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relato de Rosa María Reis León

ANULAR LO SUCESIVO




Al subir y bajar por la ladera del bosque se había desecho la furia, ya no sentía aquella quemazón en el estómago, ni esa violencia contenida. Sin embargo, persistía en ella la misma soledad de siempre. Se sentó bajo un árbol cansada con la impresión de haberse perdido. Ni siquiera le importó. Aquel bosque, no era su amigo ni su enemigo era el paisaje que contemplaba cada día desde su casa, si bien nunca se atrevió a adentrarse en él. La casa de Ana estaba construida en l lo alto de la montaña extendida entre el bosque y la autopista.
Ana escuchó el dulce sonido emitido por las hojas de los árboles, sentada en el suelo contempló el movimiento de las ramas, el viento las movía con un ulular armonioso. Cerró los ojos. Un ruido la sobresaltó, le pareció que solo había pasado un breve espacio de tiempo, sin embargo, al levantarse pudo comprobar como la luz diurna se apagaba, la noche empezaba a extender su manto negro. Se movió inquieta y desconcertada sumida en su ensoñación sin acabar de comprender que hacía en aquel lugar. Instintivamente introdujo la mano en el bolsillo de su abrigo en busca de su móvil, se dio cuenta que no lo había cogido.
Aquella repentina oscuridad la sobrecogió, no era miedo, estaba acostumbrada a estar sola en la cima de un paraje destartalado y lejano, convertido en su hogar. Allí crecieron sus hijos. Al pensar en ellos una mueca de ternura apareció en su rostro, deseó abrazarles, hablarles, como hizo siempre. Desde que descubrieron su dependencia, el bloque familiar se había quebrado. El silencio y la desconfianza se instaló en su relación.
Miró a su alrededor y buscó una oquedad en el suelo que le permitiera pasar la noche, recogió ramas para cubrirse se arrebujo en su abrigo y trató de dormir. Sabía que nadie la echaría de menos, Pedro su marido estaba de ruta internacional, Bea su hija no atendía sus llamadas hacía días. Comprendía el malestar de todos, solo Alex continuaba manteniendo la misma relación de siempre con su madre, quizás porque vivía lejos.
Ana no sabía la causa por la cual actuaba de esa manera, no podía resistir el embate emocional que le lanzaba a ello, no lo hacía por maldad o despreocupación de los suyos, no entendía, ni supo explicárselo al psicólogo que le empujaba a introducir monedas en aquellas maquinas horas enteras, hasta quedarse sin dinero ni para la compra, ni para poder recoger el coche aparcado en el interior de un parquin, ni para tomarse un café. Si Ana solo dispusiera de un billete y tuviera que comprar el aire que respiraba con ese billete, se habría ahogado, arrastrada por el sonido de las máquinas tragaperras.
Donde sí notaba la falta de respiración era dentro du casa, en esa continua y repetida sumisión a la rutina, a las necesidades de los suyos, allí permaneció muchos años.
En un intento desesperado por arreglar la situación regresó a casa de su madre, al pueblo de su niñez donde ella continuaba viviendo. No fue una buena idea, Ana lo sabía, lejos estaba su madre de poder ayudarla. No acudió al nacimiento de Alex su primer hijo, ni cuando nació Beba como la llamaba su hermano. Se sintió dolorida y sin fuerzas, perdida en aquella montaña con autopista al fondo, un cruce de caminos que no la llevaban a ninguna parte. Su marido estaba de ruta como siempre. Su madre no apareció, argumentó su negativa poniendo por delante el cuidado de sus animales. La excusa agrandó la ofensa al dar más importancia a las bestias que a sus nietos. No le gustaban los niños Ana lo sabía. La imaginó saliendo de la huerta, cargada con el cesto de mimbre lleno de remolacha, transportándolo al establo donde provista de un hacha cortaba pequeños trozos para alimentar al ganado. Cada golpe era una descarga de rabia mezclada con el olor penetrante de la raíz. Ana se vio por un instante escondida detrás del tajo observándola a través del miedo y el silencio impuesto y opresivo donde consumió su niñez.
Su padre era otra cosa, él si vino a visitarla después del parto. Cuidaba de Alex, le leía cuentos, paseaba al niño, le bañaba mientras ella se ocupaba del bebe. Tenerlo cerca la espantaba la soledad y los demonios. Con seis años cogida de su mano recorrió el mundo más allá de la puerta de su casa, «andar por andar qué cosa más tonta» protestaba su madre. Recorrían los campos, recogían flores, bajaban al rio y atravesaban los regueros. Había días excepcionales para ir un poco más allá y visitar la ciudad. Calles empedradas, farolas de luz amarilla. Se paraban a comer pasteles delante de la Catedral y antes de regresar la visita a la librería Trama era obligada. Ana de vuelta a casa mecía su cuento, apretado contra su cuerpo. Qué pensaría su padre al verla en este reducido universo doméstico, tan lejano de lo que él había pensado para ella.
 
