto y desconfiada
credibilidad, una y otra vez, con esa dicotomía que
se refleja viva e infectada de odios y marginaciones aparentes
como se mostraría la flora ajena en un jardín
ulcerado y rancio. Éramos niños callejeando
y esquivando maldades. Y probablemente era muy extraño
encontrarse con cien gramos de bondad, así, a bote
pronto, en esas calles de resquebrajadas historias particulares
y poco interesantes. No es que la gente que vivía allí
en el barrio fuera toda canalla y aspirantes a potenciales
delincuentes. ¡No! Lo que pasaba, es que la bella representación
de la miseria era como un alimento fecundo, como una profunda
raíz que brotaba sin quererlo para abrirse en una desdichada
floresta desnuda de lo marginal y del total estigma del estar
casi excluido. Pues solo la escasez de la buena educación
y el inconsciente tacto de la ignorancia, sin mala ni banal
intención, sollozaba y gemía como el alma y
el satén de la costumbre y de la memoria infausta de
aquel barrio. Pero los recuerdos te acaban atrapando como
demonios enquistados en la conciencia de aquel, que en algún
momento, se propuso lograrlo. Porque al final, la historia
y las experiencias vividas de cada uno de nosotros en aquel
entorno, de mil miserias y de mil excusas, nos atraparía
por el paso de los tiempos que suelen ser infinitos y necios.
Ya se sabe que, al final, el barro no acaba cubriendo del
todo las membranas de la memoria, aunque sólo sea durante
un discreto espacio del tiempo retórico que vivimos.
Corría el año 1978 y yo tenía trece tiernos
años, tiernos, pero no inocentes, en esto también
hay una gran diferencia a tener en cuenta. Eran tiempos de
cambios en España, eran tiempos de transición
política y social. Eran tiempos de hostias en las manifestaciones
por las anchas y diáfanas Ramblas de Barcelona, donde
veíamos a los mayores pedir libertad: "¡Queremos
libertad! ¡Habla pueblo habla, tuyo es el mañana!"
Mientras, la policía de entonces -los famosos y temidos
grises- se conoce que no comprendían en su totalidad
sus idealismos ni quimeras impías de libertad, y les
solían dar de palos en la pensante cabeza con las lustrosas
porras, igual para que se tranquilizaran y no alborotaran
en demasía el orden público. Esos policías
eran muy pragmáticos, muy a golpe de orden de obligado
cumplimiento. Para nosotros, aquellas manifestaciones que
brotaban de la voz del pueblo impaciente y con ganas de cambios
eran como un juego. Correr e insultar a la policía
era como jugar al infantil escondite, pero con mucha más
emoción y sobresaltos de nuestras limitadas y perennes
inquietudes infantiles.
-¡Qué vienen los grises! ¡Qué vienen,
qué vienen! ¡Qué ya están aquí!
¡Qué sacan las porras, tenemos que huir!
Tampoco es que fuéramos niños desvalidos y torpes:
¡ni mucho menos! Éramos profundamente vivos y
peleones, también a veces "cobrones" claro,
y recibidores de algunos tortazos al uso de la idiosincrasia
del momento, que como sagradas hostias comulgadoras de tantos
palos recibidos se repartían a discreción y
sin demasiados miramientos en aquella naciente transición,
reclinada en una especie de eucaristía social y política
enmascarada por debilidades poco sólidas de aquella
transición española.
Pero por el tacto que se resbalaba en aquellos desorientados
años de una sociedad desnuda y vulnerable a nuevos
cambios, de gentes con todavía miedos de dictadura
que comenzaban a rehacerse a cada hora, a cada minuto, a cada
segundo, brotaban con las ganas de una metamorfosis social.
Y si te metías en política el litigio y la ficha
preferente de sospechoso habitual en la comisaría del
barrio estaban asegurados. La libertad era algo que se estaba
construyendo como un templo de sagrado y empíreo despertar,
dejando atrás una consagración impertinente
y cruel de cuarenta años de mutilación social
y dictadura a golpe de generales malintencionados.
Mi madre siempre decía que no había ascensor
en ningún edificio del barrio. Con el tiempo, sus gentes
se hacían más mayores, y para las personas más
ancianas debía de ser fatal subir por aquellos peldaños
de madera picada y roída por el moho húmedo
y corrosivo de aquellos edificios centenarios. Mi madre veía
y sentía la miseria que había en aquel barrio;
ella, que venía de un entorno más noble y distinguido,
que había sido dependienta de joyería solemne
y de bisutería fina, de ser deseo y musa aparente de
posibles amadores caballerosos y pretendientes distinguidos.
