CUENTOS
AL GARETE (I) |
Eran las siete de la noche y Julián
se sentía cabreado. Su día había empezado
a las siete de la mañana, cuando recogiese a una profesora
que iba hasta Albrook. Olía bien pero hablaba poco.
Intentó hacerle conversación y sólo pescó
monosílabos. Puso la radio y las luces verdes y rojas
de los semáforos se confundieron con el vaivén
del reggae “aquí llego la caballota, la diva, la
perra, la potra”, con su desodorante ambiental de piña,
con el Divino Niño colgado en el espejo retrovisor, con
el ligero tinte del cristal trasero, con la picazón que
sentía en su testículo derecho. Se rascó
y por el retrovisor observó las piernas de su pasajera
quien miraba distraída por la ventana. La dejó
en un colegio y la vio entremezclarse en el mar de faldas de
cuadros y medias blancas, mientras contaba el dinero. |
A los quince minutos, un
hombre ensacado que iba al Seguro de Transístmica se
subía al auto. Olía a colonia fuerte y barata
y carraspeaba constantemente. Charlaron de fútbol y
de política. De fútbol estuvieron de acuerdo,
de política no. Sospechó que el hombre era arnulfista
y que sus comentarios en contra de la presidenta lo molestaron.
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Decidió
cambiar de tema. A fin de cuentas él no era político
y ¿para qué hacer una enemistad a las ocho y
veinte de la mañana? ¿Y
se va hacer unos exámenes? Noohombre, una tipa que
me debe plata y se ha estado haciendo la loca ya tres quincenas.
Ayer cobró y no le paso una más.
Julián asintió. Eso de prestar dinero era siempre
mal negocio.
Eran un cuarto para las nueve y paró en una fonda para
tomarse un café. Apuró el líquido negro
mientras una bachata que escupía la radio le hacia
mover un pie sin darse cuenta. Se subió a su auto y
de nuevo la canción esa de “la diva, la perra,
la potra” lo hizo olvidarse de un par de luces rojas.
Bajó súbitamente la velocidad en una calle del
Cangrejo para observar a sus anchas una pelirroja de Sedal
con pantalón a la cadera, tatuaje en el cóccix,
nalgas paradas y tacones coquetos. Ella se detuvo para hablar
por su celular y él se detuvo a su lado tocando la
bocina de manera desesperada. Detrás se hizo una fila
de conductores exasperados que también sonaban sus
bocinas.
Ella lo miró de reojo, torció la boca y le dio
por completo la espalda para seguir hablando. El arrancó
haciendo rugir el motor, lo que sólo le permitió
escuchar la última sílaba del hijoeputa que
el auto detrás suyo le dedicaba a todo pulmón.
Le dieron ganas de orinar y se detuvo cerca de un palo de
mango de un terreno baldío. Se acercó al palo
y orinó con alivio. Un tipo sospechoso le pasó
como que muy cerca y hasta miró hacia atrás.
Julián le gritó maricón y le sacó
el dedo, sí, el del medio. Subió al taxi y arrancó
esta vez dirigiéndose a Transístmica.
Hizo varias carreras cortas a bancos y oficinas. A las doce
lo paró una pareja que se dirigía al Ancón.
Ir a culear
a esta hora- pensó con hastío-
con este calor,
con este tranque. Seguro es queme. El tipo le
decía cosas al oído a la mujer pero esta mantenía
la cara seria y se tocaba los anteojos oscuros nerviosamente.
Ey, broder,
¿tu crees que nos podrías buscar a las una?
Julián exhaló y asintió con poco entusiasmo.
Salió del Ancón y se estacionó en la
Gran Estación. Utilizó la hora para llamar a
un posible queme desde un teléfono público ya
que en su celular no tenía minutos; se comió
una chicha y una empanada de carne que le dejó los
dedos grasosos y la boca llena de migajas; habló con
otro taxista de llantas y arrancó a la una en punto.
Recogió a la pareja que ahora yacía letárgica
en el asiento trasero, ella con la cabeza hacia atrás,
él con los ojos entrecerrados. Los dejó en el
Ministerio de Salud en Avenida Perú.
Pensó en su mujer, Marta, y en la noviecita, Yasubel,
y en el queme, Zabdis, en sus hijos Julián Alberto
y Alberto Julián, gemelos idénticos, y en su
hija Zaribeth de una relación anterior. |
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Decidió concentrarse
en Zabdis porque era lo más novedoso y repaso mentalmente
su último encuentro en un motel justo como él
que acababa de dejar, y deseó con todas sus fuerzas
tener dinero para llamarla y buscarla después que el
novio la dejase en casa.
Se sintió excitado y metió el acelerador a fondo
por lo que casi ocasiona una colisión triple. Las mentadas
de madre se estrellaron contra su vidrio y el parabrisa las
lanzó al viento. Paró justo a las dos y media
de la tarde, con un sol rompe-ladrillos y un calor rompe-hígados,
frente al Machetazo de Calidonia.
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Subió
una señora de carnes flácidas y abundantes,
con las piernas marcadas por venas varicosas y de cuyos brazos
asomaban negros vellos vírgenes de toda rasurada. Tenía
un bigote incipiente y el pelo blanco lo llevaba corto. Cargaba
bolsas de supermercado. Julián abrió el maletero
y la señora depositó la carga. Al subirse dijo
con voz de cantante desgastada: a Villa Rica.
Julián sintió una patada en el estómago
y frenó en seco. No
voy pa’ lla- dijo pegándole al timón.
Movía la cabeza de manera obstinada con sus pelos en
punta por el gel.
Esto es una
sinvergüenzura, joven. Voy a llamar a la policía.
Los taxis son un servicio público.
Llame a quien quiera. ¡Yo no voy! El taxi
se mantuvo estático por cinco redondos minutos.
Julián movía su cabeza de puercoespín
en un no rotundo y la señora gesticulaba, manoteaba,
gemía y casi lloraba pero la palanca de freno seguía
inamovible. Cansada y herida, sin policía a la vista
y con curiosos al alcance de la mano, bajó y quedó
sumida en una nube de blanco humo entre sus paquetes. |
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