Apenas pudo dormir, cualquier ruido la sobresaltaba, los ruidos nocturnos en un bosque a la intemperie son muchos y desconocidos. Para acompañar su inquietud comenzó a tararear una canción infantil que su padre le cantaba de pequeña, al principio fue un tarareo casi silencioso, pero más tarde se convirtió en un grito, por un instante aplacó los ruidos del bosque y su mente.
El amanecer llegó con un frío aterrador metido en sus huesos, se levantó mareada, por un momento pensó no poder mantenerse en pie, se tambaleó y trastabilló varias veces hasta logra un precario equilibrio, comenzó a caminar sin rumbo pensando en lo bueno de una taza de café humeante.. Aspiró profundo, le hacía bien esa frescura, estaba siendo un otoño templado y agradeció el roce suave del aire. Metida en sus pensamientos como estaba dejó los senderos trazados por otros en sus recorridos, vagó de un lado a otro de la montaña hasta perderse dentro de aquel microcosmos verde y apacible pero no exento de riesgos. Le tranquilizaba saber que nadie la estaría esperando o preocupándose por ella, pero se equivocaba, su hija llamó a primera hora de la mañana. arrastrando en ella a todos. Cuando saltó el buzón de voz, colgó el teléfono sin dejar ningún mensaje, supuso que su madre estaría durmiendo y partió en dirección a su trabajo.
Los pasos que seguía Ana eran sin duda inciertos, el paisaje la envolvía espeso y profundo, el día era soleado pero la densidad de los árboles impedía a los rayos del sol llegar hasta ella nítidos, de vez en cuando encontraba esos claros del bosque donde la vegetación se atenúa y el sol se deja ver. Estaba cansada de caminar, no sabía si lo hacía en círculos, o si sus pasos la conducirían de nuevo al camino permitiéndola salir del bosque.
Encontró un arroyo a su paso, bebió, el agua le refrescó, era el mejor que había bebido en su vida, pensó. Se lavó las manos y la cara y se sentó un rato sobre una roca, escuchó el canto de los pájaros tal vez una urraca, quizás un arrendajo o un rabilargo, no distinguía bien sus trinos. Se sintió relajada, sentía cansancio, pero allí nada la inquietaba. Estaba a salvo de todo en aquel lugar impreciso y entendió a su marido, comprendió que la distancia le devolvía la paz sumergido en otros mundos. No como ella un potro domado deambulando en la rutina.
Pedro llamó a su mujer la tarde del día siguiente a su partida, no hubo respuesta. Poco podía imaginar que llevaba un día y medio perdida en mitad del bosque. Concluyó pensando que estaba demasiado enfadada para contestar y ¡quién no lo estaría! si le hubieran dejado en casa sin dinero, ni coche. Le dolía esta decisión, nunca la habría tomado de no ser por estricta recomendación del terapeuta.
Estaba oscureciendo cuando Ana empezó a sentir hambre y en vista de sus pocos avances para salir del bosque, decidió buscar algo que pudiera comer. Bajo los pinos piñoneros encontró algunas piñas en el suelo y recordando como su madre extraía los piñones se dispuso a buscar una piedra o trozo de roca afilada con que poder extraer el fruto. Comió despacio deleitándose con la semilla extraída y la imagen de su madre apareció de nuevo pero esta vez no llevaba en la mano la azuela para golpear y separar las hojas y los piñones, esta vez vio a su madre bañando a su hermanita en un balde grande de calamina, vio a su hermanita chapotear alegre dentro del agua, se vio a si misma acercarse al balde para hacerle cucamonas a la niña, vio a su madre alejarse por un momento en busca de algo impreciso, vio a su hermanita escurrirse al fondo, se vio a si misma intentando agarrarla para volverla a la superficie, vio a su madre entrar en la cocina, vio a su madre gritar, vio a su madre con el cuerpo inerte de su hermanita que ya no reía y vio a su madre diciéndole la has matado. Todo eso lo vio Ana en el bosque y allí mismo hundió su consciencia en el recuerdo y confirmó que ella solo se había acercado al balde con sus ojos y sus risas, sus manitas se mantuvieron fuera del recipiente en todo momento y solo cuando la niña se escurrió al fondo ella metió sus manos en el agua y allí mismo en aquel bosque comprendió que arrastraba una culpa que jamás le perteneció. Ese descubrimiento la sumió en un profundo sueño. Los sonidos del bosque se volvieron apacibles y durmió al amparo de ellos.