Pero entonces conoció a mi padre, que en el barrio
era un vacilón consagrado, y comenzó a vivir
ella también la miseria y la desigualdad sistémica
que llegó a maldecir el resto de sus días.
En el Barrio Chino de aquella Barcelona desigual y de injustas
convivencias, las mujeres no sabían lo que era un supermercado.
Tenían que comprar en los colmados y comercios de la
época, con la ventaja y la conveniencia de que el dueño
les fiara. El tendero lo apuntaba todo en una diligente libreta
de hojas de espiral, y en una lista que colgaba con celofán
al lado de la báscula. Y como por aquella época
se cobraban los salarios por semanas, los sábados se
le liquidaba la deuda al contado y en mano para luego vuelta
a empezar. Aunque si podían, nuestras madres daban
algo a cuenta para no desmadrar aquellas discretísimas
economías. Hoy en día se compra casi todo envasado,
pero en aquellos tiempos casi todo era al granel: cien gramos
de fideos, media libra de arroz, una onza de enérgicos
y sabrosos guisantes... Mi madre siempre se quejó de
que no tuviéramos baño en casa, y nos tuviéramos
que lavar en un barreño que apañábamos
para tal menester del noble y necesario aseo personal. La
lavadora era aparato que parecía cosa aparente y solo
para gente rica y de más holgada posición. Las
madres que podían un poco más, iban a una lavandería
del barrio, pero no se podía ir más de dos veces
por semana, pues no llegaba el dinero para tal despilfarro.
Y si no, estaban los lavaderos públicos en edificios
rancios y aislados, donde se daba oficio al frotar y al restregar
a mano con jabón Lagarto.
A veces, con tres duros teníamos comida para dos días.
Mi madre no tenía envidia de nadie, porque creía
que con el irracional amor hacia mi padre tenía ya
bastante para cubrir su necesidad de una vida de cariño
desaliñado y poco recíproco.
Íbamos a un zapatero que hacía maravillas con
los remiendos, porque de zapatos teníamos pocos y era
cuestión muy conveniente de hacerlos durar y conservarlos.
Aquel zapatero del barrio se ganaba bien la vida porque también
arreglaba las pelotas del Barfa, y esto era un referente y
garantía para acudir a sus manos artesanas. Pero la
gente del barrio nunca supo si arreglaba las botas del primer
equipo o las de los juveniles. Aquel zapatero tenía
un prestigio y una muy buena reputación, pero era muy
chulo y muy presumido, y se jactaba siempre de ganar más
dinero que nadie, aparte de ser un cachondo mental que solía
tirar los tejos a todas las mujeres casadas del barrio. Las
basuras se tenían que bajar con un cubo en la mano,
siempre a la misma hora que pasaba el camión, y aquellas
mujeres con zapatillas de andar por casa y delantal sujeto
a la cintura, aprovechaban el momento para hacer la charla
y las murmuraciones del día con las vecinas de la calle.
Mi madre siempre decía que dinero había poco;
bien es cierto, pero los hombres del barrio sí que
tenían su pequeña reserva, aunque fuese en basta
calderilla, para ir al futbol y al bar a pasar las horas muertas
y sin demasiado provecho. Y las mujeres, en casa y calladitas.
Eran otros tiempos mucho más desiguales para la mujer
que no se emancipaba por falta del amparo legal y pensamientos
costumbristas irracionales.
La fuente que estaba en la Plaza Padró era muy pequeña
y de discretas canillas. Sí, pero el agua que emanaba
de aquellos caños al chorro del caudal de la abundancia
era muy buena. Bajábamos a llenar las garrafas que
provenían de algún lejano arrabal, porque era
mejor que la de nuestros depósitos de agua medio potable
asentados en aquellos deslucidos terrados de nuestros centenarios
edificios. El agua de los depósitos se acababa enseguida,
y no daba para mucho caudal aprovechable para los menesteres
habituales de un hogar y las necesidades básicas de
una familia.
Mi madre recuerda que había un moblé y una perfumería
pequeñita a ras de acera, tan adosada y pegada a la
fachada que parecía un crustáceo de caparazón
duro agarrada a un espigón. En aquella perfumería
se vendían productos de toda clase de sustancias aromáticas
y esencias de olores agradables. Y todas las mujeres estaban
contentas y famélicas, aunque muy pocas se pudieran
dar el delicioso capricho de oler como ondinas hembras en
aquél barrio de desdichas y tristes vidas.
