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SANGRE Y ALAS

Ahorrar los veinte mil dólares le costaría algo más que sangre y alas pero estaba dispuesto al sacrificio, ya que su voz animal le imploraba abandonar por siempre su inconcluso vacío. ¿Qué le quedaba al fin y al cabo? Era de locos pero el documental sobre las luciérnagas del Lago Ozarks le había removido los intestinos; se sentía casi humano y hasta le latía una pizca de euforia por esa nueva y extraña sensación de fascinarse por otro ser vivo.
Y es que la luciérnaga no era un insecto vulgar; sus acrobacias al vuelo eran espléndidas: hacia delante o hacia atrás, subiendo o bajando en vertical e incluso haciendo loopings . Lo más impresionante es que, aunque fueran breves horas, podía brillar a voluntad y eso le sobrecogió. ¿Quién podía salir de su oscuridad por sí mismo? Él, desde luego, no lo había conseguido. Y fue así, buscando cobijo para su sombra, que Harold Bathory trazó el plan que acabaría por fin con su miserable existencia.
El amoroso Dennis Bathory y la dulce Trinidad se conocieron íntimamente entre vaivenes, extasiados con las olas de un mar frío y salvaje y una gran dosis de alcohol festivo. Entre promesas y caricias, seguidas de una extenuante penetración, Dennis se jactó de ser un heroico y experto montañero y Trinidad, sumamente entregada, le prometió esperarle a su regreso en aquella misma playa de Valparaíso un mes más tarde.

Al día siguiente, la expedición partió rumbo al Campo de Hielo Norte, la zona más cruel de la Patagonia, con la intención de coronar el Monte San Valentín (de más de cuatro mil metros de altura). Después de atravesar con suma dificultad el lago de San Rafael y ya en mitad de la travesía, Dennis y otros dos compañeros quedaron atrapados en una terrible grieta glaciar y murieron entre las aguas polares, sacrificados por el resto del equipo. Cuando les rescataron fue tarde, pues eran mera carne congelada. Trinidad, inconsciente, quiso ver a Dennis para despedirse de él antes de su expatriación a los Estados Unidos, y la escena fue tan grotesca que no logró encajar el golpe.

Con la llegada de Harold se desconectó todavía más de su insulsa realidad. De dulce, Trinidad pasó a ser sombría; no comía ni hablaba, y hasta se le agotaron las lágrimas. Ella quería un novio o incluso un marido, pero nunca criaría a un hijo sola. Poco después y sin que sus padres interpretaran las señales que en silencio emitía, se apagó con ayuda de barbitúricos por hipotermia en una bañera repleta de cubitos de hielo, simulando la despedida de su amado, sin importarle dejar a aquel niño gordito de cara poco afable y mirada perdida a la deriva, en un mundo en el que ella ya no estaría.

Ya desde pequeño y sin saber por qué, la gente rehuía su mirada y Harold se acostumbró a ocultar la suya tras las diminutas gafas; siempre se reían del gordito, del estigmatizado por la infelicidad. En el colegio no prestaba atención, todo le aburría excepto las clases de ciencias y los recreos los pasaba como siempre, en soledad, observando a otros seres vivos no humanos y poniendo en práctica lo que aprendía de los documentales de naturaleza del canal de pago de casa.

Tan solo Angélica, la niña conocida por regalar abrazos, se le acercaba sin ningún tipo de pudor, por lo que aquel día se decidió a hacerle un regalo. Harold sacó de su bolsillo y con mucho orgullo el hermoso y gordo ciempiés que él mismo había capturado para ella pero, para su sorpresa, el resultado no fue el esperado: el ciempiés salió volando y murió del estrepitoso golpe, la niña le abofeteó y salió corriendo a chivarse a la profesora, que le castigó durante dos meses sin salir al recreo por hacer llorar de aquella horrible manera a su delicada compañera de clase.

Harold estaba contrariado y necesitaba aclarar dudas sobre las niñas con su abuelo que, sin ser propenso en risas o en afecto, le proporcionaba mucha más paz que su abuela pues, de alguna forma, María Fernanda le culpaba por la hija perdida y le castigaba negándole cariño, además de lo básico en un hogar si el niño tenía hambre o sed. Aunque Harold tenía prohibido molestar a su abuelo cuando estaba trabajando, al regresar del colegio se las apañó para colarse en su habitáculo secreto. Se escondió bajo la estructura metálica donde se esterilizaban las válvulas de los inyectores, las cánulas y los tubos aspiradores y aunque la sensación era fría, Harold agradecía el confort del roce artificial. Se quedó hipnotizado por el profundo olor a formol que le acompañaría siempre desde entonces, observando a su abuelo que parecía un artesano, tan concentrado y dedicado a la tarea que le abstraía en aquel claroscuro lugar lleno de nada.

