ANULAR 
                      LO SUCESIVO 
                      
                    
                    
                    
                    
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                Al 
                    subir y bajar por la ladera del bosque se había desecho 
                    la furia, ya no sentía aquella quemazón en el 
                    estómago, ni esa violencia contenida. Sin embargo, 
                    persistía en ella la misma soledad de siempre. Se sentó 
                    bajo un árbol cansada con la impresión de haberse 
                    perdido. Ni siquiera le importó. Aquel bosque, no era 
                    su amigo ni su enemigo era el paisaje que contemplaba cada 
                    día desde su casa, si bien nunca se atrevió 
                    a adentrarse en él. La casa de Ana estaba construida 
                    en l lo alto de la montaña extendida entre el bosque 
                    y la autopista.  
                    Ana escuchó el dulce sonido emitido por las hojas de 
                    los árboles, sentada en el suelo contempló el 
                    movimiento de las ramas, el viento las movía con un 
                    ulular armonioso. Cerró los ojos. Un ruido la sobresaltó, 
                    le pareció que solo había pasado un breve espacio 
                    de tiempo, sin embargo, al levantarse pudo comprobar como 
                    la luz diurna se apagaba, la noche empezaba a extender su 
                    manto negro. Se movió inquieta y desconcertada sumida 
                    en su ensoñación sin acabar de comprender que 
                    hacía en aquel lugar. Instintivamente introdujo la 
                    mano en el bolsillo de su abrigo en busca de su móvil, 
                    se dio cuenta que no lo había cogido. 
                    Aquella repentina oscuridad la sobrecogió, no era miedo, 
                    estaba acostumbrada a estar sola en la cima de un paraje destartalado 
                    y lejano, convertido en su hogar. Allí crecieron sus 
                    hijos. Al pensar en ellos una mueca de ternura apareció 
                    en su rostro, deseó abrazarles, hablarles, como hizo 
                    siempre. Desde que descubrieron su dependencia, el bloque 
                    familiar se había quebrado. El silencio y la desconfianza 
                    se instaló en su relación.  
                    Miró a su alrededor y buscó una oquedad en el 
                    suelo que le permitiera pasar la noche, recogió ramas 
                    para cubrirse se arrebujo en su abrigo y trató de dormir. 
                    Sabía que nadie la echaría de menos, Pedro su 
                    marido estaba de ruta internacional, Bea su hija no atendía 
                    sus llamadas hacía días. Comprendía el 
                    malestar de todos, solo Alex continuaba manteniendo la misma 
                    relación de siempre con su madre, quizás porque 
                    vivía lejos. 
                    Ana no sabía la causa por la cual actuaba de esa manera, 
                    no podía resistir el embate emocional que le lanzaba 
                    a ello, no lo hacía por maldad o despreocupación 
                    de los suyos, no entendía, ni supo explicárselo 
                    al psicólogo que le empujaba a introducir monedas en 
                    aquellas maquinas horas enteras, hasta quedarse sin dinero 
                    ni para la compra, ni para poder recoger el coche aparcado 
                    en el interior de un parquin, ni para tomarse un café. 
                    Si Ana solo dispusiera de un billete y tuviera que comprar 
                    el aire que respiraba con ese billete, se habría ahogado, 
                    arrastrada por el sonido de las máquinas tragaperras. 
                     
