La
vieja, en cuclillas, observa pensativa las dos lineas paralelas
que ha trazado en la arena. Al cabo de un rato apoya la frente
sobre ellas y murmura unas palabras que Njiain no alcanza
a entender. Pero sí puede oir su respiración
agitada y darse perfecta cuenta del leve temblor de su cuerpo.
Es anciana, muy anciana. Nadie sabe sus años. Cien,
doscientos, tal vez más. Domina la magia y nadie duda
de que es capaz de comunicarse con los seres malignos portadores
de enfermedades y desgracias que habitan allá donde
la luz nunca llega.
La mujer extiende sobre los dos surcos, cruzándolos,
la piel seca de un áspid que agarra por uno de sus
extremos con la mano izquierda. La otra, entre cuyos dedos
brilla la hoja de un cuchillo, la esconde a su espalda. Lentamente
recorre con su lengua el pellejo en un largo beso lascivo.
Un rastro de saliva humedece las escamas polvorientas del
reptil.
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Todos saben
que muchas serpientes venenosas son el disfraz tras el que
a menudo se ocultan de la claridad, para atacar con una dentellada
repentina y mortal, los moradores de lo oscuro. Njiain ha
de confíar en la hechicera, en sus poderes, en la sabiduria
que acumula tras tantos años de vida. La observa en
silencio, respetuoso, acurrucado en un rincón de la
choza, atento a cada uno de sus movimientos impregnados de
misterio. Cree entender que ese beso es un acto de sumisión
previo a la rogativa por la salud de Eirhuna. Por eso se alarma
cuando, con la velocidad del rayo, la mano oculta de la vieja
clava el cuchillo en la piel del áspid y la cubre con
arena. De sus labios escapan extraños silbidos y un
hilo de baba que le recorre el mentón. De pronto se
retuerce, gime, extravia la mirada, se desploma y hunde el
rostro en el suelo. Nada en ella se mueve durante unos minutos
que a Njiain le resultan eternos. Teme que esté muerta,
que los demonios agazapados hayan sido mas fuertes que sus
sortilegios y que Eirhuna y el hijo de pocos meses no tengan
salvación. Un escalofrío de desesperación
le sacude de la cabeza a los pies.
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EL
AGUA DEL SAHEL |
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Suspira aliviado
al advertir que la anciana respira. Y que al rato, con esfuerzo,
se levanta, se sacude el polvo de sus pobres ropas y sin decir
palabra recoge sus cosas: un capazo, unas piedrecillas de
colores, el cuchillo, la piel de serpiente, el bastón
en el que se apoya al caminar.
Ya en la puerta extiende la palma de su huesuda mano derecha
a Njiain, que deposita en ella un saquito de grano. Lo sopesa,
asiente con un movimiento de cabeza, da media vuelta y se
aleja renqueando. A los pocos metros detiene el paso y se
gira.
-Tu esposa va a sanar y con ella vuestro hijo –dice-.
Eso es lo que la tierra me ha dicho. Se cumplirá.
Njiain la pierde de vista bajo la nube de arena que levanta
el viento, abrasador como un ascua. El Sahel, una extensión
pedregosa y árida, de matorrales raquíticos,
que se prolonga hasta el infinito, arde bajo un sol implacable.
Oye a Eirhuna gemir. Entra en la choza, construida con barro
y boñigas, y se acerca a ella. Recostada en un rincón,
acuna al bebé entre los brazos. No tiene ni siquiera
tres meses de vida y su aspecto es ya el de un viejo. El vientre,
hinchado, sobresale como una amenaza desproporcionada en su
cuerpo menudo. Mamá Eirhuna intenta darle de mamar,
pero sus pechos, agotados, no tienen leche y la criatura se
desespera consumida por el hambre.
-Te pondrás bien enseguida–le asegura Njiain-.
Mató a la serpiente que todo lo envenena. Mató
el mal que te consume.
Njiain hunde un cuenco de madera en una vasija en la que apenas
hay un dedo de agua y lo arrima a los labios de Eirhuna, que
lo apura con avidez. El agua es un tesoro escaso en el Sahel.
Prueba a sonreir agradecida pero está tan cansada que
la sonrisa se le apaga al instante. Njiain se sienta a su
lado, sobre una estera de paja, aprieta una de sus manos entre
las suyas y cierra los ojos para procurar dormir algo. Tal
vez, al despertar, todo haya cambiado y la sombra de la muerte
no les ronde. Njiain quiere creer en la magia.
Cuando un ruido y un llanto le desvelan la noche ya ha caido
encima del desierto. Enciende un cabo de vela y mira a su
alrededor. Es el niño que ha resbalado de los desfallecidos
brazos de su madre. Eirhuna duerme un sueño extraño,
inquieto, como si la serpiente siguiera en su interior empozoñándola.
Está tan debil que da la impresión de que en
cada suspiro la vida se le vaya a escapar por los labios.
Njiain acuna a su bebé y deja caer en su boca un poco
de su propia saliva.
Njiain maldice la ineficacia de las artes empleadas con su
esposa. Sed, eso es lo que va a acabar con la vida de su familia.
¿Para algo tan obvio tuvo que malgastar el puñado
de grano que entregó a la adivina en pago a sus servicios?