Ajeno a su presencia, Ventura extendió sin ninguna delicadeza la emulsión jabonosa sobre el cadáver para después masajear los músculos faciales, pasando por los del cuello hasta llegar a los de las extremidades, forzando las articulaciones; aun así, la dureza de la muerte se le oponía y tuvo que realizar unos cortes estratégicos en los tendones aquíleos y bíceps surales, así como en los psoas y pectorales mayores. Después, colocó las copillas oculares bajo los párpados y el formador bucal para mantener boca y ojos cerrados, así como un algodón en garganta y tráquea para absorber los líquidos que pudieran ser regurgitados. Por último, le cosió la boca con alambres y echó un par de gotas de pegamento en los labios para que el cierre pareciera espontáneo. Cogió el martillo manual y le asestó un par de fuertes golpes en el cráneo… ¡Pam!

Harold tardó un buen rato en darse cuenta de la trágico situación de la que era testigo y temiendo que a él pudiera pasarle lo mismo, entró en pánico y salió huyendo, volcando parte de las herramientas de trabajo a su paso. El ruido de las herramientas al golpear el suelo alertó a su abuelo que, entre atemorizado y avergonzado por lo que este acababa de descubrir, salió tras él sin percatarse de que la manguera succionadora permanecía conectada a la máquina central y casi se degolló con ella a su paso. El impacto fue tal que el tubo se arrancó de cuajo, regando de sangre y hedientos restos de tejidos al propio cadáver y al niño. Para su sorpresa, Harold no lloró, sino que se limitó a limpiarse la cara con la manga mientras miraba fijamente al que creía un monstruo, temblando y sin pestañear, y Ventura comprendió que había llegado el momento de romper la inocencia de aquel niño y explicarle sobre su oficio y sus antepasados.

Ser embalsamador era una profesión digna aunque estrambótica; había aprendido el oficio de su padre, y este del suyo, pues provenían de un pueblo nómada precolombino entre Arica y el Valle de Camarones, donde la cultura Chinchorro era pródiga en la momificación similar a la egipcia. Si bien dignificaban su arte a base de resinas vegetales y bálsamos naturales, lo cierto es que desollaban y descarnaban los cuerpos, removían sus entrañas con sus propias manos y las vísceras eran secadas al fuego para después, rellenar el interior con caños y modelar con arcillas los huecos para que al colocar de vuelta la piel en su sitio, esta encajara. El elemento estético de la máscara y la peluca de pelo natural ponían punto y final al ritual. Ventura insistía en que las cosas, por suerte, no eran como antes, y que el objetivo principal era evitar la descomposición y que se le acercasen los insectos, pues aceleraban el deterioro al favorecer su putrefacción.

¿Qué? ¡Insectos! Para Harold, era imposible encajar con seis años que de no ser por su abuelo, sus seres favoritos devorarían a los muertos y no estaba permitido. ¿Por qué? ¿Por qué estaba mal? Era evidente que si a las dos personas más importantes de su mundo no les gustaban los insectos, él debía ponerse de su lado y sentir lo mismo y se alejó por completo de ellos; abandonó los documentales que tanto le gustaban y se olvidó de pasar tiempo al aire libre. Después de un tiempo difícil, Harold se sentía ansioso e hizo lo inevitable: escapar en su busca, pero la culpa le superaba, y la única manera que se le ocurrió para que su abuelo, Angélica y los insectos estuvieran presentes a la vez en su vida, era poseer a estos últimos muertos.

Ventura le enseñó a aplicar la química y este aprendió rápido. Al principio, solo se atrevía con los más lentos porque matarlos le alteraba y necesitaba calma y máxima concentración. Después, ya se decidió con los más veloces y, por último, con los que volaban. Con práctica, llegó a ser sencillo: con un bote de boca ancha y serrín de corcho empapado en alcohol, el bicho se asfixiaba y la muerte química facilitaba, a su vez, poder maniobrar con sus extremidades para colocarlos a su antojo. Para los alados, Harold usaba un añadido químico peligroso pero certero, el cianuro potásico, que robaba a su abuelo, impregnando el cazamariposas de gasa o nylon.