                    Donde sí notaba la falta de respiración era 
                    dentro du casa, en esa continua y repetida sumisión 
                    a la rutina, a las necesidades de los suyos, allí permaneció 
                    muchos años.  
                    En un intento desesperado por arreglar la situación 
                    regresó a casa de su madre, al pueblo de su niñez 
                    donde ella continuaba viviendo. No fue una buena idea, Ana 
                    lo sabía, lejos estaba su madre de poder ayudarla. 
                    No acudió al nacimiento de Alex su primer hijo, ni 
                    cuando nació Beba como la llamaba su hermano. Se sintió 
                    dolorida y sin fuerzas, perdida en aquella montaña 
                    con autopista al fondo, un cruce de caminos que no la llevaban 
                    a ninguna parte. Su marido estaba de ruta como siempre. Su 
                    madre no apareció, argumentó su negativa poniendo 
                    por delante el cuidado de sus animales. La excusa agrandó 
                    la ofensa al dar más importancia a las bestias que 
                    a sus nietos. No le gustaban los niños Ana lo sabía. 
                    La imaginó saliendo de la huerta, cargada con el cesto 
                    de mimbre lleno de remolacha, transportándolo al establo 
                    donde provista de un hacha cortaba pequeños trozos 
                    para alimentar al ganado. Cada golpe era una descarga de rabia 
                    mezclada con el olor penetrante de la raíz. Ana se 
                    vio por un instante escondida detrás del tajo observándola 
                    a través del miedo y el silencio impuesto y opresivo 
                    donde consumió su niñez. 
                    Su padre era otra cosa, él si vino a visitarla después 
                    del parto. Cuidaba de Alex, le leía cuentos, paseaba 
                    al niño, le bañaba mientras ella se ocupaba 
                    del bebe. Tenerlo cerca la espantaba la soledad y los demonios. 
                    Con seis años cogida de su mano recorrió el 
                    mundo más allá de la puerta de su casa, «andar 
                    por andar qué cosa más tonta» protestaba 
                    su madre. Recorrían los campos, recogían flores, 
                    bajaban al rio y atravesaban los regueros. Había días 
                    excepcionales para ir un poco más allá y visitar 
                    la ciudad. Calles empedradas, farolas de luz amarilla. Se 
                    paraban a comer pasteles delante de la Catedral y antes de 
                    regresar la visita a la librería Trama era obligada. 
                    Ana de vuelta a casa mecía su cuento, apretado contra 
                    su cuerpo. Qué pensaría su padre al verla en 
                    este reducido universo doméstico, tan lejano de lo 
                    que él había pensado para ella. 
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                Apenas pudo 
                    dormir, cualquier ruido la sobresaltaba, los ruidos nocturnos 
                    en un bosque a la intemperie son muchos y desconocidos. Para 
                    acompañar su inquietud comenzó a tararear una 
                    canción infantil que su padre le cantaba de pequeña, 
                    al principio fue un tarareo casi silencioso, pero más 
                    tarde se convirtió en un grito, por un instante aplacó 
                    los ruidos del bosque y su mente. 
                    El amanecer llegó con un frío aterrador metido 
                    en sus huesos, se levantó mareada, por un momento pensó 
                    no poder mantenerse en pie, se tambaleó y trastabilló 
                    varias veces hasta logra un precario equilibrio, comenzó 
                    a caminar sin rumbo pensando en lo bueno de una taza de café 
                    humeante.. Aspiró profundo, le hacía bien esa 
                    frescura, estaba siendo un otoño templado y agradeció 
                    el roce suave del aire. Metida en sus pensamientos como estaba 
                    dejó los senderos trazados por otros en sus recorridos, 
                    vagó de un lado a otro de la montaña hasta perderse 
                    dentro de aquel microcosmos verde y apacible pero no exento 
                    de riesgos. Le tranquilizaba saber que nadie la estaría 
                    esperando o preocupándose por ella, pero se equivocaba, 
                    su hija llamó a primera hora de la mañana. arrastrando 
                    en ella a todos. Cuando saltó el buzón de voz, 
                    colgó el teléfono sin dejar ningún mensaje, 
