El amoroso Dennis Bathory y la dulce Trinidad se conocieron 
                  íntimamente entre vaivenes, extasiados con las olas de 
                  un mar frío y salvaje y una gran dosis de alcohol festivo. 
                  Entre promesas y caricias, seguidas de una extenuante penetración, 
                  Dennis se jactó de ser un heroico y experto montañero 
                  y Trinidad, sumamente entregada, le prometió esperarle 
                  a su regreso en aquella misma playa de Valparaíso un 
                  mes más tarde. 
                    Al día siguiente, la expedición partió 
                    rumbo al Campo de Hielo Norte, la zona más cruel de 
                    la Patagonia, con la intención de coronar el Monte 
                    San Valentín (de más de cuatro mil metros de 
                    altura). Después de atravesar con suma dificultad el 
                    lago de San Rafael y ya en mitad de la travesía, Dennis 
                    y otros dos compañeros quedaron atrapados en una terrible 
                    grieta glaciar y murieron entre las aguas polares, sacrificados 
                    por el resto del equipo. Cuando les rescataron fue tarde, 
                    pues eran mera carne congelada. Trinidad, inconsciente, quiso 
                    ver a Dennis para despedirse de él antes de su expatriación 
                    a los Estados Unidos, y la escena fue tan grotesca que no 
                    logró encajar el golpe. 
                    Con la llegada de Harold se desconectó todavía 
                    más de su insulsa realidad. De dulce, Trinidad pasó 
                    a ser sombría; no comía ni hablaba, y hasta 
                    se le agotaron las lágrimas. Ella quería un 
                    novio o incluso un marido, pero nunca criaría a un 
                    hijo sola. Poco después y sin que sus padres interpretaran 
                    las señales que en silencio emitía, se apagó 
                    con ayuda de barbitúricos por hipotermia en una bañera 
                    repleta de cubitos de hielo, simulando la despedida de su 
                    amado, sin importarle dejar a aquel niño gordito de 
                    cara poco afable y mirada perdida a la deriva, en un mundo 
                    en el que ella ya no estaría. 
                    Ya desde pequeño y sin saber por qué, la gente 
                    rehuía su mirada y Harold se acostumbró a ocultar 
                    la suya tras las diminutas gafas; siempre se reían 
                    del gordito, del estigmatizado por la infelicidad. En el colegio 
                    no prestaba atención, todo le aburría excepto 
                    las clases de ciencias y los recreos los pasaba como siempre, 
                    en soledad, observando a otros seres vivos no humanos y poniendo 
                    en práctica lo que aprendía de los documentales 
                    de naturaleza del canal de pago de casa. 
                    Tan solo Angélica, la niña conocida por regalar 
                    abrazos, se le acercaba sin ningún tipo de pudor, por 
                    lo que aquel día se decidió a hacerle un regalo. 
                    Harold sacó de su bolsillo y con mucho orgullo el hermoso 
                    y gordo ciempiés que él mismo había capturado 
                    para ella pero, para su sorpresa, el resultado no fue el esperado: 
                    el ciempiés salió volando y murió del 
                    estrepitoso golpe, la niña le abofeteó y salió 
                    corriendo a chivarse a la profesora, que le castigó 
                    durante dos meses sin salir al recreo por hacer llorar de 
                    aquella horrible manera a su delicada compañera de 
                    clase. 
                    Harold estaba contrariado y necesitaba aclarar dudas sobre 
                    las niñas con su abuelo que, sin ser propenso en risas 
                    o en afecto, le proporcionaba mucha más paz que su 
                    abuela pues, de alguna forma, María Fernanda le culpaba 
                    por la hija perdida y le castigaba negándole cariño, 
                    además de lo básico en un hogar si el niño 
                    tenía hambre o sed. Aunque Harold tenía prohibido 
                    molestar a su abuelo cuando estaba trabajando, al regresar 
                    del colegio se las apañó para colarse en su 
                    habitáculo secreto. Se escondió bajo la estructura 
                    metálica donde se esterilizaban las válvulas 
                    de los inyectores, las cánulas y los tubos aspiradores 
                    y aunque la sensación era fría, Harold agradecía 
                    el confort del roce artificial. Se quedó hipnotizado 
                    por el profundo olor a formol que le acompañaría 
                    siempre desde entonces, observando a su abuelo que parecía 
                    un artesano, tan concentrado y dedicado a la tarea que le 
                    abstraía en aquel claroscuro lugar lleno de nada.