Mi padre era mozo de almacén, bebedor de vino peleón
a diario y un gran zurrador cuando tenía un mal día.
A veces pienso, y no lo recuerdo, cuándo tuvo uno de
bueno. Mi madre, la pobre, erró al casarse con mi padre,
eso que ya estaba avisada y prevenida por familia de esa que
llaman de confianza, y que suele ver el devenir de las desgracias
con el anticipo de las vanidades y de las miserias que, en
estos casos, siempre acaban llegando por su esencia natural,
mostrándose al final en canto y alma viva encendiendo
locuras y vicios desmedidos.
-Si te casas con este hombre serás una desgraciada
toda la vida.
-¡Pero yo le amo!
-¡Tú misma chica!, sarna con gusto no pica pero
mortifica.
Tenía una hermana cuatro años más pequeña
que yo. Mi hermana llevaba gafitas de culo de botella. Pobrecita.
Mi hermana se llamaba Encarna, era más inteligente
que yo, pero mucho más tímida, recatada y un
tanto repelente. Y eso, le frenaba por su condición
de niña insolente, hasta a veces, de pedante naturaleza
fatua y excesivamente vanidosa que le recorría por
todo el cuerpo.
En el barrio jugábamos al fútbol con una pelota
de cuero corroído en el mejor de los casos. Y si no
había balón a disposición de nuestras
limitadas habilidades futbolísticas, nos apañábamos
haciendo una con papeles usados envueltos en celofán
hasta que conseguíamos, más o menos, darle una
forma cilíndrica y redondeada. Jugábamos al
fútbol en plena calle, porque el tráfico, en
aquellos tiempos, tampoco era lo que se dice excesivamente
fluido ni atolladero circulatorio como ahora. Como mucho,
algún putero desorientado que venía de comer
caliente buscando la vehemente salida camino hacia su probable
confortable hogar de modélica familia, o algún
tarambana melenudo y medio hippie que quería comprar
buena "hierba"; colocarse un poco y dar esquivo
a la dura realidad. También jugábamos a "polis"
y "ladras", y normalmente a todos nos gustaba ser
el "ladra". Eran tiempos del Vaquilla, el Torete,
del destape de Nadiuska y de Barbara Rey, de hacernos nuestras
primeras inocentes masturbaciones por los terrados que miraban
a los diáfanos cielos con revistas de esas eróticas
que les llamaban revistas "S" También fumábamos
tabaco en cigarrillos, que llegaban a nuestras manos a través
de la cómplice cerillera del barrio que también
vendía cupones de los ciegos. Aquella mujer tullida
y medio ciega vendía cigarrillos sueltos sin el correspondiente
permiso, y hacia también algo de estraperlo con licores
y joyería fina de dudosa procedencia. Con trece años
fumábamos More o Winston andorrano de contrabando,
pero no nos tragábamos el humo, hacíamos que
fumábamos, echando por nuestros sensibles labios de
infantil embocadura un humo inocente y estéril que
tampoco contaminaba en exceso los pulmones. Era algo casi
inocuo para adornar nuestras infancias, más por parecer
aparentar ser más mayores que por la virtud del noble
vicio. A mi madre le dio el chivatazo del mal hábito
una vecina de esas petardas y cotilla que suelen haber en
todos los barrios, informándole con pelos y señales
de mis primeros caminos hacia el humeante vicio. Y cuando
llegué a mi casa, mi madre, me dio dos hostias con
la mano abierta que retumbaron por todo mi joven e infantil
rostro. Era costumbre que las madres siempre se solieran preocupar
de la salud de sus hijos. Y si había que dar dos guantazos,
te los daban sin más miramientos que el de la normalidad
de la educación profana y cuadriculada de aquellos
tiempos para evitar que nos corrompieran las ocultas fuentes
de la perdición.
Nunca tuve una bicicleta de niño, porque mi padre consideró
que tal vehículo velocípedo, y lo poco que le
quedaba de su sueldo como mozo de almacén, lo debía
de invertir en el bar con los amigotes y jugando a las cartas.