                    supuso que su madre estaría durmiendo y partió 
                    en dirección a su trabajo.  
                    Los pasos que seguía Ana eran sin duda inciertos, el 
                    paisaje la envolvía espeso y profundo, el día 
                    era soleado pero la densidad de los árboles impedía 
                    a los rayos del sol llegar hasta ella nítidos, de vez 
                    en cuando encontraba esos claros del bosque donde la vegetación 
                    se atenúa y el sol se deja ver. Estaba cansada de caminar, 
                    no sabía si lo hacía en círculos, o si 
                    sus pasos la conducirían de nuevo al camino permitiéndola 
                    salir del bosque. 
                    Encontró un arroyo a su paso, bebió, el agua 
                    le refrescó, era el mejor que había bebido en 
                    su vida, pensó. Se lavó las manos y la cara 
                    y se sentó un rato sobre una roca, escuchó el 
                    canto de los pájaros tal vez una urraca, quizás 
                    un arrendajo o un rabilargo, no distinguía bien sus 
                    trinos. Se sintió relajada, sentía cansancio, 
                    pero allí nada la inquietaba. Estaba a salvo de todo 
                    en aquel lugar impreciso y entendió a su marido, comprendió 
                    que la distancia le devolvía la paz sumergido en otros 
                    mundos. No como ella un potro domado deambulando en la rutina. 
                    Pedro llamó a su mujer la tarde del día siguiente 
                    a su partida, no hubo respuesta. Poco podía imaginar 
                    que llevaba un día y medio perdida en mitad del bosque. 
                    Concluyó pensando que estaba demasiado enfadada para 
                    contestar y ¡quién no lo estaría! si le 
                    hubieran dejado en casa sin dinero, ni coche. Le dolía 
                    esta decisión, nunca la habría tomado de no 
                    ser por estricta recomendación del terapeuta.  
                    Estaba oscureciendo cuando Ana empezó a sentir hambre 
                    y en vista de sus pocos avances para salir del bosque, decidió 
                    buscar algo que pudiera comer. Bajo los pinos piñoneros 
                    encontró algunas piñas en el suelo y recordando 
                    como su madre extraía los piñones se dispuso 
                    a buscar una piedra o trozo de roca afilada con que poder 
                    extraer el fruto. Comió despacio deleitándose 
                    con la semilla extraída y la imagen de su madre apareció 
                    de nuevo pero esta vez no llevaba en la mano la azuela para 
                    golpear y separar las hojas y los piñones, esta vez 
                    vio a su madre bañando a su hermanita en un balde grande 
                    de calamina, vio a su hermanita chapotear alegre dentro del 
                    agua, se vio a si misma acercarse al balde para hacerle cucamonas 
                    a la niña, vio a su madre alejarse por un momento en 
                    busca de algo impreciso, vio a su hermanita escurrirse al 
                    fondo, se vio a si misma intentando agarrarla para volverla 
                    a la superficie, vio a su madre entrar en la cocina, vio a 
                    su madre gritar, vio a su madre con el cuerpo inerte de su 
                    hermanita que ya no reía y vio a su madre diciéndole 
                    la has matado. Todo eso lo vio Ana en el bosque y allí 
                    mismo hundió su consciencia en el recuerdo y confirmó 
                    que ella solo se había acercado al balde con sus ojos 
                    y sus risas, sus manitas se mantuvieron fuera del recipiente 
                    en todo momento y solo cuando la niña se escurrió 
                    al fondo ella metió sus manos en el agua y allí 
                    mismo en aquel bosque comprendió que arrastraba una 
                    culpa que jamás le perteneció. Ese descubrimiento 
                    la sumió en un profundo sueño. Los sonidos del 
                    bosque se volvieron apacibles y durmió al amparo de 
                    ellos. 
                    Ya de noche Pedro y Bea llamaron de nuevo a Ana, la falta 
                    de respuesta inquietó a cada uno de ellos, empezaron 
                    a preocuparse seriamente. Ninguno se puso en contacto con 
                    el otro para no crear un temor innecesario. Bea sabía 
                    que su padre se encontraba lejos de casa y no deseaba angustiarle. 
                    Se hallaba abstraída en sus reflexiones cuando sonó 
