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                Berta 
                    y su papá caminan por una calle de edificios vacíos 
                    con fachadas cubiertas de grafitis. La vegetación se 
                    abre paso entre los adoquines en una situación doliente 
                    de abandono. A su paso se oye acercarse la tormenta. Por la 
                    baranda de un balcón cerrado cuelgan los restos de 
                    un jazmín sediento. El olor que desprende la planta 
                    despierta el recuerdo de Berta.  
                    –—¿Papá esa es la casa donde vivíamos 
                    antes? —pregunta.  
                    Él aprieta su mano y Berta que ya tiene siete años 
                    empieza a entender.  
                    Los truenos rugen, sobre sus cabezas los nubarrones aceleran 
                    la oscuridad, tiene miedo. Su papá frota sus ateridas 
                    manitas y le cuenta que cuando ella era pequeña las 
                    farolas iluminaban la calle a la llegada del crepúsculo 
                    y a través de las ventanas de las casas donde la gente 
                    vivía se colaba la luz al exterior, pero ahora están 
                    vacías.  
                    —¿Por qué? —pregunta Berta. 
                    —Se las han quedado entidades financieras —responde 
                    con tristeza su padre y Berta pregunta a su papá, si 
                    a las entidades financieras no les gusta la luz. 
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