                    Ajeno a su presencia, Ventura extendió sin ninguna 
                    delicadeza la emulsión jabonosa sobre el cadáver 
                    para después masajear los músculos faciales, 
                    pasando por los del cuello hasta llegar a los de las extremidades, 
                    forzando las articulaciones; aun así, la dureza de 
                    la muerte se le oponía y tuvo que realizar unos cortes 
                    estratégicos en los tendones aquíleos y bíceps 
                    surales, así como en los psoas y pectorales mayores. 
                    Después, colocó las copillas oculares bajo los 
                    párpados y el formador bucal para mantener boca y ojos 
                    cerrados, así como un algodón en garganta y 
                    tráquea para absorber los líquidos que pudieran 
                    ser regurgitados. Por último, le cosió la boca 
                    con alambres y echó un par de gotas de pegamento en 
                    los labios para que el cierre pareciera espontáneo. 
                    Cogió el martillo manual y le asestó un par 
                    de fuertes golpes en el cráneo… ¡Pam! 
                    Harold tardó un buen rato en darse cuenta de la trágico 
                    situación de la que era testigo y temiendo que a él 
                    pudiera pasarle lo mismo, entró en pánico y 
                    salió huyendo, volcando parte de las herramientas de 
                    trabajo a su paso. El ruido de las herramientas al golpear 
                    el suelo alertó a su abuelo que, entre atemorizado 
                    y avergonzado por lo que este acababa de descubrir, salió 
                    tras él sin percatarse de que la manguera succionadora 
                    permanecía conectada a la máquina central y 
                    casi se degolló con ella a su paso. El impacto fue 
                    tal que el tubo se arrancó de cuajo, regando de sangre 
                    y hedientos restos de tejidos al propio cadáver y al 
                    niño. Para su sorpresa, Harold no lloró, sino 
                    que se limitó a limpiarse la cara con la manga mientras 
                    miraba fijamente al que creía un monstruo, temblando 
                    y sin pestañear, y Ventura comprendió que había 
                    llegado el momento de romper la inocencia de aquel niño 
                    y explicarle sobre su oficio y sus antepasados. 
                    Ser embalsamador era una profesión digna aunque estrambótica; 
                    había aprendido el oficio de su padre, y este del suyo, 
                    pues provenían de un pueblo nómada precolombino 
                    entre Arica y el Valle de Camarones, donde la cultura Chinchorro 
                    era pródiga en la momificación similar a la 
                    egipcia. Si bien dignificaban su arte a base de resinas vegetales 
                    y bálsamos naturales, lo cierto es que desollaban y 
                    descarnaban los cuerpos, removían sus entrañas 
                    con sus propias manos y las vísceras eran secadas al 
                    fuego para después, rellenar el interior con caños 
                    y modelar con arcillas los huecos para que al colocar de vuelta 
                    la piel en su sitio, esta encajara. El elemento estético 
                    de la máscara y la peluca de pelo natural ponían 
                    punto y final al ritual. Ventura insistía en que las 
                    cosas, por suerte, no eran como antes, y que el objetivo principal 
                    era evitar la descomposición y que se le acercasen 
                    los insectos, pues aceleraban el deterioro al favorecer su 
                    putrefacción. 