                    el teléfono, era Alex,  
                    —¿Ocurre algo Beba? —aún continuaba 
                    llamándola así. 
                    Bea volvió en sí y ordenando sus pensamientos 
                    le dijo estar preocupada por el mutismo de su madre, Alex 
                    temió lo peor y presionó a su hermana para acudir 
                    a casa de sus padres esa misma noche, aun siendo muy tarde. 
                    Colgó el teléfono y llamó repetidas veces 
                    a su madre sin obtener ninguna respuesta. 
                    Cuando Bea llegó a casa de sus padres el perro ladró, 
                    se lanzó aullando hasta la cancela, no le pareció 
                    normal, apretó el timbre con intensidad, temió 
                    asustar a su madre, nadie salió a la puerta ni contesto 
                    al interfono, entró en el jardín, ofreció 
                    una caricia a Zar durante un momento y acompañada por 
                    él abrió la puerta con cierto temor, la casa 
                    estaba sumida en un silencio sepulcral, su madre no estaba 
                    allí, llamó de nuevo a su móvil y lo 
                    oyó sonar en la cocina. 
                    A partir de ese momento todo aconteció de una manera 
                    estrepitosa, se sucedieron las llamadas entre unos y otros. 
                    Su padre y su hermano volvieron precipitadamente y la voz 
                    de alarma corrió como la espuma. Se interpuso una denuncia 
                    en comisaría por desaparición. Se inició 
                    la búsqueda con la declaración del relato de 
                    algún vecino que le pareció verla encaminarse 
                    hacia el bosque. Las patrullas para buscarla se constituyeron 
                    con la solidaridad de todos aquellos que la conocían 
                    desde siempre. Llevaba dos días desaparecida y esa 
                    misma mañana había comenzado a llover y las 
                    previsiones era lluvia intensa para el día siguiente. 
                    No había tiempo que perder. 
                    Los botines de Ana se empaparon con el agua de lluvia y el 
                    barro, pensó que hubiera sido mejor ponerse las deportivas 
                    regalo de su hija, pero eran tan feas, con aquel color berenjena 
                    tan estridente y poco adecuado para unas zapatillas deportivas 
                    y sin embargo ahora le vendrían tan bien, sonrió 
                    pensando que tal vez si tenía sentido del humor. Alex 
                    su hijo lo había heredado. En el suelo se formaban 
                    riachuelos, corrían arrastrando las hojas, no podía 
                    caminar, resbalaba estaba empapada y le dolía el tobillo 
                    y a pesar de todo Ana se sentía en paz consigo misma. 
                    Una calma interior la recorría, había perdido 
                    una de sus múltiples identidades justo la que no le 
                    hacía falta, allí en aquel espacio tan grande, 
                    tan pequeño, tan cierto y próximo. Vio las ruinas 
                    de algo que podría haber sido una trampa para lobos, 
                    o una guarida improvisada para cazadores. Construyó 
                    como pudo un refugio con ramas y hojarasca al amparo de aquellos 
                    restos. Ana se introdujo dentro encogiéndose. Con quietud 
                    inexorable esperó. En el bolsillo de su abrigo estaban 
                    los piñones que había guardado, mientras los 
                    comía lenta y pausadamente recordó aquel poema 
                    leído por casualidad en el libro que uno de sus hijos 
                    dejó sobre la estantería, susurró 
                    Todo sigue atrapado en la noche 
                    anestesiada en el letargo espera el 
                    momento preciso de interrumpir el 
                    tiempo, ese flujo regulado en la clepsidra  
                    como un hecho probado de  
                    anular lo sucesivo. 
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                     Relato seleccionado por la poeta y narradora 
                      © Rosa María Reis León, para su publicación 
                      en la revista mis Repoelas: 
                       
                      RELATO: Anular lo sucesivo 
                       
                     
                    
                    
                    Casas vacías 
                     
                     
                      
                      
                       
                      
                     
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