Mi padre, aparte de beber a diario y castigarse el hígado
con el desinhibido etanol, también se solía
ir de putas por las tardes a eso de las cinco. Nunca supe
con qué putas iba, porque yo era niño y no entendía
mucho de señoras de la vida y de pilinglis de zapatos
de tacón rojo y medias de rejilla. Yo no me fui de
putas hasta que cumplí los dieciséis años.
Consideré que, en esto se debían de respetar
las legislaciones y tener un mínimo de conciencia social.
Mi padre se llamaba Santiago, digo se llamaba porque hace
años que ya cría malvas. Vamos, que está
muerto y bien muerto. Desde el día que murió
jamás he ido a visitar su tumba. Un día, me
he de armar de valor y tengo que ir. ¿Tengo o debo?
Pero volviendo un poco hacia atrás, cuando en 1978
tenía yo trece lozanos años, también
recuerdo cuando le di el primer beso en los labios a una chica
que tenía por aquel entonces quince años; dos
más que yo. Ella era mucho más alta que yo,
más mujer y más cachonda. Hasta me dijo que
ya tenía la regla y todo. Un niño de trece años
es imposible que vaya cachondo; puede ir nervioso y desorientado,
pero cachondo no. En aquellos tiempos se pusieron de moda
las discotecas y las boites, y los bailes de salón
empezaban a agonizar y a morir un poco a favor de los discotequeros
Travoltas de la época. Fiebre del sábado noche
y los Beeges, que fueron de las primeras voces modernas con
sus canciones interpretadas de una forma aguda y acentuada
de cantar: Stayning Alive y Saturday Night Fever llenaban
los oídos y las salas discotequeras con bolas de espejos
que rotaban por encima de las cabezas más bailongas
de aquellas primeras discotecas. Aquellas modernas salas de
fiesta comenzaban a marcar y dirigir a toda una nueva generación,
en impedimento y deterioro de un Manolo Escobar todavía
pletórico, que siempre anduvo buscando su carro y persiguiendo
alemanas por las costas y playas de todo el litoral de la
península española. Y las tonadilleras de la
época, que cantaban a los cielos, a los altares y a
las vírgenes, ya comenzaban a desvanecerse en el anacronismo
más avinagrado y mustio que se iba desplazando poco
a poco como un navío errante, en la lejanía
olvidadiza de épocas más añejas, para
dar paso a los transgresores años ochenta, de las movidas
madrileñas y de vestuarios y peinados imposibles. Estaba
por comenzar un estallido de nuevos movimientos contraculturales
de la España postfranquista.
-¡Hostia!, vaya pelos lleva el pollo este. ¿Ha
visto usted?
- ¡Para mí que es maricón!
El humilde cine del barrio estaba en el salón de actos
de la Parroquia del Carmen, al margen de la sacristía
de la Iglesia del mismo nombre, y que apañaban con
buena intención y como podían cada sábado
por la tarde para el noble acto de la proyección del
séptimo arte. Lo que pasaba, es que era un cine más
bien sencillo y discreto; un cine de tercera división,
y la cosa les salía con más voluntad y anhelo
del deseo cinéfilo que con la habilidad y gracia de
los hermanos Lumiere. Unas calles más abajo también
estaba el cine Padró, que era otro cine más
flamante y mucho más lustroso con películas
de estreno. Y además, se podía fumar, comer
bocatas traídos de casa, escupir cáscaras de
pipas en el duro suelo y, con un poco de suerte, se podía
ver la película entera sin más interrupciones
de que algún cafre que ya había visto la cinta
explicara el final en voz alta para que le oyera toda la sala.
Algunas putas de la zona también frecuentaban el cine
Padró. Yo creo que para desconectarse de los viciosos
y repugnantes clientes puteros y desdeñosos del día
a día. Aunque alguna que otra discreta mamada hacían
en los lavabos, igual para sacar para la entrada y el bocadillo.
Los travestis se ponían al fondo de la línea
de butacas de la izquierda, más conocida por: la fila
de los mancos. Los travestis iban bien afeitados, olían
a pachuli y llevaban pulseras de colores muy horteras y escandalosas;
muy folclóricas. Eran pulseras con musicalidad de ritmo
de simetrías y de variados colorines, casi étnicas
y de inconfundible simbolismo imaginario de romper las ortodoxias
de la época.
-¡Niño!, ¿quieres que te haga una paja
con música? No te cobro nada, ¿eh?
Los travestis del barrio eran muy viciosos y les gustaba la
carne fresca de inocente infancia, y siempre daban un duro
de la época si te dejabas tocar el infantil prepucio.
