QUE
NO TE PASE A TI |
Era caída
la tarde. Supe que Mario llegaba porque el portón rechinó.
El perro de la casa lo recibió festivamente.
Yo le dije el mimo al que lo tenía acostumbrado, cuando
abrí la puerta: “Pero si vas a resfriarte con
el fresco de la calle, cariño. Pasa pronto, pronto,
y tomaremos un té de chamomilla ”. Los hombres
son niños. Y somos las mujeres quienes los transformamos
en señores.
Ellos se convierten en gente mayor sólo cuando se enamoran
y deben aguardar bajo la farola de la cuadra, golpeados por
los saltarines insectos de luz, que el reloj de la iglesia
dé las ocho, para encarar la noche de luna llena. |
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Es entonces
cuando el alma de los murciélagos se apodera de los
hombres, y comienzan a merodear - sigilosamente - alrededor
de tu casa; finalmente su amor se convierte en aquel golpeteo
incesante de la rama del boj contra los vidrios neblinosos
de tu ventana. Si lo sabré yo, que una noche de estío
me pasé sin dormir pues el árbol de los agrios
extendía sus ramas espinosas, sus alambres con flores,
hasta mi ventanal; un sacudón nervioso, como si recibiera
un pinchazo en la vena yugular, me llevó a gritar:
“¡Vete Rodrigo de mi habitación!”.
Mario entró. Olía a perfume que uno se aplica
detrás de los lóbulos para ir a una cita. Una
cena, tal vez. Ah... la espada de la fragancia que corta el
aire...
Me dijo que estaba bella.
- Tienes un brillo especial en las pupilas. ¿Entonces
has leído “Veinte poemas de amor y una canción
desesperada”? - preguntó. Y yo le dije que todavía
no, y él me contestó que era común la
injusta vacilación de los lectores ante aquellos hermosos
versos de astros azules, de viento, de olvido y de amor de
Pablo Neruda.
- Mañana, sí. Mañana... - le susurré.
Debo contar que me amaba. Lo adoraba.
Mientras tomaba su té, cantaba por lo bajo una canción
de Edith Piaf.
Vestida a lo Greta Garbo yo me observaba en el espejo con
marco de plata de la pared y esperaba que el espejo me mirara
fijamente para empezar a delinear un grabado artístico
sobre mis grandes párpados.
Después de tomar su té, Mario se sentó
al piano.
Insistía en el opus 67 de Ludwig van Beethoven en vano.
No conseguía liberar el espíritu del genial
compositor perseguido, quizás, por los ratones de aquella
vieja caja de cuerdas y macillos forrados con fieltro.
Un último sol de oro, el sol crepuscular, intentaba
levantar el ánimo de la tarde, posándose sobre
las rosas amarillas de los canteros de mi jardín; el
aliento rojizo del astro se entremezclaba con el chorro de
agua que salía de las fauces de un hierático
león por cuyas melenas trajinaban lagartijas amarillas.
Y verdosas.
De golpe, el sol se desplomó.
Había oscurecido.
Mario bajó la tapa del piano. Pero ya no era él.
Había muerto. A lo lejos se escuchaba el triste piar
de un pájaro gris con capucha negra.
No recuerdo qué ocurrió luego, sólo sé
que semanas después, cuando el viento soplaba con fuerza
en las calles y hacía rechinar el portón, yo
me encontraba contando las gotas medicinales preparadas por
el doctor Vázquez, que revolvía en mi té
de tilo, y en mi otro té, una infusión de flor
de azahar, milagrosos, al decir de las lenguas, para los nervios
destrozados.
El perro se me volvió tristón. No movía
la cola como antes, cuando le decía que se veía
fortachón, y le pasaba - suavemente - mis manos por
su pelaje gris.
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Nos mirábamos, y cómo nos comprendíamos.
Era esa melancolía, de cuando se trata inútilmente
de matar moscas sobre la mesa, la que consumía mis
huesos.
Un día Mario vino a casa.
Caí semi-desvanecida sobre la alfombra.
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- ¿Pero cómo
has hecho? - le pregunté.
- Ah..., creí que tú lo sabías mejor
que yo. Me has invocado, Margarita. No has hecho más
que llorar y dejar la marca de tu boca pintada en el espejo
de la sala, que era tu manera de besarme y manchar mi camisa.
No pude resistir...
Suspiré. Las aves de los árboles se entremezclaban
bulliciosamente.
- Se quedaron con la propiedad de San Telmo mis hermanos María
y Alberto, de modo que tendré que vivir aquí,
por un tiempo. Dormiré en el sofá. Y ahora haré
un café especial, bien batido, para los dos - comentó
animado.
Me sentí asombrada al escucharlo resolver con tanta
simplicidad su muerte y su permanencia en mi casa.
Cada noche, cuando me levantaba para asegurarme de que las
barretas cilíndricas de hierro estaban bien corridas,
lo encontraba escribiendo con entusiasmo.
¿Qué podría escribir un hombre muerto?
Me figuraba que tendría poco apetito. Sin embargo todas
las mañanas se servía un tazón de leche
de cabra acompañado con rosquillas untadas con dulce
de higos. Como a las nueve y media tomaba dos o tres tazas
de café.
Almorzaba en una pieza, que funcionaba como ático.
Un almuerzo importante, imperial, que superaba las condiciones
de mi sucia y estropeada libreta de almacén: tortillas
de arroz con una guarnición de ensalada griega, y encima
un café espeso y caliente.
Al principio no me incomodó que dejara los cubiertos
sucios en el lavadero, y que la leche hervida se añadiera
como costra a la mesa de la cocina.
Pero luego me fastidiaron, me fueron saturando, tantas cáscaras
de huevos, tanta sal esparcida sobre la mesa, como si fuera
a propósito, tantas semillas de cítricos arrojadas
fuera del basurero, que atraían a las cucarachas, las
cuales, una vez reventadas por mis zapatillazos, atraían
a su vez a las hormigas. Me hallaba disgustada.
Muchas cosas no funcionaban bien en nuestra relación.
Además había empezado a beber y me trataba con
violencia cuando el whisky se le subía a la cabeza.
Mario era el menos interesado en encarar con juicio y sentido
común los permanentes requerimientos que le hacía.
- Pero es que ya no puedo. ¿Me entiendes? Me he cansado
de lavar los platos sucios. ¡Estoy hasta las narices!
- le grité mientras bajaba una tarde de fina llovizna
sobre los bulbos de los crisantemos del patio.
El viernes 23, a la noche, al levantarme para asegurarme de
que los cerrojos estuviesen corridos, no lo encontré.
Desapareció. Se hizo humo. Ya no está más.
Quisiera sentirme en paz, considerar la idea de enamorarme
nuevamente y de comprar helados de higos y de frutillas para
tomarlos mientras miro la tele.
Pero los hombres, cuando ya no los quieres, siempre vuelven.
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Selección de poemas Y relatos de
© Delfina Acosta, cedidos por deferencia de la autora,
para la revista mis Repoelas:
La rosa dura
Que no te pase a ti
Madame Bobari
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