Njiain tenía la esperanza de que el mal pudiese ser
otro y por eso la llamó a su choza. ¿Pero que
iba a hacer? Cuando la realidad se hace insoportable lo único
que queda es la confianza en el misterio.
-No tengo más remedio. Iré a robar agua –dice
para si.
Hizo Y sin despedirse se pone en marcha bajo la luz de la
luna. Piensa estar de regreso al día siguiente por
la tarde. De equipaje una manta y un odre vacío, hecho
con la piel de una cabra de la que recuerda que murió
de sed unos meses atrás. Ese pensamiento le atemoriza.
En la choza deja unos puñados de arroz hervido.
Njiain ha decidido ir hasta el campamento, distante unos treinta
kilómetros, donde se hacinan miles de refugiados. Una
vez por semana dan provisiones, siempre insuficientes. Las
que ellos reciben les durarían poco más de cuatro
días si no las racionaran a costa de enormes sufrimientos.
Pero desde que nació el niño ni eso ha sido
posible. Nijiain sabe bien donde las guardan. Se lo han dicho:
en un almacén fuertemente custodiado por soldados para
evitar los saqueos; pero también le han comentado asimismo
una posible manera de entrar sin ser visto. Debe arriesgarse.
Sólo va en busca de agua. El agua es el principio de
todo, el principio de la vida. Todo está hecho de agua.
Agua son la leche materna, los pechos de su mujer y el niño
recién llegado al mundo del desierto. Sin agua nada
existe, salvo el Sahel.
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Mientras camina piensa
en las muchas veces que les han aconsejado irse a vivir al
campamento. Siempre se negaron. Porque allí también
mueren los refugiados, y lo hacen lejos de sus casas, entre
gentes extrañas que recelan las unas de las otras,
que al menor descuido se apropian de lo tuyo, de una vasija,
de una torta de mijo, de un cuenco con sal, del soplo de energía
que se protege como una piedra preciosa en lo más hondo
de uno mismo |
Aunque sea reseca,
aunque las langostas hayan arrasado año tras año
los míseros cultivos y el agua parezca haberse ido
para siempre y las caravanas de mercaderes recorran otras
rutas, la tierra donde viven les pertenece, como antes perteneció
a su padre, y antes a su abuelo, y a sus antepasados desde
el comienzo de los siglos. Suya la hicieron con sus manos,
y con la espalda doblada sobre el surco, y con el sudor regando
la simiente. No, no van a dejarla. Nadie deja lo que ama.
Un solo grano arrancado al vientre de esa tierra es tan valioso
como una gota de leche en el pecho de Eirhuna. Sí,
robará agua y la llevará para que ella beba
hasta saciarse y pueda amamantar al pequeño.
En el Sahel hace frío por la noche. Lleva ya de marcha
unas cuantas horas cuando siente la necesidad de descansar
unos minutos. Se sienta sobre unas piedras y se abriga con
la manta. A la luz de la luna recuerda las cosechas de antaño,
abundantes gracias a la lluvia que cada temporada fructificaba
la siembra. ¡Cuánto tiempo de eso! ¡Y cuantas
guerras de por medio! Con una mano coge un puñado de
tierra. Polvo. Eso es lo que queda. Lo deja resbalar entre
sus dedos y de pronto un dolor terrible le atraviesa la palma,
como si le hubieran clavado un cuchillo. El escorpión
corre por su muñeca y cae al suelo con su abdomen curvado
en el que enarbola el terrible aguijón.
Cuando despierta el sol está en lo más alto.
Acostumbrado a guiarse por él y las estrellas, ahora,
sin embargo, sólo es un astro que desprende fuego.
Sediento, ofuscado por la fiebre, con la visión borrosa
y confundido, Njiain se sabe incapaz de dar un paso. Un dolor
mas grande que el del veneno le sacude de la cabeza a los
pies. Dolor por Eirhuna, dolor por el hijo que morirá
de sed como la cabra. Como puede hace cuatro pilares con piedras
y los cubre con la manta para protegerse del calor asfixiante.
Tiembla. La ponzoña del insecto le está matando,
solo y sin ayuda en el Sahel. No teme por su vida, tiene miedo
por los suyos.
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Es entonces cuando lo ve. Un lago a lo lejos,
brillando a la luz cegadora del día. El agua del desierto,
el agua del Sahel. No es la primera vez que la avista. Inalcanzable
siempre por mucho que corras hacia ella. Esa agua es la bebida
de los dioses del desierto y de las almas de los hombres que
mueren contemplándola. Es lo que se afirma entre los
suyos desde tiempo inmemorial, aunque los blancos hablen de
ilusiones que llaman espejismos. Y se asegura también
que esas almas pueden dar de beber eternamente a sus seres queridos
si lo manifiestan antes de abandonar el cuerpo que las cobija.
Njiain, aun en su delirio, es capaz de sonreirse. No andaba
errada la vieja con su vaticinio. Sabía bien lo que decía
Con los ojos fijos en la nítida y plateada superficie,
que parece ondular por un viento misterioso, murmura su deseo.
E impaciente aguarda a que le llegue su última hora.
Eirhuna precisa con premura agua para la leche de sus pechos. |
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Este relato
obtuvo en 2007 el Primer premio de relatos cortos Villa de
Salobreña (Granada) y el Primer accésit del
certamen de cuentos de Ibercaja (Zaragoza) |
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Relatos
de Ramón Cabrera - Relato
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