Yo nunca me lo dejé tocar, porque me daba mucha vergüenza
aunque mi duro me perdiera.
A la salida del cine Padró, había un chiringuito
muy popular que hacía esquina. En ese bareto legendario
se hacían los mejores frankfurts del Barrio Chino y,
probablemente, de toda la Barcelona antigua y más canalla.
El chiringuito era muy pequeño, casi parecía
una caja de zapatos enquistada en una ajustada esquina de
desgarradas baldosas ganadas a un viejo edificio. Pero en
aquél chiringuito de humeantes fiambres embuchados,
la plancha no paraba de trajinar y dorar salchichas al punto
del refrito pasado y requemado, elaborando unos bocatas que
agradecer tengo en vida, y que ya han pasado a la historia
de la conocida barriada barcelonesa. Nada que ver con las
croquetas de nitrógeno líquido actuales y vanguardistas
cocinas de diseño. ¡Nada, pero que nada! Y si
uno no era muy escrupuloso ni tenía muchas manías,
podía mezclar mil sabores y mil olores de esencias
oleosas entre las gentes de los que allí degustaban,
de los refrescos de cola que otros habían chupado y
que iban rebotando de boca en boca, y de las servilletas multiusos
que se compartían como la alegría. El chiringuito
aparente y representativo de aquella popular esquina, con
sus cantos afilados y puntiagudos como un malecón,
era regentado y gestionado por un matrimonio de mediana edad.
Él era un asqueroso que intentaba meter mano a las
niñas; y la mujer era bizca de mirada y ponía
la mostaza con las yemas de sus dedos mugrientos para expandirla
mucho mejor por todo el bocata. A lo mejor, así pensaba
que cogería más sustancia y fundamento nutritivo.
Nadie se intoxicó jamás por ello ni hubo queja
ni reclamación alguna.
También, en aquellos tiempos, estaban muy de moda las
películas de kárate y de Kung Fú, de
confundidoras y desorientadoras filosofías orientales,
que para mí jamás nadie llegó a entender.
Y un tal Bruce Lee, que era un tío canijo y de aspecto
nipón -pero muy ágil y con una técnica
muy depurada en eso de las artes marciales- daba patadas,
saltos y puñetazos a discreción, con tanta maña
como acierto y puntería que parecía que se salía
de la pantalla y todo. Y si le entraban a pelea siete u ocho
a la vez: ¡podía con todos el tío!
También eran tiempos de inmigración nacional
del país; andaluces, gallegos, murcianos, extremeños.,
que llenaban las fábricas de producción y mano
de obra mal pagada. Los obreros dibujaban en sus rostros cansados
sus fingidas frustraciones de jornadas laborables inacabables.
Eran los padres de mis amigos, hijos de inmigrantes que se
mezclaban con nuestras creencias de niños rebeldes
y desobedientes. Aquellas gentes vinieron a Barcelona embriagados
de ilusiones y de cambios, de nuevos aires y despertares libertarios.
Aquella España de los años setenta era de gris
matiz con un fondo licuado en blanco y negro. Una España
sumisa y con miedos recelosos y aprensivos. Mientras, en la
sombra cada día más clara y más diáfana,
se construía la senda de la democracia que estaba a
punto de venirse. Pero sus siluetas se susurraban todavía
en silentes espacios mostrando la incerteza de la desconfianza.
Todo estaba por hacer, todo estaba por llegar, todo estaba
muy tierno y revuelto en aquella España de la transición
de 1978.
A Eusebio Candelas, que era un personaje que vivía
también en el barrio, le faltaba una pierna. Siempre
nos contaba que la perdió en la Guerra Civil Española,
en la batalla de Brunete -muy cerca del municipio de Quijorna,
en el Vértice Llano madrileño-, por arriesgar
su vida y salvar de una muerte segura a un alférez
fino y de buena familia, que estaba embobado y despistado
en plena batalla. Tenía medallas y todo en su casa
por ese acto valiente y heroico. Pero Eusebio Candelas, veinte
años después de acabar la guerra, mató
a un hombre por defender a su hijo de un vil pederasta que
le arrebató la tierna e irrecuperable infancia. Lo
mató con un disparo de escopeta, cara a cara. Y le
dijo:
-¡Esto por pederasta y por hijo de puta!
Lo mató en el año 1963, cuando lo de Kennedy,
en aquellos tiempos revueltos y de cambios conspiradores en
el mundo.