Ya de noche Pedro y Bea llamaron de nuevo a Ana, la falta de respuesta inquietó a cada uno de ellos, empezaron a preocuparse seriamente. Ninguno se puso en contacto con el otro para no crear un temor innecesario. Bea sabía que su padre se encontraba lejos de casa y no deseaba angustiarle.
Se hallaba abstraída en sus reflexiones cuando sonó el teléfono, era Alex,
—¿Ocurre algo Beba? —aún continuaba llamándola así.
Bea volvió en sí y ordenando sus pensamientos le dijo estar preocupada por el mutismo de su madre, Alex temió lo peor y presionó a su hermana para acudir a casa de sus padres esa misma noche, aun siendo muy tarde. Colgó el teléfono y llamó repetidas veces a su madre sin obtener ninguna respuesta.
Cuando Bea llegó a casa de sus padres el perro ladró, se lanzó aullando hasta la cancela, no le pareció normal, apretó el timbre con intensidad, temió asustar a su madre, nadie salió a la puerta ni contesto al interfono, entró en el jardín, ofreció una caricia a Zar durante un momento y acompañada por él abrió la puerta con cierto temor, la casa estaba sumida en un silencio sepulcral, su madre no estaba allí, llamó de nuevo a su móvil y lo oyó sonar en la cocina.
A partir de ese momento todo aconteció de una manera estrepitosa, se sucedieron las llamadas entre unos y otros. Su padre y su hermano volvieron precipitadamente y la voz de alarma corrió como la espuma. Se interpuso una denuncia en comisaría por desaparición. Se inició la búsqueda con la declaración del relato de algún vecino que le pareció verla encaminarse hacia el bosque. Las patrullas para buscarla se constituyeron con la solidaridad de todos aquellos que la conocían desde siempre. Llevaba dos días desaparecida y esa misma mañana había comenzado a llover y las previsiones era lluvia intensa para el día siguiente. No había tiempo que perder.
Los botines de Ana se empaparon con el agua de lluvia y el barro, pensó que hubiera sido mejor ponerse las deportivas regalo de su hija, pero eran tan feas, con aquel color berenjena tan estridente y poco adecuado para unas zapatillas deportivas y sin embargo ahora le vendrían tan bien, sonrió pensando que tal vez si tenía sentido del humor. Alex su hijo lo había heredado. En el suelo se formaban riachuelos, corrían arrastrando las hojas, no podía caminar, resbalaba estaba empapada y le dolía el tobillo y a pesar de todo Ana se sentía en paz consigo misma. Una calma interior la recorría, había perdido una de sus múltiples identidades justo la que no le hacía falta, allí en aquel espacio tan grande, tan pequeño, tan cierto y próximo. Vio las ruinas de algo que podría haber sido una trampa para lobos, o una guarida improvisada para cazadores. Construyó como pudo un refugio con ramas y hojarasca al amparo de aquellos restos. Ana se introdujo dentro encogiéndose. Con quietud inexorable esperó. En el bolsillo de su abrigo estaban los piñones que había guardado, mientras los comía lenta y pausadamente recordó aquel poema leído por casualidad en el libro que uno de sus hijos dejó sobre la estantería, susurró
Todo sigue atrapado en la noche
anestesiada en el letargo espera el
momento preciso de interrumpir el
tiempo, ese flujo regulado en la clepsidra
como un hecho probado de
anular lo sucesivo.
 

Relato seleccionado por la poeta y narradora © Rosa María Reis León, para su publicación en la revista mis Repoelas:

RELATO: Anular lo sucesivo


Casas vacías


 


Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras