Sintió
repulsión cuando lo vio en el diario, al día
siguiente de navidad. A pesar de eso se encontró aliviado
con el sentimiento que experimentaba. Ella le había
enviado como un tributo de paz: “Los versos del capitán”
de Pablo Neruda; se convenció de que se trataba de
una venganza y sin pensarlo siquiera tiró el libro
a la basura, luego de rasgar con rabia la primera página
donde ella había escrito que la fantasía es
un canto de libertad. Con letra redonda y firme estampó
esa frase que lo atormentaba y nutría su deseo de desquite.
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Ella lo abandonó,
dejándole un profundo vacío que se negaba a
llenar, lo había dejado desganado para soñar.
Por eso la comparó con el maniquí del escaparate
de la tienda de ropas del centro comercial.
Se había vuelto inmensamente fría e inhumana.
Prefería imaginarla con los labios jugosos como una
fruta madura; suave como la brisa marina de un templado amanecer.
Recordaba como sus palabras entrañaban un cierto temor
porque eran punzantes y certeras como la flecha de un cazador.
Ahora su boca le negaba esos placeres que él siempre
había deseado de manera vehemente. Irremediablemente
la había permitido adueñarse de sus febriles
ilusiones y se había extraviado en los laberintos del
amor.
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FANTASÍA
CITADINA |
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La conoció
en la terraza de un café, en Barcelona, bajo las acacias
de la Plaza del Reloj. Estaba sentada ante una taza vacía,
leyendo las “Obras Selectas” de Max Weber. Felina
e indolente, lo miró con los ojos almendrados y él
se sumergió en la vorágine del deseo y la pasión.
Indefenso, frágil y desprovisto de palabras la abrió
las puertas para que hurgara en sus más recónditos
rincones, sus sueños y sus miedos.
Por un instante, creyó que con ella cruzaba la vida
y se realizaban sus delirios. Compartió con ella sus
navidades con paisajes de la infancia, villancicos y aroma
de flor de coco. Entonaba desafinadamente “Lucy in the
sky of diamonds” y él superó el terror
de que alguien le besara las lágrimas; ante su propio
asombro de prodigarse en las caricias.
Ninguno de los dos se había interrogado donde se sustentaba
la relación entre ambos. La sensación de desastre
que les dejaba ese intenso amor se convirtió en un
rito. Inasible como un verso de Neruda, deseó tenerla
siempre a su cuerpo. A veces, la miraba dulcemente, mientras
ella relataba las delicias de las frutillas que se encontraban
al final del arco iris o cuando dibujaba con sus palabras
la casa blanca de amplios corredores y verdes aberturas, rodeado
de un mar rugiente, en los atardeceres del otoño. Habitaron
juntos allí, y ella instaló un hogar donde el
fuego perenne del amor iluminaba el firmamento. Ella le impregnó
de alma, sus vigilias y ensueños.
Lentamente fue entretejiendo en su mente sus formas, le dio
color a su piel y calor a su aliento; la envolvió con
su ternura y él mismo se volvió vulnerable a
la necesidad de tenerla cerca de su corazón, La transformó
en prisionera de las redes de su fantasía. No se le
ocurrió preguntar si ella se sentía feliz en
esa condición. Ignoró sus ojos perdidos en el
horizonte y llenos de nostalgia de una plenitud postergada.
Comprobó asombrado que el amor podía ser único
aunque otros entraran y salieran de sus vidas.
Un día cualquiera fue conmocionado por los comentarios
maliciosos; ella se había enamorado de un joven que
para ganarse la vida pasaba música en un local nocturno.
Se indignó, blasfemó y lo planteó como
un asunto bélico. Uso estrategias de guerra contra
el enemigo y resultó vencida cuando ella públicamente
asumió que estaba enamorada. Por eso le escribió
que la fantasía es un canto de libertad como venganza.
Sin darse cuenta, el hastío se apoderó de las
cosas. Ella siempre había dicho que prefería
morir que a vivir separados. Sin embargo, estaba demasiado
contenta y sin ganas de regresar con él. Se enteró,
luego de un tiempo, que la relación con el muchacho
había concluido sin pena ni gloria. Extrañamente,
ella seguía radiante y diáfana, distante e inalcanzable.
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Por eso, el comentó
esa historia del hombre incapaz de amar y que se obsesionó
por un maniquí para llenar el hueco de su existencia.
Inauditamente, ella lo ignoró tantas veces quiso. Permaneció
imperturbable, soberbia y lejana como ese maniquí del
escaparate de la tienda de ropas. |
Calmadamente
evaluó que se había quedado sin fantasías.
Se hallaba terriblemente desganado para soñar de nuevo.
Se sintió triste concausa y pensó en las otras
ocasiones en que había perdido, sin guardar rencor
a nadie ni maldecir al destino. En concreto, ella le había
estropeado el alma. Sabía que aunque tomara el café
con sus amigos como si nada hubiera pasado; se comprara miles
de nuevos libros o se fuera de viaje, él resentiría
ese caprichoso dolor que ella le había dejado en algún
punto de su alma.
La verdadera desgracia fue dejarla invadir su intimidad. Deseaba
aprender de la derrota sufrida, pero bien sabía que
quedaría ávido de amor y con temor a la muerte.
Siempre conjuró al desamor desafiando el miedo a la
ausencia definitiva. La única y última despedida
es la muerte. Esa mañana se encontró en las
fotografías del diario, tendido en un charco de sangre
y en una mano empuñaba un arma blanca que tenía
clavada en su corazón. Al lado suyo, en la cama revuelta,
estaba tirado un maniquí desnudo, cribado a puñaladas.
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(Cuento
publicado en el libro de Lourdes Talavera: Zoológico
Urbano, 2004, editorial SERVILIBRO) |
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