                    ¿Qué? ¡Insectos! Para Harold, era imposible 
                    encajar con seis años que de no ser por su abuelo, 
                    sus seres favoritos devorarían a los muertos y no estaba 
                    permitido. ¿Por qué? ¿Por qué 
                    estaba mal? Era evidente que si a las dos personas más 
                    importantes de su mundo no les gustaban los insectos, él 
                    debía ponerse de su lado y sentir lo mismo y se alejó 
                    por completo de ellos; abandonó los documentales que 
                    tanto le gustaban y se olvidó de pasar tiempo al aire 
                    libre. Después de un tiempo difícil, Harold 
                    se sentía ansioso e hizo lo inevitable: escapar en 
                    su busca, pero la culpa le superaba, y la única manera 
                    que se le ocurrió para que su abuelo, Angélica 
                    y los insectos estuvieran presentes a la vez en su vida, era 
                    poseer a estos últimos muertos. 
                    Ventura le enseñó a aplicar la química 
                    y este aprendió rápido. Al principio, solo se 
                    atrevía con los más lentos porque matarlos le 
                    alteraba y necesitaba calma y máxima concentración. 
                    Después, ya se decidió con los más veloces 
                    y, por último, con los que volaban. Con práctica, 
                    llegó a ser sencillo: con un bote de boca ancha y serrín 
                    de corcho empapado en alcohol, el bicho se asfixiaba y la 
                    muerte química facilitaba, a su vez, poder maniobrar 
                    con sus extremidades para colocarlos a su antojo. Para los 
                    alados, Harold usaba un añadido químico peligroso 
                    pero certero, el cianuro potásico, que robaba a su 
                    abuelo, impregnando el cazamariposas de gasa o 
nylon. 
                    
                    
                    A los quince años, ya tenía un completísimo 
                    kit: pinzas, agujas engomadas, alfileres, etiquetas, una cámara 
                    húmeda, un reblandecedor, un extendedor de madera, 
                    goma arábiga, glicerina y una inmensa variedad de pinceles. 
                    A los dieciocho, Harold contaba con más de veinte mil 
                    insectos disecados; su colección iba alimentándose 
                    de forma exponencial con mosquitos, mariposas, cochinillas, 
                    polillas, hormigas, moscas, escarabajos, saltamontes, mosquitos, 
                    abejorros, avispas y libélulas que hallaba entre flores, 
                    plantas, piedras, fango, charcos y arroyos, normalmente de 
                    noche, provisto de linternas. 
                    Quince años más tarde, Harold había conseguido 
                    una beca en la Facultad de Medicina de Valparaíso como 
                    formador de preparadores de cadáveres en la Sala seis 
                    de Anatomía. 
                    —Una vez que el «cliente» es depositado 
                    en nuestra mesa de trabajo, legalmente es responsabilidad 
                    nuestra. Además tenemos un deber moral: la integridad 
                    de… —Alzó el cobertor que cubría 
                    su cuerpo— una señorita, en este caso. Comenzaremos 
                    con dos lavados con jabón anti germicida alternando 
                    con pases intensos por la boca, encías, lengua y fosas 
                    nasales. Ahora, introducimos una gasa a través de la 
                    garganta hasta la tráquea. Importantísima esta 
                    fase, pues nos preservará de infecciones.
                    Se escucharon cuchicheos. 
                    —¿Dónde los almacenan?
                    —En piscinas con formol, normalmente. Hay alternativas, 
                    como los ácidos clorhídrico o sulfúrico, 
                    o incluso el nítrico o arsénico, pero son más 
                    tóxicos. 
                    —¿Cómo se hacen donantes? 
                    —Normalmente, lo tienen pactado con la familia aunque 
                    la mayoría son indigentes, enfermos víricos 
                    o prostitutas. ¿Puedo seguir? —Miró algo 
                    molesto al impertinente alumno. Se ajustó los guantes, 
                    encendió la bomba aspiradora y enganchó la manguera—. 
