ALFA
Y OMEGA |
El recuerdo
de la última vez que él y Beatriz habían
estado felices, plenos, compenetrados el uno en el otro, dispuestos
a escuchar y a ser escuchados, hoy parecía un sueño;
una imagen tan distorsionada de la realidad, que se asemejaba
a la copia, de la copia, de la copia de su existencia.
En los últimos tres años habían intentado
terapias de pareja, terapias individuales, discusiones eternas
al regresar del psicólogo, que siempre terminaban por
abrir las viejas heridas que fingían sanar, pero que
se pudrían más y más a cada segundo.
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En un brevísimo
lapsus de claridad, Ramón había caído
en cuenta que el amor y la felicidad que tanto deseaba que
le diera su mujer, empezaba por su disposición hacia
ella; por la determinación y la constancia que él
mismo tuviera para sanar sus propias heridas, para comenzar
a reparar sus propios cimientos y no esperar que ella lo hiciera
primero.
– La felicidad – reflexionaba Ramón –
es una búsqueda individual, no depende de ella, depende
de mí.
Se le colmó el alma con un nuevo motivo, con un claro
en el camino sinuoso. Esta visión, estaba seguro, era
la renovación de ese amor; tenía que ser un
camino de dos vías, pero el trecho más importante
era el de ida hacia ella. Ese primer tramo de camino y que
tenía que allanarse, era una tarea que le correspondía
a él.
Por un instante se olvidó de las diferencias y afanoso
se concentró en las coincidencias de sus almas, de
la vida que habían construido juntos con tanta energía
e ilusión y que poco a poco se fue perdiendo en los
pequeños detalles. En las nimiedades.
-Beatriz ama esas cajas de chocolates con una cereza en el
centro – Se dijo a sí mismo con una sonrisa enorme
en la cara.
Al llegar a casa esa tarde, decidió acompañar
a la caja de chocolates con una rosa roja, fresca, húmeda.
Abrió la puerta y entró a hurtadillas con el
corazón galopante, ansioso, listo para empezar de nuevo.
Al pasar por la mesita al lado de la escalera notó
un llavero diferente, eran las llaves de un automóvil
de lujo. El alma se le atoró en el pecho, un sudor
frío le heló la piel y empezó a imaginar
miles de cosas. Se encontraba en medio de dos fuerzas descomunales,
una lo obligaba a subir las escaleras de la casa y buscar
a Beatriz, la otra lo jalaba hacia la salida. Los latidos
de su corazón le movían la camisa, la boca se
le secó hasta agrietarse y la vida se le empezaba a
ir con los pensamientos.
Uno por uno subió los escalones de la casa avispando
el oído y detectando esos gemidos de Beatriz de placer,
esos que él no le había arrancado en años.
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Sin darse cuenta ahorcaba
la caja de chocolates y se enterraba en la mano una espina
de la rosa, hasta que un hilo de sangre le corrió hasta
las mancuernillas. No sentía las piernas, avanzaba
como flotando con la mente girando en todas direcciones, mientras
los gemidos aumentaban en intensidad.
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Abrió la puerta de su recámara
y la encontró ahí desnuda, recostada en la cama,
con las piernas abiertas mientras un nadie le lamía el
sexo vehementemente. No lo escucharon entrar y él se
quedó petrificado en la entrada, con la caja de chocolates
aprisionada en la mano hasta blanquearle los nudillos. Avanzó
pausado hasta el closet de la recámara y sacó
el viejo revolver que guardaba ahí, específicamente
para defender la estabilidad y la integridad de ese hogar. Al
cerrar la puerta del closet, los amantes se percataron de su
presencia y él solamente levantó el arma y los
encañonó.
Desnudos y sin tener nada a la mano para ocultar su osadía,
los dos se encimaron al tratar de hablar y de explicar lo inexplicable.
Conforme se iban arrebatando la palabra, el movía el
arma apuntando a uno y a otro con la mirada perdida; con la
sangre hirviéndole en las sienes. Su rostro no tenía
expresión y sus oídos no registraban nada. Aquellas
voces infames se detectaban como esa realidad de la que quería
escapar; sonaban como la copia, de la copia, de la copia…
Una lágrima empezó a rodarle por la mejilla y,
mientras amartillaba el arma, no quitaba los ojos de Beatriz.
La detonación de la pistola ensordeció la habitación
mientras por el suelo reptaban los sesos y la sangre de Ramón
bañando la caja, los chocolates y los pétalos
de la rosa roja, húmeda y fresca. |
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Relatos de © Arturo Palavacini, seleccionados
por el autor para la revista mis Repoelas:
Alfa y omega
Bajo la maleza
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