A los quince años, ya tenía un completísimo kit: pinzas, agujas engomadas, alfileres, etiquetas, una cámara húmeda, un reblandecedor, un extendedor de madera, goma arábiga, glicerina y una inmensa variedad de pinceles. A los dieciocho, Harold contaba con más de veinte mil insectos disecados; su colección iba alimentándose de forma exponencial con mosquitos, mariposas, cochinillas, polillas, hormigas, moscas, escarabajos, saltamontes, mosquitos, abejorros, avispas y libélulas que hallaba entre flores, plantas, piedras, fango, charcos y arroyos, normalmente de noche, provisto de linternas.

Quince años más tarde, Harold había conseguido una beca en la Facultad de Medicina de Valparaíso como formador de preparadores de cadáveres en la Sala seis de Anatomía.

—Una vez que el «cliente» es depositado en nuestra mesa de trabajo, legalmente es responsabilidad nuestra. Además tenemos un deber moral: la integridad de… —Alzó el cobertor que cubría su cuerpo— una señorita, en este caso. Comenzaremos con dos lavados con jabón anti germicida alternando con pases intensos por la boca, encías, lengua y fosas nasales. Ahora, introducimos una gasa a través de la garganta hasta la tráquea. Importantísima esta fase, pues nos preservará de infecciones.

Se escucharon cuchicheos.

—¿Dónde los almacenan?

—En piscinas con formol, normalmente. Hay alternativas, como los ácidos clorhídrico o sulfúrico, o incluso el nítrico o arsénico, pero son más tóxicos.

—¿Cómo se hacen donantes?

—Normalmente, lo tienen pactado con la familia aunque la mayoría son indigentes, enfermos víricos o prostitutas. ¿Puedo seguir? —Miró algo molesto al impertinente alumno. Se ajustó los guantes, encendió la bomba aspiradora y enganchó la manguera—. Ahora, pasamos a la parte química del proceso como tal: como veis, el trocar o tubo hueco unido a la goma se introduce bajo la última costilla. —Harold iba actuando sobre la marcha—. ¿Lo veis? Voy succionando fluidos, gases y trozos de órganos que desecharemos en envases plásticos especiales. Repetiríamos el mismo proceso con la cavidad abdominal, pero hoy no lo voy a hacer porque vamos mal de tiempo, así que tomad nota. Luego se inyectaría el líquido embalsamador, a base de formol, colorantes y otros componentes germicidas con agua, que bombearíamos con el inyector a través de su sistema vascular. Recordad que ano y vagina (uretra en caso de que fuera un hombre) se sellarían con un tornillo y polvo sellador y, para finalizar, repetiríamos el lavado para comprobar que hay escape de fluidos. Todo esto lo veremos el próximo día pero así os va sonando. Ahora, si me ayudáis a darle la vuelta…

Harold agarró a la mujer por la cadera y axila izquierdas, invitando a que la alumna que se había ofrecido voluntaria le imitase. El cadáver quedó boca abajo y Harold se percató de que la chica tenía una mariposa tatuada en su baja espalda, y sin poder articular palabra, cogió uno de los cubos donde depositaban desechos anatómicos y vomitó en él.

Después del desafortunado acontecimiento con ella en el colegio, Harold se distanció unos años de Angélica, aunque siempre sintió por ella una admiración especial, atracción e incluso diría que amor. Ella tampoco fue buena estudiante y en algún momento, años más tarde, la vida les juntó dándose a la mala vida. Ella solía reírse del peludo ciempiés y bromeaba con que su rareza les hacía especiales; eran unos incomprendidos pero acabarían por encontrar su sitio, como las orugas cuando se transforman en mariposa y surcan el cielo. Con esta metáfora, Angélica no solo cambió de idea con respecto a los insectos, sino que había encontrado a su ser vivo especial, grabándolo en su piel, pero la mariposa de carne y hueso no acabó bien: pasó de regalar abrazos y besos a vender su cuerpo y, cierto día, alguien decidió despojarle de sus alas.

Harold no podía creer que se hubiera hecho prostituta. Angélica, no. Ella no… Al finalizar la jornada se fue a nadar, como siempre, pues la piscina era el segundo lugar donde no tenía que llevar el pesado y mordaz disfraz. Un par de largos más y abandonó; no era capaz de recuperar la calma. Todas las personas importantes de su mundo le habían abandonado: primero su madre, luego su abuelo y, por último, su ángel.