                    Ahora, pasamos a la parte química del proceso como 
                    tal: como veis, el trocar o tubo hueco unido a la goma se 
                    introduce bajo la última costilla. —Harold iba 
                    actuando sobre la marcha—. ¿Lo veis? Voy succionando 
                    fluidos, gases y trozos de órganos que desecharemos 
                    en envases plásticos especiales. Repetiríamos 
                    el mismo proceso con la cavidad abdominal, pero hoy no lo 
                    voy a hacer porque vamos mal de tiempo, así que tomad 
                    nota. Luego se inyectaría el líquido embalsamador, 
                    a base de formol, colorantes y otros componentes germicidas 
                    con agua, que bombearíamos con el inyector a través 
                    de su sistema vascular. Recordad que ano y vagina (uretra 
                    en caso de que fuera un hombre) se sellarían con un 
                    tornillo y polvo sellador y, para finalizar, repetiríamos 
                    el lavado para comprobar que hay escape de fluidos. Todo esto 
                    lo veremos el próximo día pero así os 
                    va sonando. Ahora, si me ayudáis a darle la vuelta… 
                    
                    Harold agarró a la mujer por la cadera y axila izquierdas, 
                    invitando a que la alumna que se había ofrecido voluntaria 
                    le imitase. El cadáver quedó boca abajo y Harold 
                    se percató de que la chica tenía una mariposa 
                    tatuada en su baja espalda, y sin poder articular palabra, 
                    cogió uno de los cubos donde depositaban desechos anatómicos 
                    y vomitó en él. 
                    Después del desafortunado acontecimiento con ella en 
                    el colegio, Harold se distanció unos años de 
                    Angélica, aunque siempre sintió por ella una 
                    admiración especial, atracción e incluso diría 
                    que amor. Ella tampoco fue buena estudiante y en algún 
                    momento, años más tarde, la vida les juntó 
                    dándose a la mala vida. Ella solía reírse 
                    del peludo ciempiés y bromeaba con que su rareza les 
                    hacía especiales; eran unos incomprendidos pero acabarían 
                    por encontrar su sitio, como las orugas cuando se transforman 
                    en mariposa y surcan el cielo. Con esta metáfora, Angélica 
                    no solo cambió de idea con respecto a los insectos, 
                    sino que había encontrado a su ser vivo especial, grabándolo 
                    en su piel, pero la mariposa de carne y hueso no acabó 
                    bien: pasó de regalar abrazos y besos a vender su cuerpo 
                    y, cierto día, alguien decidió despojarle de 
                    sus alas. 
                    Harold no podía creer que se hubiera hecho prostituta. 
                    Angélica, no. Ella no… Al finalizar la jornada 
                    se fue a nadar, como siempre, pues la piscina era el segundo 
                    lugar donde no tenía que llevar el pesado y mordaz 
                    disfraz. Un par de largos más y abandonó; no 
                    era capaz de recuperar la calma. Todas las personas importantes 
                    de su mundo le habían abandonado: primero su madre, 
                    luego su abuelo y, por último, su ángel. 
                    Harold cayó en una depresión y dejó de 
                    trabajar. Vivía en la casa que había heredado 
                    de sus abuelos, y se refugiaba en el habitáculo secreto 
                    para reunirse con su única compañía: 
                    sus insectos. Ya no quería ir a nadar. Tampoco comía 
                    y perdió dieciocho kilos. Por supuesto no quería 
                    vivir, para variar. Recuperó las grabaciones de los 
                    documentales que tanto le gustaban cuando era pequeño 
                    y dedicó horas y horas a rememorarlos, tirado en el 
                    sofá, dejando que el tiempo simplemente pasara. 