Eusebio Candelas, el cojo del barrio al que le faltaba la
pierna izquierda, mató a un hombre: ¡Bien es
cierto! Él siempre decía que matar a un hombre
no era empresa fácil ni decisión cómoda.
La discreción en este menester es fundamental y el
buen oficio ayuda, y él, disparar ya sabía antes.
Eusebio Candelas creyó firmemente que tenía
que matar a un hombre por ser la justicia incapaz de reparar
su desolador daño, porque un asqueroso y repugnante
canalla abusó de su hijo y no se lo pensó dos
veces en pegarle dos tiros: pam, pam... uno en el pecho y
otro en la cabeza para asegurarse que bien muerto estaba.
Eusebio Candelas era muy respetado en el barrio, porque el
que mataba a un hombre era recelosamente considerado, y muchos
eran los que miedo le tenían porque eran sabedores
que su perdición fue tomarse la justicia por su mano.
Aunque con los niños del barrio siempre se portó
muy bien. Tenía un pequeño negocio de distribución
y estiba de escobas en los bajos de un edifico del barrio.
Y siempre, cuando paraba delante con su destartalado vehículo:
Citroen, - modelo dos caballos- delante de nosotros, íbamos
corriendo para descargarle la mercancía y nuestra propina
nos caía con toda seguridad. Mientras, él mostraba
una sonrisa cómplice y de arista partícipe y
sincera que le inundaba toda la cara, al vernos contentos
y trabajadores comprometidos por unos livianos momentos. Eusebio
Candelas, siempre que podía, tenía un detalle
con los niños del barrio. Y él sonreía
por lo bajo cuando nos veía felices.
Como un camino de laberíntico y de enrevesado trazado,
circulaba por los adoquines irregulares de la Barcelona de
los años setenta un duende encantado y medio borracho.
En las calles de austeros recoletos, ni nítidos ni
rectilíneos, se escondían parapetándose
en mil secretos y mil misterios pequeñas historias
particulares y singulares igual jamás contadas a nadie,
pero vividas al cómplice momento del punto de la inflexión
y de la verdad envuelta en secreta convivencia. Un intenso
manto cubría los miedos y las frustraciones, mientras
la penuria, la ignorancia y la superstición hacían
el resto. A más andar por el barrio se podía
ver la miseria, poco grata y cortés, de resignadas
vidas que tampoco hacían demasiado en evitar disimularlo.
De tanto en cuanto, un coche de policía de color gris
-un SEAT 1500- aparecía a lo lejos, y si no te fijabas
bien se asemejaba a un coche de difuntos y desorientaba al
personal. Solía aparecer por las estrechas y ceñidas
callejuelas del barrio como una sombra funesta buscando sospechosos
habituales. Los chicos mayores del barrio les tenían
un pánico escénico y bastante aprensión.
Recuerdo una vez, que del coche de policía de los grises
se bajó un guardia con cara de borracho y muy mala
leche, y empezó llamando al orden a un par de melenudos
del barrio. Y les dijo con muy malos modos:
-¡Eh, vosotros, piojosos! Venid para acá.
Los melenudos se acercaron a la autoridad competente de la
época con un temblor afligido en sus piernas, y el
guardia, que iba vestido de lustroso gris, ni corto ni perezoso,
al llegar a su altura, les soltó una hostia en la cara
con la mano abierta, que impactó como un golpe de furioso
viento déspota y opresor en aquellos desgraciados rostros.
-¡Pero jefe! ¡Si yo no he hecho nada!
-¡Pues imagínate cuando hagas algo! Aquí
mando yo. Y "haostio" cuando me sale de los cojones.
Los melenudos, aquella tarde, se fueron calientes a su esquina
habitual con bastante impotencia y resignación, volviendo
a su ser natural de fumar canutos y bebiendo a morro litrona
en mano, pero sin meterse con nadie. No todos los melenudos
eran delincuentes. También había arquitectos
melenudos, médicos melenudos, políticos melenudos
de la oposición y policías melenudos de la secreta.
Estos últimos, se camuflaban entre oscuros portales
estratégicamente disimulados, para ver si podían
dar caza a cualquier desgraciado que cayera en la trampa y
emboscada resignada a la mala fortuna.
