"El musicólogo" |
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Siempre tenía el
mismo problema como responsable de aquél auditorio.
Cuando se hacía el silencio para que tocara el violinista
o el pianista de turno, el público comenzaba a carraspear,
a hacer los más variados sonidos guturales y entonces
el artista tenía que dejar pasar un tiempo prudencial
para iniciar su actuación.
No era mucho, apenas unos pocos segundos, pero lo peor era
cuando a mitad de concierto nuevamente los espectadores empezaban
su particular sinfonía con sus flemas encarceladas.
Por lo general los músicos hacían oídos
sordos y seguían interpretando la pieza que habían
decidido tocar y que figuraba en los programas, pero más
de una vez alguno cambió las interpretaciones por otras
más cortas para llegar cuanto antes al final de la
actuación e incluso hubo quien llegó a parar
el recital para que abandonaran la sala los incontinentes
bucales. |
Un
día decidió que una solución sería
pasar con una escupidera por el patio de butacas y, con la
mejor de las maneras, invitar al distinguido público
a que depositaran en ella sus esgarros. El primer día,
el recipiente, dorado y con unas asas para que el espectador
pudiera cogerlo con las manos y escupir tranquilamente, quedó
incólume. El segundo ya hubo quien se animó
y sobre el fondo de la pileta dejó una pequeña
masa viscosa verdosa.
Poco a poco, lo que en principio fue considerado una porquería
se hizo cosa habitual, normal, y era frecuente ver a hombres,
mujeres, jóvenes y ancianos coger aquella especie de
vasija entre las manos, inclinar la cabeza como si aseveraran,
y soltar sus flemas para luego sacar delicadamente un pañuelo
y pasarlo por los labios como quien ha probado un manjar.
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Curiosamente, salvo casos
excepcionales, con este método se acabaron los problemas
en los conciertos, y los artistas, aunque un poco sorprendidos
cuando por alguna contingencia alguien solicitaba en el patio
de butacas la pileta, se mostraban satisfechos al comprobar
que sus intervenciones no sufrían interrupciones.
La muerte de algunos habituales asistentes de edad avanzada
sirvió de punto de partida para iniciar un singular
estudio. Cuando una persona mayor dejaba su excremento bucal
en la escupidera, la retiraba inmediatamente y luego analizaba
visualmente la forma, el color y la densidad del desecho bronquial.
Con el tiempo, paciencia y, sobre todo, preguntando cuando
se producía un fallecimiento cuál había
sido la causa de la muerte, llegó a poder diagnosticar
un gran número de enfermedades. |
En ocasiones, cuando alguien escupía, al ver el esputo
solía decir al espectador: «Perdone, después
quisiera hablar con usted». Y luego, ya en un apartado,
le explicaba la posible enfermedad que padecía, qué
tratamiento debería seguir o qué‚ facultativo
podía atenderlo.
Con esta peculiar forma detectó males a los que se
les pudo poner remedio mediante una terapia adecuada al ser
detectado a tiempo y el auditorio empezó a convertirse
de una forma soterrada más en un centro de diagnóstico
precoz que en un espacio dedicado al esparcimiento y la cultura.
Personas de todas las edades y estratos sociales hacían
cola en la taquilla, sacaban las entradas, se sentaban en
las butacas y esperaban ansiosos a que pasaran la pileta por
las filas. Cuando escupían, inmediatamente le dirigían
una mirada y si veían en él una sonrisa abandonaban
sus asientos y salían a la calle con una sonrisa de
oreja a oreja. En todas las sesiones el lleno en el auditorio
estaba asegurado, aunque los artistas no comprendían
que a los quince minutos la sala quedara casi vacía,
y a él llegaban cartas y más cartas en las que
se pedían más actuaciones. Ante el cúmulo
de demandas y con las propinas que recibía por consulta
decidió abandonar el viejo piso en el que vivía
e instalarse en la zona centro de la ciudad con una oficinas
donde atender a la clientela.
Se lo imaginaba y acertó plenamente. Fue el inicio
de un próspero y lucrativo negocio que en la fachada
tenía un cartel anunciador en el que se podía
leer: «Gabriel Hernáez, musicólogo».
Todos, o casi todos, sabían de qué iba.
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