                    Ese día, el programa trataba sobre luciérnagas, 
                    capaces de generar una reacción química conocida 
                    como bioluminiscencia, tal y como relataba la voz en off de 
                    la televisión: «Usan esta capacidad para atraer 
                    tanto a potenciales parejas como a presas, pues son depredadoras: 
                    comen mosquitos, moscas, abejas, mariposas, tábanos 
                    y polillas y, gracias a ello, contribuyen a controlar epidemias, 
                    ya que muchos insectos son portadores de paludismo, fiebre 
                    amarilla, etc…» —escuchaba—. «Las 
                    luciérnagas macho brillan durante la noche y si las 
                    hembras se sienten atraídas, responden con destellos 
                    de luz. Si no hay atracción, permanecen escondidas 
                    en la oscuridad. Tienen vida anfibia: la larva vive en el 
                    agua y los adultos en tierra con vegetación, aunque 
                    su hábitat siempre está cercano al agua corriente 
                    o estancada de lagos, charcos, ríos y pantanos. La 
                    mayor parte de su vida la pasa inmersa en el agua en el estado 
                    de ninfa, a veces tarda en desarrollarse hasta cinco años 
                    (más tiempo cuanto mayor sea su tamaño) y es 
                    entonces cuando abandona el medio acuático. Nuestras 
                    amigas, emiten esta mágica luz roja, verde o amarilla, 
                    generando este misterioso efecto. Les habla David Reeds desde 
                    el Lago Ozarks, Missouri». 
                    Harold estaba fascinado y feliz: él también 
                    había encontrado su insecto especial. Hizo unas cuantas 
                    llamadas y pidió presupuestos por internet. Le costó 
                    encontrar una cámara de congelación que, a su 
                    vez, también fuera de vacío y programable. Tendría 
                    que ser de segunda mano, ya que los portes y el billete de 
                    avión de ida eran muy caros para viajar desde Chile 
                    hasta los Estados Unidos. Disponía de ahorros pero 
                    necesitaba vender toda su colección de insectos disecados, 
                    así que se puso manos a la obra e hizo un inventario 
                    de sangre y alas. Necesitaba veinte mil dólares y los 
                    consiguió. Por fin, acabaría con su inconcluso 
                    vacío. 
                    Dejó de comer para ser más liviano y se fue 
                    despidiendo de sus recuerdos; no todos eran malos. Se introdujo 
                    en la cámara de refrigeración y se inyectó 
                    el ácido cianhídrico para que la muerte fuera 
                    rápida y una gran dosis de suero fisiológico, 
                    para bajar su temperatura corporal lo suficiente. Gracias 
                    a la modernización de los rituales mortuorios, había 
                    descubierto la liofilización, donde una vez sin vida 
                    y congelado, se producía el vacío: una separación 
                    del agua celular por sublimación, pues si esta genera 
                    la vida, cuando está presente en la muerte, acelera 
                    la putrefacción y quería llegar a su destino 
                    lo más fresco posible.
                    Llegó el día y las indicaciones eran sencillas: 
                    recoger en su domicilio la cámara, introducirla en 
                    la caja que habría comprado a medida y que estaba señalizada 
                    con una pegatina verde fosforito y cargarla al avión 
                    con destino a Missouri que haría parada obligatoria 
                    en el Lago Ozarks. Aquel jueves, la empresa de transporte 
                    se presentó puntual en el habitáculo secreto 
                    de su abuelo. Sobre la caja había una copia del contrato 
                    firmada por Harold Bathory y unas últimas indicaciones. 
                    Todo salió según su plan. 
                    A la altura del lago, la caja, que hacía los efectos 
                    de féretro para Harold, cayó con un gran impacto 
                    contra el agua, sumergiéndose en paz. Era de noche 
                    y la mágica luz espontánea de miles de luciérnagas 
                    le dieron la bienvenida en Ozarks. Harold se convertiría 
                    en ninfa y esperaba evolucionar algún día a 
                    su insecto especial. 
                    Por fin, Harold podría descansar, sin sentirse juzgado 
                    por ser el monstruo que únicamente vibraba entre muerte, 
                    sangre y alas. Adónde vamos cuando morimos es un misterio, 
                    pero cada uno elige si quiere permanecer a la luz o en la 
                    sombra eternamente…