Los profesores de la escuela de aquellos años aplicaban
aquello del maldito refranero popular: "La letra con
sangre entra". Algunos iban con vara, otros te daban
un capón en la cabeza, otros te daban un puñetazo
en la espalda y se podía oír hasta el hueco
ruido del crujir del frágil diafragma infantil. El
Señor Aurelio, que era facha y profesor -por este orden-
nos hacía cantar el Cara al Sol mirando una foto del
General Franco, que había fallecido recientemente.
El señor Aurelio decía que Franco fue un gran
hombre y un gran patriota, y que ahora estaba en el cielo
con otras grandes figuras y personalidades y otras almas dignas
de recordar. Pero un niño como yo de trece años
no sabía lo que era muy bien Franco, ni mucho menos
sabía todavía lo que era un gran hombre.
Los tatuajes en la piel eran sólo patrimonio de los
presos, de las putas repudiadas y de los aguerridos legionarios:
aquellos hombres que venían a fornicar a conciencia
y mucha bravura desde el Tercio Gran Capitán, con su
cheriwi colgando de sus cabezas como si fuesen asemejados
arrogantes tupés. Los legionarios la liaban parda y
sonada cada vez que se les daba permiso para salir de sus
lejanos acuartelamientos de calimas y disciplinas exageradas.
Visitaban la ciudad de Barcelona y se dejaban caer por el
barrio, expandiéndose como lagartos alocados y salvajes
en el desierto urbano, locos por pasárselo bien y echar
un buen polvo, y sobre todo, dejándose llevar por el
instinto agresivo y peleón del popular Barrio Chino.
A los niños nos gustaban los legionarios por qué
nos decían:
-¡Qué pasa chaval! ¿Quieres un cigarro?
-Si señor legionario. Muchas gracias.
-¿Ya has follado?
-No señor, todavía no. ¡Pero ya me hago
pajas!
El cigarro que nos daban los legionarios nos lo fumábamos
entre tres o cuatro chiquillos, y echábamos humo hasta
que nos dolía la garganta y comenzábamos a toser.
Esos pitillos eran cigarrillos que sabían a valor;
a honor consagrado, a novio de la muerte, a tío duro
y putero, a aires venidos del Tercio y canículas africanas.
- ¿Sabéis donde podemos encontrar buen "costo"
chavales?
- Si señor Legionario, por un duro le llevamos.
- ¡Pillos, qué sois unos pillos!
Con esa propina que nos daban los legionarios, y algún
que otro mandado de alguna vecina del barrio que nos encargaba
lo que se había olvidado en el colmado, sacábamos
para nuestros inocentes vicios. Comprábamos polos en
la fábrica de helados de la calle Reina Amalia: ¡sólo
valían dos pesetas! A veces, nos comprábamos
tres o cuatro para cada uno y los íbamos chupando por
aquellas sucias calles de la Barcelona de triste mirar, sin
seguro destino y dando patadas a las bolsas de basura que
entonces se dejaban abajo, en las entradas de los portales.
Estos eran de remanentes y sobrantes de savia de madera, de
tiradores y pestillos de hierro oxidado a la forja de la antigua
fragua, y solían estar abiertos de par en par, como
las bóvedas de parteluz modeladas a imitación
de una iglesia, porque en aquellos tiempos, todavía
no había porteros electrónicos ni sistemas de
seguridad pasivos. Como mucho, algún conserje cojo,
vago y alcohólico que fundía su vida encerrada
en su propio claustro a modo de calefactorio, un lugar caldeado
en invierno e insoportable en verano. Había uno de
éstos ordenanzas en la calle Carretas, nos solíamos
meter con él y le solíamos joder la siesta.
-¡Eh, gordo asqueroso!
-¡Me cago en vuestra puta madre chavales! ¡Golfos!
-¡Vago, borracho! -le decíamos, y salíamos
corriendo.
Aquél conserje corría detrás de nosotros
con una barra de hierro en la mano mientras iba diciendo y
maldiciendo a todos los santos:
-¡Cabrones, un día de estos os abro la cabeza!
Pero como estaba gordo y había pasado la tuberculosis,
se cansaba enseguida y se ponía a vomitar sangre. Un
día, lo encontraron muerto en la misma portería
donde trabajaba. Se dijo por el barrio que lo había
matado una puta vieja y tísica, que le pegó
una sífilis y lo mandó para el otro barrio -el
bueno, no el Chino-. A nosotros nos supo mal, porque nos reíamos
mucho con él. Aquél conserje era un asqueroso
y un pervertido, pero a la vez, un ser entretenido y muy divertido.
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