Harold cayó en una depresión y dejó de trabajar. Vivía en la casa que había heredado de sus abuelos, y se refugiaba en el habitáculo secreto para reunirse con su única compañía: sus insectos. Ya no quería ir a nadar. Tampoco comía y perdió dieciocho kilos. Por supuesto no quería vivir, para variar. Recuperó las grabaciones de los documentales que tanto le gustaban cuando era pequeño y dedicó horas y horas a rememorarlos, tirado en el sofá, dejando que el tiempo simplemente pasara.

Ese día, el programa trataba sobre luciérnagas, capaces de generar una reacción química conocida como bioluminiscencia, tal y como relataba la voz en off de la televisión: «Usan esta capacidad para atraer tanto a potenciales parejas como a presas, pues son depredadoras: comen mosquitos, moscas, abejas, mariposas, tábanos y polillas y, gracias a ello, contribuyen a controlar epidemias, ya que muchos insectos son portadores de paludismo, fiebre amarilla, etc…» —escuchaba—. «Las luciérnagas macho brillan durante la noche y si las hembras se sienten atraídas, responden con destellos de luz. Si no hay atracción, permanecen escondidas en la oscuridad. Tienen vida anfibia: la larva vive en el agua y los adultos en tierra con vegetación, aunque su hábitat siempre está cercano al agua corriente o estancada de lagos, charcos, ríos y pantanos. La mayor parte de su vida la pasa inmersa en el agua en el estado de ninfa, a veces tarda en desarrollarse hasta cinco años (más tiempo cuanto mayor sea su tamaño) y es entonces cuando abandona el medio acuático. Nuestras amigas, emiten esta mágica luz roja, verde o amarilla, generando este misterioso efecto. Les habla David Reeds desde el Lago Ozarks, Missouri».

Harold estaba fascinado y feliz: él también había encontrado su insecto especial. Hizo unas cuantas llamadas y pidió presupuestos por internet. Le costó encontrar una cámara de congelación que, a su vez, también fuera de vacío y programable. Tendría que ser de segunda mano, ya que los portes y el billete de avión de ida eran muy caros para viajar desde Chile hasta los Estados Unidos. Disponía de ahorros pero necesitaba vender toda su colección de insectos disecados, así que se puso manos a la obra e hizo un inventario de sangre y alas. Necesitaba veinte mil dólares y los consiguió. Por fin, acabaría con su inconcluso vacío.

Dejó de comer para ser más liviano y se fue despidiendo de sus recuerdos; no todos eran malos. Se introdujo en la cámara de refrigeración y se inyectó el ácido cianhídrico para que la muerte fuera rápida y una gran dosis de suero fisiológico, para bajar su temperatura corporal lo suficiente. Gracias a la modernización de los rituales mortuorios, había descubierto la liofilización, donde una vez sin vida y congelado, se producía el vacío: una separación del agua celular por sublimación, pues si esta genera la vida, cuando está presente en la muerte, acelera la putrefacción y quería llegar a su destino lo más fresco posible.

Llegó el día y las indicaciones eran sencillas: recoger en su domicilio la cámara, introducirla en la caja que habría comprado a medida y que estaba señalizada con una pegatina verde fosforito y cargarla al avión con destino a Missouri que haría parada obligatoria en el Lago Ozarks. Aquel jueves, la empresa de transporte se presentó puntual en el habitáculo secreto de su abuelo. Sobre la caja había una copia del contrato firmada por Harold Bathory y unas últimas indicaciones. Todo salió según su plan.

A la altura del lago, la caja, que hacía los efectos de féretro para Harold, cayó con un gran impacto contra el agua, sumergiéndose en paz. Era de noche y la mágica luz espontánea de miles de luciérnagas le dieron la bienvenida en Ozarks. Harold se convertiría en ninfa y esperaba evolucionar algún día a su insecto especial.

Por fin, Harold podría descansar, sin sentirse juzgado por ser el monstruo que únicamente vibraba entre muerte, sangre y alas. Adónde vamos cuando morimos es un misterio, pero cada uno elige si quiere permanecer a la luz o en la sombra eternamente…
 

Relato de © Tery Logan,que lo ha seleccionado para la revista mis Repoelas.

(Toda la obra se encuentra protegida por los Derechos de Autor)



Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras